De “fantasmagoría” definió Walter Benjamin una posible manera de manera de conocer y de entender. Y llamó a sus escritos, precisamente así: “fantasmagorías”, fragmentos personales con que aprehender la realidad imaginándola. (Benjamin, por cierto, fue, ante todo, un poeta que, independientemente del género ensayístico que utilizó, escribía a partir de una mirada y de una razón esencialmente poéticas. Hanna Arendt se refirió a su lúcida inteligencia sesgada, según ella, por imágenes y conclusiones siempre deudoras de la poesía. “Lo que tan difícil resulta comprender en Benjamin -dice- es que, sin ser poeta, pensara poéticamente”).
Hace un tiempo, leyendo diversos textos para un artículo que escribí sobre Rubén Darío, me encontré con una pregunta que el gran poeta se había formulado en repetidas oportunidades: “¿para qué poetas en tiempos menesterosos?”. En realidad, la pregunta no era suya. Haciéndosela, citaba a Hölderlin, quien en su elegía Pan y Vino, escribe: “Ni sé qué falta hagan poetas en tiempos de miseria./ A pesar de todo, los hay -me dirás./ Y son cual aquellos sacerdotes consagrados al dios del vino, que, de tierra en tierra, en noche sagrada erraban perdidos”. En ese mismo texto, líneas más abajo, Hölderlin menciona, también, a los dioses: “Cierto que viven los Dioses./ Sí, sobre nuestras cabezas, allá arriba, en otro mundo, en acción eterna;/ y en apariencia, despreocupados de si vivimos…”
Dioses y palabras se acercan en estas remotísimas visiones: los poetas son como sacerdotes que vagan por todos los lugares del mundo consagrándose sólo a la labor de su palabra. Los dioses, colocados sobre ellos, los contemplan, los vigilan “despreocupados”. De Hölderlin se ha dicho que su escritura anuncia “la edad de los poetas”; o sea: la de un tiempo capaz de aceptar todas las entonaciones de la voz humana; capaz de reconocer, también, la necesidad de descifrar el mundo en las imágenes con que los hombres lo hemos humanizado.
El Enuma Elish describe el tiempo más remoto como aquél en el cual los dioses y las palabras aún no existían. El antiquísimo texto relaciona, en una misma imagen, un mundo sin voces y un cielo sin dioses. Dioses y palabras serían los iniciadores del mundo humano. De alguna manera, la llegada de los dioses significó algo muy parecido a la llegada de las palabras: una respuesta de los hombres al vacío, a la informidad, a la oscuridad. Dioses y palabras, fueron el nacimiento de los signos y las representaciones; el punto de partida de una ritualización que, desde entonces, ha permitido a los hombres identificar un sentido en el mundo; y, sobre todo, entender su presencia en el mundo a partir de ese sentido.
Heidegger dijo que la poesía era la encargada de convertir el mundo en una morada habitable para los hombres. “La ciencia, la técnica –explica- son, sin duda alguna, méritos; y está el hombre lleno de ellos. Mas no por tales méritos ni por su cúmulo resulta habitable nuestra tierra. Habitable y habitada por hombres, ideas, leyendas, fantasmas, historias: Cultura”.
La palabra poética se emparenta a esa noción de “cultura”; aceptación de que el tiempo humano es el tiempo vivido y construido por las miradas, los sueños, los temores, las ilusiones, las verdades y las palabras de los hombres.