La gran red algorítmica que se esconde en la nube guía nuestro comportamiento de una forma magníficamente lucrativa para su propietario.
Con la inteligencia artificial (IA) han surgido varios desafíos, entre ellos la transformación de los paradigmas laborales, económicos y sociales. Uno de los debates más relevantes en este sentido es cómo un ingreso universal podría reemplazar el salario tradicional, así como las implicaciones de su financiamiento y la redistribución del ingreso.
Estas decisiones no son simples y están rodeadas de intereses. El eje central de esta disputa de poder es, como siempre, el Estado. Si el Estado es fuerte, puede actuar como mediador y corregir las desigualdades económicas que surgirán si la automatización beneficia únicamente a los dueños de la IA. Si el control de la IA recae en el sector privado, podríamos ver un modelo económico donde la automatización beneficiará solo a las élites, sin generar empleo ni estimular el consumo, debilitando así al Estado.
Los dueños de la IA, las grandes empresas tecnológicas, se convertirían en los principales receptores de las ganancias al explotar los beneficios derivados del uso de IA sin necesidad de pagar salarios tradicionales. El Ingreso Universal se propone como una alternativa al salario tradicional, ofreciendo a los ciudadanos un ingreso fijo para cubrir sus necesidades básicas, independientemente de si trabajan o no. Sin embargo, sin un sistema de redistribución adecuado, esta medida podría no solucionar las desigualdades económicas provocadas por la automatización, sino agravarlas.
Como ya exploramos en nuestro artículo anterior, titulado “IA, la última batalla del cerebro entre explotadores y veneradores del mercado”, esta idea se alinea con el análisis que Karl Polanyi hace en “La gran transformación”, una obra fundamental para entender el desarrollo del capitalismo moderno y su impacto en la sociedad. Con la aparición del capitalismo moderno, la economía se independizó de la sociedad, dando lugar a lo que Polanyi llama una «sociedad de mercado», un mercado autorregulado inventado por el Estado.
El alambramiento de los bienes comunales en Inglaterra durante los siglos XVIII y XIX, conocido como “enclosures”, privatizó tierras comunes y expulsó a los campesinos, creando una mano de obra asalariada dependiente. De manera análoga, en la actualidad, el control de las infraestructuras digitales —como datos, algoritmos y plataformas— está reemplazando a los medios de producción tradicionales. Así, los gigantes tecnológicos han acumulado un poder similar al de los terratenientes de antaño.
En su libro “El tecnofeudalismo”, Yanis Varoufakis expone la transformación del capitalismo en una nueva fase, analizando cómo las grandes plataformas digitales, como Google, Amazon, Apple y Facebook, han alterado las reglas del juego económico tradicional y cómo el capital ya no está en manos de los productores o las fábricas, sino que se ha desplazado hacia el «capital en la nube». Aquí, la nube representa las infraestructuras digitales, los algoritmos y las bases de datos que dominan la economía actual. Estos son los nuevos «señores feudales», que controlan los flujos de información y comercio globales y los usuarios son esencialmente «vasallos» que producen valor para las plataformas sin recibir compensación directa.
Durante la Edad Media, la Iglesia jugaba un papel central en la vida cotidiana, incluidas las cuestiones relacionadas con el registro de personas. Los nacimientos, matrimonios y defunciones eran registrados por la Iglesia. Estos registros eclesiásticos actuaban como una forma de control social y, al mismo tiempo, como una manera de certificar los momentos clave en la vida de las personas. El cambio hacia el control estatal sobre el registro civil se dio de manera gradual, vinculado a la consolidación del Estado moderno y al proceso de secularización. Así, el Estado paso a tener el monopolio de los poderosos símbolos que nos legitiman como ciudadanos con derechos: pasaportes, certificados de nacimiento o el documento nacional de identidad.
En la actualidad el Estado está perdiendo, dentro de otras, esa potestad. Resulta increíble que nuestra identidad digital no sea nuestra ni del Estado. «Dispersada por innumerables mundos digitales de propiedad privada, tiene muchos dueños, ninguno de los cuales somos nosotros: un banco privado posee tus códigos de identificación y todo tu historial de compras. Facebook está íntimamente familiarizado con quién —y qué— te gusta. X recuerda cada pequeña idea que ha llamado tu atención. Apple y Google saben mejor que tú lo que ves, lees, compras, con quién te reúnes, cuándo y dónde. «Algún gran conglomerado fintech te ayudará a verificar tu identidad o, lo que es lo mismo, a comprobar que tú eres… quién eres».
Si la IA reemplaza a una parte significativa del trabajo humano, surge un problema: ¿quién consumirá los bienes y servicios que produce la IA si la mayoría de los trabajadores humanos han sido desplazados y no tienen ingresos suficientes para consumir? ¿Quién pagará impuestos? El hecho de que la IA no consuma no significa que los ingresos no existan; simplemente quiere decir que los beneficios de los productos o servicios que genera son apropiados directamente por los dueños de la tecnología. Aquí es donde el Ingreso Universal Básico podría entrar en juego y permitiría seguir participando como consumidores en la economía.
Para los dueños de las IA, apropiarse del Estado es central porque el rol de este último es clave para garantizar que los ciudadanos tengan acceso a los recursos necesarios para vivir. Es decir, recaudar ingresos para financiar un ingreso universal. Esto podría incluir impuestos progresivos sobre la riqueza, los ingresos derivados del uso de la IA, y sobre las ganancias corporativas, especialmente en sectores altamente automatizados.
Para la propiedad de la IA se podrían establecer marcos regulatorios que aseguren que los beneficios derivados de ella no queden solo en manos de las grandes corporaciones, sino que se redistribuyan de manera justa entre la población, ya sea a través de impuestos, derechos de uso o propiedad pública de ciertas tecnologías. O implementar mecanismos de asignación de ingresos, donde el Estado distribuiría directamente el Ingreso Universal Básico a cada ciudadano, garantizando una base económica mínima, independientemente de su participación en el mercado laboral. Este ingreso podría reemplazar parcialmente los sistemas tradicionales de bienestar social, que actualmente están vinculados al empleo.
Aunque el rol del Estado es fundamental, este enfoque también enfrenta varios desafíos, el primero es que el ingreso universal es apoyado y pretendido tanto por el progresismo de izquierda como por Silicon Valley, lo que lo vuelve ampliamente discutible. Uno de los mayores retos, con la regulación de la IA es la sostenibilidad fiscal que requeriría una planificación cuidadosa para asegurar que el Estado pueda mantener su sostenibilidad fiscal a largo plazo de manera que no se debilite su capacidad para distribuir ingresos de manera efectiva.
En una economía donde la IA reemplaza el trabajo humano, sus dueños se convertirían en los principales generadores de ingresos y, por lo tanto, en los principales sujetos de tributación. El Estado tendría que implementar nuevos impuestos sobre la propiedad de la IA, como impuestos sobre datos y gravámenes sobre el capital y las grandes corporaciones tecnológicas, para asegurar una redistribución equitativa de la renta.
En resumen, el futuro del trabajo y la economía en la era de la IA dependerá del papel que asuma el Estado. Si opta por una política redistributiva y reguladora, podríamos evitar un tecnofeudalismo que concentre el poder en las élites tecnológicas. Aunque el Ingreso Universal es controversial, podría ser una solución viable si se implementa de manera que no comprometa la capacidad fiscal del Estado.