Marco Sifuentes: La maldición del sillón de Pizarro en Perú

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La actual presidenta del Perú, Dina Boluarte, —podría apostarlo— va a acabar presa. No es esta una arenga callejera de la manifestación nacional anunciada para esta semana ni tampoco el deseo del 92% de peruanos que desaprueba su gestión. Mejor dicho, no es solo una arenga ni solo un deseo. Se trata de una certeza política, casi una inevitabilidad estadística. Después de todo, cinco de los seis mandatarios peruanos elegidos desde 1985 han dormido en prisión alguna vez. El sexto, Alan García, se suicidó cuando la policía le tocó la puerta. Alguno, como el exdictador Alberto Fujimori, pasó más años como presidiario que como presidente.

Para todos ellos, el problema de la vivienda está resuelto. Tenemos una cárcel especial para “altos dignatarios”: el penal de Barbadillo, habilitado al lado de un cuartel policial. El año pasado, el Poder Judicial se vio en la necesidad de construir allí una sala de audiencias para los juicios contra sus ocupantes. “Quizá, en un país, no se debiera estar en esta situación de juzgar a sus expresidentes, pero qué vamos a hacer”, dijo resignado el presidente de la Corte Suprema, Javier Arévalo, en la solemne inauguración del recinto.

Barbadillo tiene hoy dos residentes. Uno es el antecesor directo de Boluarte: Pedro Castillo, del cual ella fue su vicepresidenta. El otro, Alejandro Toledo, este lunes fue sentenciado a 20 años de prisión. Se ha probado que recibió unos 27 millones de euros por parte de Odebrecht, la constructora brasileña en el centro de la trama Lava Jato. En teoría dejará la prisión cuando tenga 97 años.

Hace un cuarto de siglo, decenas de miles de personas lo vitoreaban en calles y plazas llamándolo “Pachacútec”, como el emperador más glorioso del Imperio Inca. Pero su popularidad se derrumbó, sus congresistas no fueron reelectos, su partido se evaporó y hasta su mejor amigo, antes de morir, aportó una prueba crucial para su condena. Más que Pachacútec, terminó siendo Ozymandias, como en el poema de Shelley sobre imperios derrumbados (o, si el lector prefiere, como en el episodio de Breaking Bad del mismo nombre).

Boluarte haría bien en verse en el espejo de Toledo. Ciertamente, nadie ha vitoreado jamás su nombre y la única figura de la realeza con la que se le ha comparado es María Antonieta. Es decir, su punto de partida es mucho peor.

La actual presidenta no tiene popularidad ni partidos ni partidarios. Lo único que la sostiene en el poder es un pacto a la guatemalteca, liderado por las Cuatro Familias que controlan el Congreso. Boluarte les sirve para ganar tiempo mientras modifican las leyes que necesitan para perpetuarse en el poder. Y poco más. Nuestra presidenta —para seguir con las imágenes monárquicas— reina pero no gobierna.

¿Cómo es esto posible? La fragilidad de Boluarte es, en realidad, resumen y consecuencia del mismo fenómeno que arrastró hasta Barbadillo a sus antecesores. Los politólogos Alberto Vergara y Rodrigo Barrenechea lo han llamado el “vaciamiento democrático”: cuando una democracia colapsa no por la concentración de poder, sino por lo opuesto.

Y esto podría ser una advertencia a las democracias hoy pretendidamente más estables. Porque en todo el mundo el sistema de partidos está en crisis, sí. Al borde del abismo. Pero en el Perú ya dimos un paso adelante. Estamos en la siguiente fase: cuando al colapso de los partidos le sigue el de los políticos y, luego, el de los partidarios. En el papel, tanto partidos como políticos como partidarios siguen existiendo, claro. Pero solo como nombres. Son palabras huecas. Organismos que siguen rituales atávicos —elecciones, proclamas ideológicas, programas electorales, cosas así— cuya razón y origen han olvidado y cuyo contenido ya nadie pretende que importan.

Y esta es la maldición que habita la Casa de Pizarro: sus inquilinos no entienden el precio a pagar. Lo único que saben es que el tiempo de arrendamiento es corto y hay que aprovecharlo. Si ven las cabezas clavadas en las picas, deciden aferrarse a la esperanza irracional de que ellos —o ella— serán la excepción a la regla. El problema es que este juego es completamente nuevo y nadie comprende sus reglas, si es que las hay. Por el momento, parece una versión larga del dilema del prisionero, solo que el dilema no es tal, porque todos terminan en el mismo lugar.

Tarde o temprano, Boluarte deberá enfrentar su destino. Ya está siendo investigada por las masacres con las que inauguró su gobierno, que costaron la vida de 49 civiles, y también por el caso Rolex, que revelamos en La Encerrona. El primer caso resulta una herida demasiado profunda y el otro, una necedad demasiado frívola, como para dejarlos pasar. Cuando eso ocurra, será una buena noticia. Pero la justicia es solo la justicia. No es la salida. Si Boluarte cae antes de 2026, año en el que culminaría su mandato, con su reemplazo habríamos tenido un total de ocho presidentes —entre electos y transitorios— en menos de una década. Un país así es ingobernable. Quizás las manifestaciones de esta semana sirvan para aglutinar los fragmentos dispersos de una sociedad civil hasta ahora extenuada y apática. Y, quizás, esa sociedad empiece a llenar nuestra democracia otra vez de algún significado. De algún sentido. El camino será largo: la destrucción institucional ha sido grande; pero en algún momento tendremos que empezar.

 

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