Criminalizar al adversario para gozo del “Pueblo”.
Se relaciona con una determinada manera de pensar y actuar, una especie de descomposición del orden penal establecido, practicado por factores de poder, exponiendo cabalmente lo que la gente dice querer, pensar y sentir. Fue creada esta técnica política y jurídica por el criminólogo inglés, Anthony Bottoms en el año de 1995, quién resaltó en su teoría el incremento de la punitividad, y el aumento deliberado de las penas, en donde el rol del político profesional, será el de construir consenso social y legitimidad, apelando a esta idea, convencido que se trata de una moneda de cambio, por parte de quienes conciben la política con autoritarismo. Entre las explicaciones que justifican la práctica del populismo punitivo, se encuentra la permanente supuesta impunidad de la cual gozan los adversarios, al momento de protestar o manifestar, o reclamar derechos políticos, que en estos populismos son considerados un peligro para la seguridad ciudadana o para la estabilidad del sistema político imperante, las que ellos, como encarnación del pueblo y su mejor intérprete, exigen la aplicación de las más severas penas, con cárcel, como la mejor y única respuesta frente al que osa, retar sus poderes.
Ahondando al respecto, en la actualidad existe una tendencia a adjudicar su utilización contra sectores conservadores o abiertamente antisistema. En tal sentido, se han visto numerosas decisiones punitivas populistas, impulsadas desde un Gobierno, con la intención de obtener rentabilidad política a través de medidas endurecedoras penales o mediante el lanzamiento de mensajes sobre lo que, según ese populismo punitivo, merece represión. Se alude en tal sentido, las declaraciones de dirigentes políticos o gubernamentales, ligados al poder, sobre la insuficiencia de la legislación penal, para sancionar, por supuesto, sin explicar cuáles eran esas insuficiencias y que lagunas de impunidad producían, así como el supuesto desprecio o injusticias hacia la víctima, que ellos reivindicaban. Es estrategia del populismo punitivo, encontrar siempre en la confrontación política culpables de algún daño, el que sea, por no compartirse valores o ideologías, lo cual lo lleva a criminalizar algunas ideologías, con las cuales el Poder, se resiste a debatir en plaza pública, tal vez, por no admitirlas bajo ninguna circunstancia; no les basta con invocar permanentemente un común de delitos, como la instigación al odio, la traición a la patria o el terrorismo, que ponen en peligro la paz de la que disfruta una sociedad, la cual por lo demás, únicamente ellos, son los llamados a preservarla, según su propia predica.
Otra característica del populismo punitivo, es desconocer valores y principios garantistas en el orden procesal, alcanzados por el derecho penal liberal o democrático, en favor de las personas, cuyos derechos, pasan a un segundo plano, cuando están en juego los intereses del poder, que se apoya en la inobservancia de todos ellos, como respuesta única y supuestamente idónea a todos los problemas sociales o de cualquier otra índole, derivados de sus gobernanzas o de las acciones que deciden emprender contra ciertos grupos o sectores políticos que le son adversos, a fin de mantener a su lado la incondicional militancia o, conseguir aplausos de sus afines ideológicos internacionales. Característica adicional del populismo punitivo, es considerar la prisión, como la mejor solución para reaccionar ante los presuntos hechos delictivos, sin perjuicio de otras respuestas alternativas o adicionales como puede ser la expulsión del país, en el caso de los extranjeros. En ese sentido, el hecho ideológico que justifica la preferencia por la cárcel es el rechazo a todo lo que pueda parecerse a la prevención especial positiva y a todas las tesis que defienden la necesidad de evitar en lo posible la prisión y que, en general, parten de la idea de que el derecho penal debe intentar resocializar al delincuente sin perjuicio de su función asegurativa. En su mal trato al adversario, el populismo punitivo, no permite tampoco la designación de abogados de confianza a ciertos procesados, a pesar de ser una garantía universal, porque el Pueblo, que también tiene representantes en las Defensorías Públicas, ofrecen sus servicios, sin considerar las decisiones de los procesados, aunque la legislación constitucional diga otra cosa al respecto; tal vez, para que no haya controversia y los argumentos del Estado, no sean desvirtuados, o denunciados como inocuos por abogados de confianza, sin compromisos con la corriente política dominante.
Esas y otras garantías relativas al Debido Proceso, muchas veces se sacrifican en aras de mostrar a los ciudadanos, un fuerte aparato punitivo, que pasa por el referido aumento de leyes penales, con severas sanciones, como ocurre en el caso venezolano, con las leyes contra el odio, contra el fascismo, como ley contra el terrorismo o contra las ONGs, sin que el Estado haga nada por prevenir cualquiera de los delitos tipificados en esos instrumentos, pues es la restricción a la libertad personal, el principal medio de sanción, sin que cuente mucho, la difusión de esos instrumentos normativos, ni la educación ciudadana, todo lo contrario, los adherentes o plataformas seguidoras de esta corriente, peticionan, aumentos en los castigos penales. A diferencia del Derecho Penal del enemigo, el populismo punitivo o penal, se desarrolla prioritariamente en el ámbito legislativo, cuando se dictan leyes penales para criminalizar individuos, grupos, categorías sociales, o sea, todo lo que es “diverso” al poder, porque cada diferencia constituye amenaza a sus “inmejorables” propósitos, por esa razón, esas nuevas leyes penales, son acompañadas de preámbulos que, justifican esas duras penas, como respuestas obligadas del pueblo mismo, interpretado por el gobierno, a las preocupaciones y demandas sociales para acabar con tanta supuesta “impunidad” que los amenaza.
Ese populismo punitivo, se esfuerza también por producir reformas penales, con el argumento “del temor real en que viven los ciudadanos” a causa de sus enemigos políticos, lo que los obliga a buscar paz social a toda costa, con el propósito de que el poder, no vaya caer en las peores manos, contra las cuales se ha legislado penalmente, catalogándolos por ejemplo de fascistas, pero no impidiéndoles su participación en los desiguales concursos electorales realizados o a realizar, que de ganarlos, hará que los propulsores de estas leyes, por una obligación moral, tengan que aplicársela a los vencedores, porque ellos consideran que están por encima incluso de la soberanía popular. Respecto a la materia de derechos humanos, aunque no lo expresen, se considera un estorbo para el bienestar de la ciudadanía, que hace que, la actitud del político populista en relación con la acción policial y la aplicación de leyes penales, sea exigir detenciones rápidas, y, de ser posible masivas, sin muchas motivaciones, con procesos rápidos o a conveniencia del poder, que culminen eso sí, con la prisión o solicitudes de asilo. Para ellos, todo se justifica en nombre de la necesidad de la seguridad y la paz social, en donde la libertad provisional por más procedente que sea, es tomada como una rémora que beneficia a los delincuentes.
En definitiva, estamos nuevamente ante el uso del derecho penal, dirigido a la producción de consensos políticos o de paz social, bajo sus rigurosos términos. Esta tendencia, considera que existe una opinión pública desorientada, por culpa de las políticas liberales o neoliberales, jamás de sus deficiencias gubernativas, ante las cuales, resulta inoficioso elaborar respuestas políticas adecuadas al sentir y parecer popular que con frecuencia son partidarios de las mismas, sino que hacen todo lo contrario, el tratamiento contra esos reclamos, es el de recurrir al miedo, para reforzar su presencia en el poder, que se dirige a la identificación de enemigos, de amenazas, de peligros que se vislumbran sobre una población vulnerable que ellos siempre estarán llamados a proteger, aunque no se confíe socialmente en ellos, pues por lo general el populismo punitivo vive descontextualizado y ajeno a la realidad social, económica y política verdadera.
l recurso del derecho penal dirigido a la producción de consenso político. Frente a una opinión pública desorientada por la complejidad del presente, la política -incapaz de elaborar decisiones políticas adecuas a su tratamiento- recurre a formas de gobierno del miedo que refuerzan la incertidumbre y la tratan a través de la identificación de enemigos, de amenazas, de peligros que se vislumbran sobre el presente. De este modo se amplifica la distancia entre realidad y percepción de la realidad. Se proclama la certeza de contener la amenaza, de neutralizar al enemigo.
De este modo se pueden criminalizar individuos, grupos, categorías sociales, pero también todo lo que es “diverso”, porque cada diferencia constituye amenaza a las identidades. La amplificación de la amenaza y del miedo viene más dilatada aún por los medios de comunicación que se hacen escuchar y motivan la participación si logran captar el interés por el miedo y la amenaza. Identificado el enemigo, se sabe quién es el culpable. Y el culpable debe ser punido. Y la punición tiene que ser cierta, segura.
El conjunto de académicos que han investigado los componentes y características del populismo punitivo coinciden en destacar tres factores que constituyen el núcleo de su lógica argumentativa o narrativa: el cambio del papel atribuido a la cárcel, según criterios de substitución del paradigma resocializador al paradigma incapacitador; colocar en primer plano los sentimientos y opiniones de las víctimas y, por último, la politización y utilización electoralista de las percepciones subjetivas ciudadanas de la inseguridad vehiculadas por los medios de comunicación de masas sensacionalistas.
La centralidad atribuida al derecho penal legitima teorías de la defensa social, teorías de la culpabilidad, del delito, de la pena, de la desviación que habían sido desarrolladas en el pasado en la larga guerra contra-iluminista en la cual se habían especializado los regímenes que han ensangrentado el siglo pasado. El populismo político usa el populismo penal para controlar la complejidad y para reducirla a un formato accesible a la miseria de sus ideas. Este usa el pueblo como los regímenes utilizaron a las masas y desata la razón punitiva contra las razones de la complejidad, es decir, del derecho, de los derechos universales, en otras palabras, de la libertad.
En cuanto a la matriz ideológica del populismo penal, existe una tendencia a adjudicar su utilización a los sectores conservadores o abiertamente reaccionarios. En tal sentido, se han visto numerosas decisiones punitivas «populistas» impulsadas desde el Gobierno, que no ha renunciado a obtener rentabilidad política a través de las medidas endurecedoras de las leyes penales o a lanzar mensajes demagógicos sobre lo que merece represión. En la memoria de todos están las declaraciones de dirigentes políticos sobre la insuficiencia de la legislación penal, por supuesto, sin explicar cuál era esa insuficiencia y que lagunas de impunidad producía, así como el supuesto desprecio del consentimiento de la víctima. Entrarían los punitivistas diciendo que todo lo que no sea privar de libertad no sirve para «educar asustando», que es la manera más tosca de describir la función de prevención general que se atribuye al derecho penal.
La idea de que el populismo es una consecuencia de los desajustes sociales de nuestro tiempo, causados por la creciente distancia entre ricos y pobres, agravada por el fenómeno de las migraciones y el nacimiento de suburbios de marginación en las grandes ciudades no puede ser despreciada, y sus consecuencias para el derecho penal son conocidas. No es preciso ser un avezado criminólogo para comprender que esas son condiciones perfectas para el aumento de la delincuencia, y, ante eso, la respuesta «neoliberal» (compartida frecuentemente por Partidos de izquierda), ante el temor que suscita esa realidad no es otra que la criminalización de esas masas utilizando ilimitadamente el derecho penal, pero sin especiales esfuerzos por aumentar y mejorar la acción preventiva y policial.
Esa reacción represiva, a partir del hecho no discutido de que la pobreza y la marginalidad generan delincuencia, es desmedida a ojos del penalista o, simplemente, del observador imparcial, pero lo peor es que, en aras de la eficacia del aparato represivo, se quiere renunciar sin ningún pudor a todos los objetivos teóricos del derecho penal en un Estado social y democrático de derecho, y eso alcanza a la teoría sobre el fundamento y fin de la pena, la función de la cárcel, los límites del derecho penal o la promoción de valores. El delincuente es un ser que ha elegido el crimen porque es más atractivo y fructífero que la vida honrada, y ante eso no hay lugar para otra cosa que no sea la mano dura. Se anuncian nuevas leyes penales, en la primera oportunidad que se les brinde, sin reparar si en su necesidad ni en su viabilidad jurídica, y esa es una notoria característica del populismo penal.
Las populistas promociones de leyes penales no son realmente «huidas al derecho penal», sino parte de la estrategia de enviar a la ciudadanía el mensaje de que por fin la sociedad va a ser debidamente protegida. Las huidas al derecho penal son, en cambio, abusos del recurso a la amenaza punitiva por desconfianza en la eficacia de otros instrumentos jurídicos. No es esa la razón que impulsa al populismo, que crea leyes con la esperanza de que sean aplaudidas, sin más, y sin reparar en que promulgar una ley nueva es básicamente un acto simbólico que se realiza frecuentemente como modo de resolver una crisis, pero sin pensar en qué sucederá cuándo esa ley esté en vigor y se pueda aplicar… o no se pueda. Eso da igual, pues lo importante es satisfacer la demanda popular de respuesta inmediata, y no hay que detenerse a pensar en obstáculos como pueda ser la función de tutela de bienes jurídicos que se dice corresponde al derecho penal, o la suficiencia de la ley penal ya existente y la innecesaridad de una nueva figura delictiva que generará problemas de concursos normativos.
Las leyes penales populistas no se paran en barras, calificando como estorbos burocráticos al principio non bis in ídem, o a la igualdad, o a la proporcionalidad, o a la intimidad, o al carácter fragmentario del derecho penal. Normalmente, tienen unos destinatarios prefigurados por el «clamor social» que los señala, razón por la cual se ha podido decir, con razón, que esas leyes acaban siendo una manifestación del derecho penal de autor, pues se dirigen a grupos de sujetos que ha seleccionado la «opinión pública», que no son todos los que realmente merecen una respuesta penal a sus actos. Nadie puede poner un bozal a la fiera salvaje del punitivismo, alimentado constantemente por fuerzas políticas y sociales que no están dispuestas a renunciar al que consideran uno de los terrenos más fértiles para su afirmación política, que es la ampliación del derecho penal. El derecho penal garantista va siendo postergado por el derecho penal de la seguridad.
Pero lo peor es que esa idea sobre los derechos humanos como «estorbo para el bienestar» de la ciudadanía se traduce precisamente en la actitud social que desea el político populista, y se traduce, en relación con la acción policial y la aplicación de las leyes penales, en la exigencia de detenciones rápidas, y, a ser posibles, masivas, sin excesivas motivaciones, que, a su vez den paso a procesos rápidos que culminen con la prisión o la expulsión. Todo se justifica en nombre de la necesidad de seguridad. En ese contexto, las garantías procesales y, especialmente, la libertad provisional, por más procedente que sea, son tomadas como una rémora que beneficia a los delincuentes e impide que el ciudadano honrado pueda percibir la seguridad. El populismo, y eso es lo más grave, no puede convivir fácilmente con el orden democrático social-liberal, pues la libertad individual naufraga ante lo que presenta como expresión de la voluntad del pueblo, y quien la discuta será apartado del grupo antes o después.
Característica central del populismo punitivo (y del derecho penal máximo) es considerar a la prisión la mejor solución para reaccionar ante los hechos delictivos, sin perjuicio de otras respuestas alternativas o adicionales como puede ser la expulsión en el caso de los extranjeros. El presupuesto ideológico que da sentido a la preferencia por la cárcel es evidente: el rechazo a todo lo que pueda parecerse a la prevención especial positiva y a todas las tesis que defienden la necesidad de evitar en lo posible la prisión y que, en general, parten de la idea de que el derecho penal debe intentar resocializar al delincuente sin perjuicio de su función asegurativa. Para el populismo punitivo la primera función del derecho penal y obligación del legislador es garantizar la seguridad, y ese objetivo solamente lo cumple adecuadamente la pena privativa de libertad.
La igualdad en la titularidad de derechos y libertades, que cuenta con proclamación constitucional en todos los Estados democráticos, ha ido transformándose en un postulado teórico, cuya existencia nadie discute, pero sin que eso suponga la exigencia colectiva de que sean respetados. No se trata solo de que muchos entiendan que esos derechos y libertades únicamente rigen para quienes respetan el «pacto de convivencia», pero no para quienes lo abandonan o rompen con su conducta delictiva, sino de algo más profundo y diferente de la represión penal. Esa impasividad ante las ofensas a derechos fundamentales es la lluvia fina que va regando el campo en el que arraigan los discursos que priman la eficacia y la seguridad por encima del respeto a los derechos humanos, actitud social que es aprovechada políticamente.