Es instructivo asistir a un enloquecimiento colectivo en el que uno no participa, aunque haya compartido el duelo por la tragedia que lo desató. Recuerdo la emoción de formar parte de una multitud silenciosa congregada en uno de esos tibios atardeceres suntuosos de septiembre en Manhattan, llenando todo el espacio de Washington Square, uno o dos días después del ataque a las Torres Gemelas, cuando sobre las calles que se extienden desde el lado sur de la plaza seguía elevándose la columna gigante de humo negro, y el aire olía a ceniza mojada y a materia orgánica pulverizada y en descomposición. Según se hacía de noche se multiplicaban las velas encendidas, igual que las luces en los ventanales de los bellos edificios universitarios. Haber asistido de cerca a aquel golpe de barbarie y deambular entre las personas que exhibían fotos de seres queridos impresas en color, con sus nombres al pie, en los alrededores de los hospitales, por si alguien los había visto, era sentirse identificado con tanto dolor, y rebelarse contra la inconcebible destrucción, de tantas vidas aniquiladas en unos pocos minutos en nombre de una religión apocalíptica. El dolor nos creaba lazos tempranos de solidaridad en aquella ciudad en la que aún éramos extranjeros.
Pero la locura colectiva que vino después nos devolvió a nuestra extranjería europea y española. Todo se llenó inmediatamente de banderas y de exhibiciones de un patriotismo vengativo. Nunca en mi vida he visto tantas banderas, en todas partes, en todos los formatos y tamaños, en la televisión, en los escaparates, en las ventanas, en los coches, en las camisetas, en los pañuelos de cabeza, en las funerarias, en las tiendas baratas de souvenirs y baratijas electrónicas de Chinatown y en las que parecen cofres de vidrio blindado en Madison y la Quinta Avenida. Personas con el pelo muy rizado aprovechaban para atravesarlo con palitos de banderas. Había banderas en los manillares de las bicicletas, en las enormes Harley-Davidson, banderas gemelas en los talones de los patinadores. George W. Bush y su camarilla de halcones aprovechaban la marea belicosa del patriotismo para acelerar la invasión de Afganistán. Alguien que conservaba algo de lucidez vaticinó: “Vamos a bombardear ruinas”.
La locura colectiva siguió creciendo hasta la invasión de Irak. En Afganistán, al menos, había estado Osama Bin Laden, aunque no llegaron a alcanzarlo las bombas que efectivamente cayeron sobre ruinas de una guerra anterior. Hay unanimidades terroríficas: los medios de prestigio participaron en el entusiasmo bélico y en las mentiras que lo alimentaba exactamente igual que los tabloides populacheros. En el Senado el único voto en contra de la guerra fue el de Barack Obama, que empezó a llamar la atención por esa rareza. Hablé con un periodista muy conocido y nada reaccionario de Nueva York, cuando el Gobierno de España retiró nuestras escasas tropas, y me dijo abiertamente que tal vez el motivo de esa retirada era la cobardía de los españoles, que nos habríamos rendido al islamismo después del atentado del 11 de marzo. Le recordé que nosotros llevábamos lidiando muchos años con una banda terrorista sanguinaria y habíamos aprendido que el terrorismo solo se combate con algo de eficacia gracias a las investigaciones de la policía y de los jueces, y con un respeto absoluto por la legalidad democrática. En esa época muy pocas voces se alzaban todavía en Estados Unidos contra el uso de bombardeos indiscriminados, la tortura y las ejecuciones sumarias.
Pasados los años vi un rebrote de aquella locura colectiva de venganza. El silencio del domingo por la noche en una zona tranquila de Nueva York quedó de pronto interrumpido por gritos y petardos, por ese bramido de masculinidad que celebra el triunfo de un equipo de fútbol. Como en 2001 y 2003, la gente coreaba: “U-S-A!, U-S-A!” La noche silenciosa se convirtió en una gran algarabía. Estaban celebrando la noticia del asesinato de Osama Bin Laden, el cumplimiento de una venganza que había tardado 10 años en llegar, y había dejado en su estela centenares de miles de muertos.
El otro día vi las imágenes de israelíes jóvenes y bronceados, bañistas en una playa, saltando y abrazándose por el mensaje que estaban transmitiendo unos altavoces, la muerte del líder de Hamás, Yahia Sinwar, ejecutado en un edificio de Gaza que ya estaba medio destruido por las bombas. En Afganistán, en 2001, los aviones americanos bombardeaban ruinas de otras guerras; en Gaza, la aviación israelí ha perfeccionado aquella estrategia bélica, y bombardea reiteradamente las ruinas que ella misma ha provocado unos días antes, y aterroriza a los fugitivos que han escapado de bombardeos anteriores. No creo que haya una persona decente en el mundo que no comprendiera la rabia y el luto por las víctimas del asalto de Hamás el 7 de octubre, y no sienta asco hacia los signos de alegría con que algunos de aquellos verdugos maltrataban a sus víctimas. Pero tampoco quedarán muchas personas decentes que no se indignen y cierren los puños de impotencia hacia la brutalidad genocida de la venganza de Israel, tan desmedida como la de Estados Unidos después del 11 de septiembre, tan aprovechada también por turbios estrategas y fanáticos de la áspera crueldad del Antiguo Testamento para avanzar en un proyecto explícito no ya de someter al adversario, sino de eliminarlo, en cumplimiento de las consignas de agresión y matanza emitidas en persona por Jehová en los versículos más aterradores de la Biblia. No es un delirio minoritario, o secreto: lo manifiestan en público cada día esos ministros integristas israelíes que llaman abiertamente a la aniquilación o la expulsión de los enemigos palestinos, y esa parte al parecer mayoritaria de la población que aprueba cada nueva escalada de barbarie en la guerra y ha devuelto la popularidad a un individuo tan indeseable como Benjamín Netanyahu. Me acuerdo de los israelíes íntegros a los que he conocido, los defensores del laicismo, los que participan o participaban en organizaciones de defensa de los derechos de los palestinos, los que se manifestaban contra el apartheid en Cisjordania y contra el supremacismo judío. Me pregunto cuántos de ellos resisten sin claudicar a la locura. Me gustaría escuchar de nuevo la voz sensata y triste de David Grossman.