No hay mejor descripción de la realidad humana que la ficción extraterrestre. En concreto, el pasaje más icónico de la novela Dune, cuando el joven Paul Atreides es sometido a una prueba por la reverenda madre de la siniestra secta que domina el universo. Paul debe meter la mano en una caja que le produce un dolor extremo, pero si cede a la tentación de retirarla, la sacerdotisa le clavará la aguja mortal con la que le roza la piel del cuello. Es el dilema de la agonía humana: aguantar un dolor irresistible o aceptar la muerte. La escena te revuelve las entrañas, despertando los miedos que tenías en la infancia a las jeringuillas, grabados a cuchillo en tu memoria, y los que te aguardan en la vejez, cada día más perfilados en tu conciencia. Al fin y al cabo, madurar es aceptar la muerte y rebelarse contra sus dolores.
La cuestión es cuánto debes sufrir. Por un lado, los analgésicos curan. Y los cirujanos insisten en que te los tomes tras una intervención porque el dolor estresa los tejidos y dificulta la cicatrización. Por el otro, vivimos una pandemia global de abuso farmacológico. La ola de adicciones a los opiáceos en EE UU causa unas 100 muertes al día. Y, en España, el exceso de analgésicos está detrás de fallos renales, insuficiencias cardíacas y el 12% de los ingresos hospitalarios. Y luego está la sobremedicación de patologías mentales. No es solo que, a las primeras de cambio, un facultativo recete antidepresivos. Es que el exceso de psicofármacos quizás deteriora, en lugar de remediar, nuestra salud mental. Y así, en la profesión médica, se abre camino una idea tan sutil como sensata: no hay que sufrir innecesariamente, pero no todo malestar físico o psicológico tiene que ser paliado con un fármaco.
Y esta regla debe viajar al cuerpo social. Porque la política no es, como decían los ilustrados, el arte de hacer feliz a las personas, sino más bien la (pseudo)ciencia de hacernos menos infelices. Con lo que, por una parte, tienen razón los médicos economistas que, visto el padecimiento innecesario que nos produjeron las medidas de austeridad en la crisis financiera de 2008, prescriben políticas contra el dolor. Los fondos Next Generation parecen anestésicos necesarios. Pero, por otra parte, escuchemos también a los economistas que, como Martin Wolf, señalan que el mundo acumula hoy una deuda pública no vista desde 1945, cuando habíamos sufrido la herida más grave de la historia. Con lo que quizás debemos ajustar el paracetamol del gasto público y recurrir más a la psicología.