Leila Guerriero: Martín Caparrós y la teoría del todo

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Me gustan muchas cosas de él. La cicatriz de la cara, la cara, su prosa, su manera de intervenir en la conversación, las zancadas largas, la altura, la voz, el fraseo —cuando habla y cuando escribe—, su inteligencia, su mirada, cierta torpeza (estuvo a punto de incendiar mi comedor mientras preparaba una queimada), las casas que le conozco. Pero lo que más me gusta de él es que haya tenido la decencia de vivir en estos años en los que yo también vivo, que sea mi contemporáneo, encontrarlo acá o allá tantas veces. Sé que mueve la patita cuando está por atacar. Sé cómo se le opaca la mirada cuando se irrita con alguien. Una persona me dijo hace poco: “Tú, que eres su amiga del alma”. No, no soy su amiga del alma. Me hubiera gustado serlo. Conozco a varios de sus amigos del alma y sé lo que son para él. Pero es posible que, para mí, él sea lo que es para sus amigos del alma: alguien único. Compartimos mesas redondas, ferias, cenas, almuerzos, aviones, jurados. No creo ser la única que aprendió de él cosas importantes: cómo mirar, cómo acomodar palabras, cómo lograr un estilo, cómo encontrar historias. Nunca me dio una clase, nunca me hizo una sugerencia. Todo lo que me enseñó lo aprendí mirándolo vivir, escuchándolo hablar, sentándome a su lado y compartiendo risas secretas en reuniones serias. Me hice periodista rebobinando hasta el último de los párrafos de sus artículos en los años noventa, preguntándome: “¿Cómo hizo esta descripción, de qué manera y por qué glosa el habla de sus entrevistados?”. Leyéndolo aprendí la importancia de las comas y del punto y aparte; la diferencia de volumen que genera poner una frase entre paréntesis o entre guiones. Su último libro, Antes que nada, habla de su enfermedad —la ELA—, de la muerte y de la vida. La dedicatoria dice: “A los que me quisieron, para que aprendan a olvidarme”. Es tu primera enseñanza fallida, Caparrós. No creo ser la única que no lo va a aprender nunca.

 

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