Se acerca noviembre, mes en el que, aparte de mi cumpleaños, ocurrirán sucesos importantes que repercutirán en la política de todo el mundo, incluida, por supuesto, Venezuela. Solo por mencionar una minucia: se darán las elecciones presidenciales norteamericanas. De un lado, Kamala Harris, del otro, Donald Trump. Eso se sabe. También se sabe la profundidad de las diferencias de los dos candidatos. Hay comentaristas que afirman que nunca antes la política norteamericana se había visto tan polarizada. Hay, incluso, autores de cierta trascendencia, como Peter Turchin, que aseguran que EEUU marcha hacia una guerra civil, uniéndose así a varias voces que, desde la década de los ochenta, anuncian la decadencia definitiva del imperio norteamericano.
Tal vez sean exageradas esas visiones apocalípticas, que dan base a pronósticos ficcionales como “El cuento de la criada”, la famosa novela y serie distópica, donde se visualiza unos Estrados Unidos irreconocible, signada por una dictadura ultraconservadora. Pero lo que no se puede negar es que la polarización, caracterizada por una gran irritación en el debate político, parecida a los niveles de agresividad del debate en nuestro país, anuncian grandes perturbaciones y violencia. Más con el precedente del asalto al Palacio legislativo hace cuatro años.
Ya a mediados de la década de los 1960, se había presentado una polarización social y política aguda alrededor de dos tópicos que enfrentaron a los estadounidenses en una pelea que, por momentos, parecía derivar en una “revolución” o en una guerra civil. Los temas del conflicto eran los derechos civiles de los afronorteamericanos y la guerra de Vietnam, con todas sus connotaciones imperialistas. El desenlace de esos conflictos políticos y sociales trajo cambios importantes, atravesando asesinatos (Luther King, Malcolm X, los Kennedy, los estudiantes muertos en Ohio, etc.), el surgimiento de la contracultura, y especialmente la aprobación de las leyes que eliminaban (al menos en el papel) el apartheid racial en las elecciones, en el acceso a la educación y otros derechos de los afronorteamericanos, así como acababan con las “Leyes de Jim Crow” que durante decenas de años habían instaurado esas discriminaciones en el Sur (escuelas para cada “raza”, transportes para blancos exclusivamente, obligación de bajarse de la acera para dejar pasar un blanco, etc.), como continuación del régimen de la esclavitud.
La cuestión de los derechos civiles de los afroamericanos también produjo cambios en la distribución regional de las simpatías políticas que, como en todas partes, respondían a tradiciones que se hicieron obsoletas de un día para otro. Claro que aquellos días de los sesenta eran revolucionarios y, como dicen que dijo Lenin, los tiempos revolucionarios se caracterizan por la aceleración temporal de los acontecimientos. En el caso norteamericano, el sur, tradicionalmente demócrata desde la Guerra Civil, cuando Abraham Lincoln, un dirigente republicano, decretó el final de la esclavitud, fuente de la mano de obra en los grandes sembradíos de algodón, se hizo republicano, y demócratas, las costas Este y Oeste, invirtiendo las tendencias que venían del siglo anterior, debido a que Lindon B. Johnson, un presidente demócrata (sucesor de Kennedy, luego de su asesinato) firmara dos leyes que acababan, al menos formalmente, con la discriminación.
Esos cambios se profundizaron con acontecimientos y procesos, muchos de ellos consecuencias no previstas de la globalización tan celebrada por el neoliberalismo hegemónico, a finales del siglo XX. Hechos inéditos como la elección del primer presidente mestizo (ni siquiera negro) en la persona de Obama, la crisis financiera y sistémica de 2008, que muchos vieron como el análogo del derrumbe del bloque soviético, y sobre todo, la emergencia del poderío económico chino, posibilitada paradójicamente por la globalización comercial y financiera, que permitió que China entrara en 2001 en la Organización Mundial de Comercio, absorbiendo mucho del capital industrial norteamericano, desplazada hacia allá debido al bajo costo de la mano de obra oriental, disciplinada además. Esa “desindustrialización” relativa de los EEUU, provocó desempleo y el desplazamiento de la clase obrera blanca, con lo que aumentó la disposición a aceptar las múltiples “teorías de conspiración” para culpabilizar a las élites globalizadoras y “atlantistas”, que además eran “woke”, es decir, feministas y homosexuales. No es raro, tampoco, el surgimiento, casi al mismo tiempo de la victoria electoral de Obama, del “Tea Party”, una agrupación derechista, enemiga de los impuestos y las políticas de bienestar, además de defensoras de asuntos sensibles como la legalidad de las armas en manos de particulares, una autonomía mayor de los Estados respecto del gobierno federal, la oposición al aborto (reivindicación feminista) y el matrimonio gay. Desde entonces, con el liderazgo de Trump, el Partido Republicano ha acentuado sus rasgos derechistas, hasta lucir como un nuevo fascismo, al decir de la misma Harris y destacados actores de cine. No se olvide que el sur es la tierra del “Bible Belt”, el “cinturón de la Biblia”, la región matriz de muchas religiones protestantes ultraconservadoras (anabaptistas, Testigos de Jehová, Mormones, adventistas, etc.), cuyos representantes, hace poco, llamaron a Trump, un “enviado de Dios”.
Se ha abundado en lo que representa cada candidato, Harris y Trump. De alguna manera, la candidata demócrata representa el ideal demócrata del “melting pot”, la mezcla exitosa de las migraciones y de las razas, la tolerancia liberal, la emergencia de las mujeres y el movimiento LGBT, sistemas de salud dirigidos a los sectores depauperados, pero también el “atlantismo”, la alianza con la OTAN, la defensa de Ucrania ante la invasión de Rusia, la agitación de la bandera de la democracia y los derechos humanos en el mundo. Trump, por su parte, desempeña el rol del populista ultraderechista, racista, anti inmigración, aislacionista, partidario de grandes barreras arancelarias a la importación de otras potencias, especialmente de la china, y (mira tú) cierta debilidad por los “hombres fuertes”, especialmente, Putin.
Este Trump viene siendo la versión norteamericana de una tendencia global que se ha dado en llamar la ultra derecha “nazbol”. Es un movimiento que varía con cada país, pero en general, puede caracterizarse por su cacareada defensa de las tradiciones y adscripciones religiosas de cada país, ortodoxa en Rusia, confuciana en China, protestante en EEUU; una suerte de nacionalismo chovinista que se concierta bien con su política anti-inmigración y su evidente racismo, que insulta, mostrando un miedo histérico a la invasión étnica, a los miembros de “razas inferiores” como los latinoamericanos, los africanos o los islámicos. Así mismo, los “nazbol” profesan su oposición al “atlantismo” (la alianza EEUU-Unión Europea) y a la democracia liberal (como lo expresara hace poco el ideólogo “nazbol” por excelencia: el ruso Alexander Dugin, asesor por largo tiempo de Putin).
También se dice que Trump es “populista”. Hoy se habla de populismo como un fenómeno político mundial. Se mete en el mismo saco a un montón de líderes y movimientos, que van, desde Chávez y Perón, hasta Trump e, incluso, los neonazis alemanes actuales y los intelectuales (¿filósofos?) “nazbol” actuales. Por supuesto, colocarle la misma denominación a movimientos políticos y culturales tan heterogéneos, no es sino otra contribución a la confusión. Los “narodnikis” rusos del siglo XIX, tienen muy poco que ver con, digamos, Rómulo Betancourt, constructor de la histórica Acción Democrática. En todo caso, la liturgia común se desenvuelve en torno al término “pueblo” que, allá y acá, es el principal motivo de la acción, con todo y su leyenda de ingenuidad, pureza y humilde sencillez, propia del romanticismo decimonónico.
En Argentina, patria del paradigma populista del peronismo, apareció un teórico, Ernesto Laclau, quien concibió el populismo, no como un movimiento con unos rasgos característicos, lo cual ahorra el difícil trabajo de ubicarlo a la derecha o a la izquierda, sino como la lógica misma de la política. Y esto lo explica con unos términos y conceptos traídos de la filosofía deconstruccionista de Derrida y el postestructuralismo, por eso lo enredado que a veces resultan sus formulaciones. La política para Laclau, para decirlo breve y sencillamente, sin meternos en largas discusiones filosóficas, no es otra cosa que la lucha por la hegemonía, que consiste en lo siguiente: representar (o “articular”) con un significante “vacío” (o sea, discursos, cualquier “material significativo”: desde palabras, símbolos hasta acciones) todas las demandas sociales posibles, que polaricen el antagonismo entre el “pueblo”, de un lado, y los grupos dominantes del otro. Ahí, por supuesto, cabe el chavismo histórico y, en particular, el madurismo actual.
Sobre todo, debido a las simpatías y afinidades entre Trump y Putin, y las imprevisibles salidas del primero, no sería sorpresivo que, si gana el catire que insulta a los venezolanos llamándolos “bestias”, “criminales” y “narcotraficantes”, busque un gran acuerdo con su colega ruso para repartirse el mundo. Escucharíamos algo así: “Okey, Vladimir te quedas con Ucrania, yo dejo de financiar a la OTAN, busco contigo una paz negociada en Medio Oriente (difícil) con tus aliados sauditas”. En esa distribución, por supuesto, Venezuela queda, como siempre, en el “patio trasero” de los Estados Unidos, un país que se cerraría a la importación de productos manufacturados, no buscaría intervenir en asuntos extranjeros como otrora, que sacaría violentamente a toda la migración latina. Y se quedaría con el petróleo venezolano a precios irrisorios, como aquí hay quien está dispuesto a entregar el subsuelo como una vez lo hizo Gómez. Tal vez Trump hasta llegue a un acuerdo con el tirano de aquí, para llevarse todas esas riquezas a un módico precio, siempre y cuando mantenga a raya los díscolos de la oposición, que quedarían, otra vez, colgado de la brocha.
Pero estoy haciendo “política-ficción”. La realidad, por supuesto, será mucho más dura.