Las elecciones presidenciales estadounidenses no se parecen a ninguna otra. Tradicionalmente, en los comicios se enfrentan dos candidatos pertenecientes a los partidos Republicano y Demócrata. Estos partidos coinciden a grandes rasgos con la derecha y la izquierda, pero una derecha y una izquierda que no concuerdan con las que conocemos en Europa. La derecha estadounidense es más conservadora y religiosa que cualquier derecha europea; y la izquierda demócrata no es socialista, sino progresista. El socialismo no existe en Estados Unidos, excepto en los campus universitarios. Este esquema de interpretación, que siempre ha funcionado hasta este año, no ayuda a entender el insólito enfrentamiento entre Donald Trump y Kamala Harris. Los dos candidatos no juegan en la misma liga y sus divisiones son radicalmente distintas. Harris es una política clásica, tradicionalmente demócrata, es decir, algo progresista, relativamente receptiva hacia los inmigrantes y hostil a toda forma de discriminación. Considera que Estados Unidos es el líder del mundo libre y que sus intereses siguen estrechamente ligados a los de sus aliados democráticos en Europa y en Asia. En cuanto a la economía, evidentemente no se opone al capitalismo, pero solo propone correcciones marginales para proteger a los trabajadores y evitar la competencia excesiva. Esto no tiene nada de extraordinario si la comparamos con su predecesor Joe Biden o cualquiera de los presidentes demócratas anteriores.
No puede decirse lo mismo de Donald Trump, que ha transformado el Partido Republicano para ponerlo al servicio de sus intereses personales. Es imposible describir el programa de Trump utilizando el vocabulario político tradicional: su mensaje no está elaborado, lo único que cuenta es su personalidad. Trump no es un político, es una marca. Diga lo que diga, sus votantes siguen siendo insensibles a sus provocaciones e incoherencias. Sus fans reconocen en él el símbolo del hombre blanco, de la virilidad, de un Estados Unidos eterno, el del Lejano Oeste de las películas. Trump no disimula su hostilidad hacia las razas que no son blancas, genéticamente inferiores (sic), y hacia los inmigrantes, todos descritos como criminales y violadores (sic). Su intención declarada de eliminar a sus adversarios, de utilizar el poder de la presidencia para vengarse (sic) de todos los que se enfrentan a él, permite a sus votantes expresar los sentimientos más violentos de la sociedad estadounidense.
Me objetarán que esto no es más que retórica de campaña. Pero no es solo retórica de campaña si recordamos que Trump intentó revertir los resultados electorales asaltando el Capitolio cuando perdió. Esta vez asegura que, si no gana, su fracaso solo podría deberse al juego sucio de los demócratas y que sus tropas de asalto no se dejarán engañar. Para asegurar su victoria, que considera históricamente inevitable, recurrirá, si es necesario, al Ejército de Estados Unidos. También piensa apelar a los militares para que pongan orden en las ciudades contra los delincuentes y los narcotraficantes. Y contará con el Ejército para expulsar, manu militari, a los cerca de diez millones de inmigrantes ilegales que viven en Estados Unidos, la mayoría de ellos desde hace muchos años, y casi todos los cuales trabajan allí. Trump también pretende apoyarse en el Ejército para cerrar la frontera con México, donde se presentan cada año medio millón de solicitantes de asilo.
Este uso del Ejército no tiene precedentes en la historia de Estados Unidos. Desde la Guerra Civil estadounidense, el Ejército nunca ha intervenido en los asuntos internos. Su misión es exclusivamente luchar contra enemigos del exterior, fuera del territorio de Estados Unidos, y desde luego no contra ciudadanos estadounidenses. Existe, por supuesto, una Guardia Nacional dentro del país, que depende de los gobernadores, pero solo interviene para ayudar a la población en caso de catástrofe natural, y a veces en caso de disturbios, pero únicamente por decisión del presidente.
Y si Trump pierde las elecciones, aritméticamente, ¿intervendría el Ejército para revertir el resultado? Lo dudamos. Si Trump gana legalmente, ¿llevará a cabo el Ejército su política de limpieza étnica contra los inmigrantes, o incluso contra los ciudadanos de color? También lo dudamos. Los militares estadounidenses, del rango más alto al más bajo de la jerarquía, son extraordinariamente legalistas. Los dos libros que encontraremos en la mochila de la mayoría de los soldados son la Constitución y la Biblia, dos obras igualmente sagradas. El riguroso legalismo del Estado Mayor quedó de manifiesto cuando Trump fue presidente, de 2016 a 2020. En varias ocasiones pidió al Estado Mayor que interviniera para contener los disturbios raciales y también durante el asalto al Capitolio el 6 de enero de 2021. La negativa de los militares fue clara e inequívoca. El jefe del Estado Mayor en aquel entonces, Mark Milley, declaraba recientemente que Donald Trump no era apto para ejercer el cargo y lo tachaba de «fascista hasta la médula».
Por tanto, imaginar que los militares obedecerían órdenes ilegales es una fantasía de Trump. Este Ejército, su cúpula, siempre ha desconfiado de Trump y de su aventurerismo. Es preciso insistir en que, al comienzo de su mandato, el miedo se apoderó del mundo ante la idea de que Trump pudiera utilizar armas nucleares. En aquel entonces, el Estado Mayor emitió un comunicado en el que señalaba que el presidente de Estados Unidos no estaba facultado para pulsar por su cuenta un botón para lanzar un ataque nuclear, porque no existía ningún botón, sino un proceso establecido por la ley. El presidente podía iniciarlo, pero en última instancia, correspondía al Estado Mayor aceptar la decisión del presidente o rechazarla si le parecía descabellada. Del mismo modo, la Constitución prevé que si el comportamiento del presidente se vuelve errático, sus ministros pueden declarar su destitución. Esto se contempló hacia el final de su mandato, cuando Trump dio muestras de inquietud. Teniendo en cuenta su progresiva incoherencia, este artículo de la Constitución podría volver a estar a la orden del día si fuera reelegido.
Que el Ejército, en última instancia, pueda ser el árbitro de unas elecciones dejará perplejos a muchos lectores. En los análisis europeos de la democracia en Estados Unidos, el Ejército es un factor que se pasa por alto. En la práctica, el Ejército es un poder en sí mismo: en los raros casos de contradicciones entre la visión estratégica de un presidente y la del Estado Mayor, gana el Estado Mayor (en Irak en tiempos de Obama, por ejemplo). El único texto fundamental sobre el papel discreto del Ejército fue la declaración de despedida del presidente Eisenhower en 1961. En ella denunciaba la creación de un nuevo poder invisible, la alianza entre los intereses militares y los de la industria armamentística: el complejo militar-industrial. Eisenhower, que había estado al mando del Ejército durante la guerra, sabía de qué hablaba; su análisis sigue siendo válido. Si Trump llegara a la presidencia, o intentara hacerlo rechazando los resultados electorales, la profecía de Eisenhower se haría realidad. Por tanto, huelga decir que la elección de Kamala Harris es deseable para Europa, no porque nos entusiasme, sino porque ella es previsible. Trump no lo es.