El científico publica con 15 años de retraso el libro con el que quería convencer a su padre, escritor y cazador, de que la extinción de especies es un suicidio para la humanidad.
El escritor y cazador Miguel Delibes, antes de dar un discurso importante, solía decirle a su hijo mayor: Ten preparada una copia en la chaqueta y, cuando yo me desmaye, subes tú y sigues por donde yo lo haya dejado. El 25 de mayo de 1975, el padre se puso en pie en el imponente salón de actos de la Real Academia Española, para tomar posesión de su plaza. Lo que sucedió a continuación fue inesperado. En lugar de una disertación sobre literatura, Delibes ofreció un corrosivo discurso ecologista, en el que arremetió contra la codicia veleidosa de una minoría de grandes capitalistas y la brutal agresión a la Naturaleza. Sentado entre el público, listo para intervenir, estaba su hijo mayor: el biólogo Miguel Delibes de Castro. Nunca se desmayó, recuerda ahora.
Hace un par de décadas, con 83 años y convaleciente de un cáncer, el autor de El camino y Los santos inocentes telefoneó a su primogénito para proponerle con timidez escribir un libro juntos. Sería un diálogo, en el que alertarían del calor extremo por el cambio climático, del aumento de los huracanes, de la desertización. Cuando Delibes de Castro, exdirector de la Estación Biológica de Doñana, introdujo el tema de la pérdida de la biodiversidad, el padre le respondió: Mira, hijo, comprendo que te disguste la extinción del lince y que trabajes para evitarla, también me disgusta a mí; pero no puedes comparar su gravedad con la de los otros asuntos que hemos tratado; la desaparición de especies es muy triste pero no dramática, no creo que nos afecte demasiado. El resultado de aquella conversación fue La Tierra herida (Destino, 2005), pero Delibes de Castro se propuso convencer a su padre, con otro libro que fuera un himno a la diversidad de la vida.
El escritor murió en 2010, pero el biólogo ha cumplido su viejo propósito. Su nueva obra, Gracias a la vida (Destino), lleva el mismo título que la célebre canción de Violeta Parra. Delibes de Castro —nacido en Valladolid hace 77 años, mientras su padre escribía La sombra del ciprés es alargada— recuerda que, paradójicamente, la artista chilena se suicidó meses después de componer Gracias a la vida. El biólogo teme que la humanidad siga el mismo camino, según explica en una videoconferencia desde una pensión de Barbate (Cádiz), donde está persiguiendo a un cangrejo invasor.
Pregunta. A su padre le ofrecieron ser el primer director de EL PAÍS y lo rechazó.
Respuesta. Creo que se lo ofrecieron en 1975, no mucho después de morir mi madre. Tenía una gran depresión y estaba muy abatido, con dos hijos relativamente pequeños, de 13 y 15 años, que había que criar. Y Ortega [José Ortega Spottorno, fundador de EL PAÍS] le animó diciéndole que podía ser un estímulo para él. Mi padre lo estuvo pensando seriamente, aunque luego leí alguna entrevista suya en la que decía que apenas lo pensó. Lo cierto es que lo habló con nosotros, con sus hijos, porque estaba muy hundido y pensaba que le podía animar. Pero luego llegó a la conclusión de que, si ya había perdido a su mujer, perder también su ciudad, Valladolid, sus sitios de ir a cazar los fines de semana, su casa…
P. Y su equipo de fútbol.
R. Mi padre era muy seguidor del Real Valladolid, pero cuando empezó a cazar los fines de semana no iba al fútbol durante el invierno. Teniendo yo 7 u 8 años, él hacía unas crónicas muy breves de los partidos para El Noticiero Universal o para la revista Vida Deportiva. Mi abuelo materno me llevaba al fútbol y yo tomaba unas notas para que luego mi padre redactara una croniquilla de 300 palabras. Yo decía: Badenes de cabeza metió el segundo gol. Y mi padre escribía: Badenes, en acrobático salto, cabeceó al fondo de las mallas. Pero no había visto el partido.
P. ¿Usted cree que si su padre hubiese aceptado dirigir EL PAÍS, en vez de Juan Luis Cebrián, la historia de España habría sido diferente?
R. Probablemente Juan Luis Cebrián, u otra persona joven, tenía mejores condiciones para dirigir EL PAÍS en ese momento, porque mi padre tenía 55 años. Era un hombre que había vivido la guerra y la posguerra. Estaba mucho más condicionado por el pasado. Y, sobre todo, estaba muy deprimido. Pasó muchos años sin escribir. Además, mi padre era poco hombre público. Le habría agobiado muchísimo ser director de EL PAÍS, con tantas reuniones y comidas.
P. Su libro se titula Gracias a la vida, como la canción de Violeta Parra, y usted mismo empieza diciendo que la compositora se suicidó. Es paradójico.
R. Se suicidó un año después, enseguida. Yo quería señalar que, en la sociedad occidental, creemos querer mucho a la naturaleza, pero luego la estamos perdiendo, que en la práctica es como un suicidio también. Quería recordar que Violeta Parra se suicidó. Esperemos que los humanos seamos capaces de evitar ese desenlace, porque la destrucción de la biodiversidad supone nuestro suicidio como especie.
P. Su libro es un canto a la vida, pero no a la vida bonita, sino a la poco apreciada: lombrices, malas hierbas, hongos, microbios.
R. Sí, todo el mundo habría estado de acuerdo en dar las gracias a las mariposas o a las golondrinas. Yo pensé en contar que, incluso lo que nos cae mal o nos gusta poco, nos está ayudando.
Si crees que una bondad infinita ha organizado la vida, la crueldad de los parasitoides es dura de asumir
P. Cuenta que el último libro de Charles Darwin, publicado seis meses antes de morir, fue La formación del mantillo vegetal por la acción de las lombrices, con observaciones sobre sus hábitos.
R. Me fascina eso. Su primera intervención en Inglaterra ante los sabios tras regresar de su viaje [la vuelta al mundo a bordo del Beagle entre 1831 y 1836] fue para hablar de las lombrices de la casa de su tío. Y, 50 años después, su último libro sigue siendo sobre lombrices, con todo lo que había hecho por el camino. Es fascinante. Ahora Darwin jamás conseguiría un proyecto de investigación. Hay bromas sobre eso. En una caricatura de Darwin le preguntan: ¿Qué quiere usted estudiar?. Y responde: Pues, bueno, cómo los animales y las plantas cambian despacito. ¿Y cuánto tiempo cree que necesita?. 60 años. Pues vale, no se concede el proyecto.
P. En el libro habla de seres dignos de película de terror, como unas pequeñas avispas parasitoides. Usted cuenta que Darwin escribió a un colega en 1860 y le dijo: No puedo admitir que un Dios bondadoso y omnipotente haya creado deliberadamente a las avispas Ichneumonidae con la intención expresa de que se alimenten dentro de los cuerpos vivos de las orugas. A usted, en vez de un pesimismo ateo, le inspiran un canto a la vida.
R Es que si crees —que no es mi caso— que hay una bondad infinita que ha organizado la vida, esas cosas son muy duras de asumir. Darwin, en el fondo, iba descreyendo, pero no se atrevía a decirlo por no disgustar a su mujer. Y creo que eso fue parte de lo que retrasó mucho que hiciera públicas sus teorías. Esas teorías apuntaban a que no era Dios el que regía la vida en la Tierra, y a su mujer le iba a disgustar muy profundamente. De hecho, así ocurrió. Y estas cosas de la crueldad de los parasitoides, que ponen el huevo dentro de un animal vivo y se lo comen por dentro sin llegar a matarlo para que no se estropee, porque hay que comérselo fresquito, pues le parecía la maldad en su extremo.
P. Usted habla del ser vivo más abundante del mundo, el Prochlorococcus, una diminuta esfera verde en el océano.
R. Es una bacteria pequeñísima. Hasta hace poco no se sabía que existía. Eso fue lo fascinante. Es el ser vivo más abundante del planeta e ignorábamos que existía. Y de esto hace poco más de 30 años. Algunos dicen que probablemente habrá otros más pequeños aún y más abundantes, que no hemos descubierto todavía.
P. Es sorprendente que, incluso más de 30 años después de su descubrimiento, nadie conozca a ese bicho tan abundante.
R. Es muy muy pequeño. Lo desconocíamos porque costaba detectarlo. La bióloga Penny Chisholm dice que todos los Prochlorococcus juntos pesan como 220 millones de coches Escarabajo [un modelo fabricado por Volkswagen].
P. Usted dice en el libro que los zorros plantan árboles, creando paisaje.
R. A los animales que dispersan semillas les llaman ingenieros paisajistas. Son los que diseñan los bordes de los caminos y de los ríos. Los animales van dejando sus cacas y primero sale un matorral, luego ahí se posa un pájaro y deja otras cacas. Y así se van haciendo todos estos sotos arbolados que acompañan a los ríos o bordean los caminos. Vemos con naturalidad que crezca un arbolito nuevo y no se nos ocurre pensar quién lo habrá plantado. Las semillas grandes normalmente las dispersan animales.
P. También cuenta que hay un ser vivo que mide mil hectáreas, bajo nuestros pies.
R. Sí, creo que es el récord del mundo publicado. Son 965 hectáreas, como unos 1.500 campos de fútbol. Y es un solo hongo en Oregón, en Estados Unidos. Calculan que tiene entre 2.400 y 9.000 años, así que lleva aquí mucho tiempo. Es muy llamativo que los hongos puedan ser microscópicos, y los tengamos en los pies o en la cara, y otros puedan tener 1.000 hectáreas de superficie. Es impresionante.
P. Su padre escribió Las ratas gracias a la censura que había en la prensa. No le dejaban denunciar en su periódico la ruina en los campos de Castilla por la sequía y las lluvias torrenciales, así que escribió una novela.
R. Sobre todo quería denunciar la pobreza por la desigualdad social, el abandono al que los políticos tenían sometidos esos pueblos. Lo hacían en El Norte de Castilla, de Valladolid, pero les llamaron la atención. Manuel Fraga, que era el ministro entonces, amenazó alguna vez con cerrar el periódico. A mi padre le decía: Me estás jodiendo el experimento de la libertad de prensa. Y mi padre decía: Hombre, si es un experimento habrá que probar a ver qué es lo que podemos decir. Acabaron poniendo un subdirector del periódico con capacidad para censurar al director, y como mi padre ya era un escritor un poco conocido le dijeron al subdirector: Si Delibes se sale del tiesto, te cesamos a ti, te quitamos a ti el carné de prensa. Este hombre se lo dijo a mi padre, porque eran amigos. Y mi padre dimitió inmediatamente. No podía arriesgar la carrera de otro. Dimitió y decidió contar el abandono del campo castellano en una novela. Y así salió Las ratas.
P. ¿Cree que su libro Gracias a la vida habría convencido a su padre?
R. Lo dudo mucho, creo que no. Habría dicho: Oye, pues sí que es importante, pero tienen que desaparecer muchas especies a la vez para que lo notemos. Cuesta entender que somos 8.000 millones de personas en el mundo y, si cada uno destruye una lombriz por semana, pues ya son muchos millones de lombrices. Y esto vale para los pájaros, para los insectos que matamos con el coche en la carretera… Los expertos que estudian los límites del deterioro que el sistema Tierra puede soportar dicen que, en cuanto a la pérdida de biodiversidad, estamos más cerca del límite que respecto al cambio climático. Mi padre habría dicho: Tus argumentos no son baladíes, no están mal. Pero yo, sin embargo, no llego a creérmelo.
El País de España