El autor del libro ‘Las palabras de la bestia hermosa’, reflexiona sobre cómo, al hablar de salud mental, hemos puesto el foco en cuestiones cotidianas como el trabajo y la crianza y nos hemos olvidado de los enfermos.
El psiquiatra y profesor Guillermo Lahera está acostumbrado a dar conferencias. También a que algún asistente se le acerque al terminar, quizá para compartir su historia o para hacerle una pregunta. Pero cuando hace unos años fue un anciano a felicitarle, se le cayó el mundo encima y a punto estuvo de echarse a llorar ahí mismo. “Creo que yo traté a su padre”, le comentó el hombre. Efectivamente, 20 años atrás, aquel psiquiatra había salvado a su padre de una grave depresión. Entonces Lahera era un joven estudiante de Medicina. La historia le impactó sobremanera. Quizá por eso, ahora es profesor titular de Psiquiatría en la Universidad de Alcalá y jefe de sección en el Hospital Universitario Príncipe de Asturias. Escribe sobre psiquiatría en EL PAÍS desde 2018. Conoce la enfermedad mental desde lo profesional, pero también desde lo personal.
El caso de su padre es uno de los siete que narra Lahera en su nuevo libro Las palabras de la bestia hermosa (editorial Debate). Más que un manual de psiquiatría, es un compendio de relatos. Cada uno describe una enfermedad a través de la historia de un paciente. Los síntomas se convierten así en relatos. Las patologías se asocian a un nombre y una biografía. El psiquiatra cree que de esta forma puede concienciar sobre las enfermedades mentales, y explicar no solo la realidad de quienes la sufren, sino la forma en la que funciona el cerebro. Es lo que cuenta en una conversación un martes por la mañana en su consulta, en el centro de Madrid.
Pregunta. Habla en su libro de cómo el cine ha reflejado su profesión, desde El silencio de los corderos hasta Alguien voló sobre el nido del cuco. No salen muy bien parados…
Respuesta. Es que la historia de la psiquiatría es muy dura. Muchas veces hemos sido el brazo científico de totalitarismos. En otros momentos hemos colaborado con una institución como el manicomio, que encerraba a los enfermos mentales. Y en otras hemos tenido una relación con las personas con trastornos mentales muy vertical, muy paternalista. Tenemos una historia complicada. Pero la psiquiatría moderna es distinta a todo eso. Quería transmitir a la sociedad que somos una especialidad médica modernizada, humana, cercana con el paciente y que lo que queremos es que el proyecto de vida de nuestros pacientes se lleve a cabo, poner nuestro granito de arena.
P. Tampoco los pacientes salen especialmente bien parados en el cine y me pregunto cómo ha impactado esto en la idea que tiene la sociedad sobre alguien que sufre de psicosis, por ejemplo.
R. Las ideas que gran parte de la sociedad tiene sobre el enfermo mental son muy negativas y eso da lugar a mucha discriminación. El gran desafío es cómo revertir ese estigma. Y creo que la estrategia más eficaz es ponernos en la piel de una persona que tiene un trastorno mental. Psicosis de Hitchcock mira al enfermo mental como espectador, desde el terror. Pero en El show de Truman, el punto de vista es la persona a la que le ocurren cosas. [En esta película de Peter Weir un hombre con una vida aparentemente normal descubre que es el protagonista de un programa de telerrealidad y que todo el mundo a su alrededor, desde su mujer hasta su mejor amigo, son actores] Realmente la película es un delirio contado en primera persona. Y desde ahí sí puedes empatizar y te das cuenta de que cualquiera de nosotros puede tener un trastorno mental. Todos los estereotipos negativos contra la enfermedad mental se disuelven. Eso sucede en la realidad. Cuando un familiar cercano sufre un trastorno mental, los prejuicios caen y nuestra percepción cambia radicalmente. Pero esta reflexión no se hace de forma colectiva. Hemos avanzado mucho como sociedad en los derechos de la mujer, la lucha contra la homofobia o el racismo. Hemos reducido nuestros prejuicios en muchos campos, pero aún nos queda hacer ese recorrido con las personas que tienen un trastorno mental.
P. ¿Por eso estructura su libro a través de historias concretas de sus pacientes? No habla tanto de enfermedades, ni siquiera de enfermos, sino de personas.
R. Tener un diagnóstico psiquiátrico no quiere decir ser un diagnóstico psiquiátrico. Lo primordial es que estamos delante de una persona, de un sujeto que puede tener una serie de alteraciones mentales o síntomas. Pero no hay que olvidar cómo se llaman, qué edad tienen, qué biografía y contexto tienen. Me encanta la frase de [el neurólogo y escritor británico] Oliver Sacks: “Hay que tratar la enfermedad con la sensibilidad de un novelista”. Un médico, cualquier médico, tiene que ver la novela que hay detrás de cada paciente, el relato que encierra cada enfermedad. Los diagnósticos son muy útiles en medicina y la psiquiatría, pero hay que hacer un uso humano del diagnóstico. No puedes decir “bueno, esto es otra esquizofrenia, otro trastorno bipolar”. Distintos casos pueden compartir algunos síntomas, pero está la biografía del paciente. Hay que mirar a la persona más allá del diagnóstico.
P. Describir a la persona para explicar la enfermedad no debe ser fácil. Especialmente cuando la persona es su padre y la enfermedad, una depresión. ¿Por qué decidió incluir esta historia en su libro?
R. Fue un capítulo que me salió de dentro. Si yo estaba hablando de aspectos tan íntimos, tan emocionales y biográficos de las personas que habían confiado en mí, me parecía que lo natural era que también yo pusiera algo personal. Cuando hablamos de una psiquiatría con alma, no nos referimos solo a los pacientes. También el psiquiatra tiene que jugar con su biografía y con sus emociones. En ese sentido, la relación que tenía yo con mi padre era muy profunda. Él tuvo una depresión importante y creo que también es una forma de humanizar la figura del psiquiatra y de transmitir que la línea que divide a las personas con un trastorno y quienes no lo tienen es muy difusa. Todos podemos sufrir una enfermedad mental, o conocer a alguien que lo sufra. Y es importante decirlo.
P. En los últimos años se ha empezado a hablar más de temas de salud mental, no solo de trastornos clínicos. Y no sé si hablar tanto del tema puede hacer que lo banalicemos…
R. De repente, con la pandemia se empezó a hablar muchísimo de salud mental, pero nos olvidamos de las personas con enfermedad mental, y pusimos en el foco en los malestares de la vida: la frustración, el cansancio, el agotamiento… Que son aspectos interesantes, pero no son enfermedades mentales. Y a veces se mezclan ambas cosas y se tiende a psiquiatrizar o a incluso psicologizar estos aspectos, cuando en realidad yo creo que hay un elemento de evitar las emociones negativas que produce la vida. En realidad yo creo que para hacernos más resilientes tenemos que aceptar que tenemos emociones positivas y negativas. La tristeza, la rabia, el asco, la ira, son emociones adaptativas. Es decir, si las atravesamos, si las sentimos, nos ayudarán a recolocarnos en la vida. Poner estos temas en el foco no puede hacer que olvidemos los trastornos mentales. Hay personas muy vulnerables, que están sufriendo. Los profesionales de la salud mental llevamos toda la vida pidiendo que se hablara de salud mental, que se ayudara a estas personas.
P. ¿A qué cree que se debe este cambio de foco? Igual un mensaje más generalista y accesible se comparte mejor en redes sociales. Todo el mundo se puede subir al carro y hablar de sus propios problemas con el trabajo, la crianza o el ritmo de vida…
R. Todo tiene su importancia, pero no es lo mismo tener un autismo severo o un TOC o una esquizofrenia que estar insatisfecho con tu trabajo. Ha habido un boom y se ha generalizado el concepto de salud mental. Y en el proceso se ha olvidado a las personas más vulnerables, aquellas con trastornos mentales. Y esto es algo que es continuo en la historia, al enfermo mental no se le hace caso. Hay mucho por mejorar: cuántos pacientes no reciben psicoterapia, los retrasos y las listas de espera, las dificultades para recibir recursos de rehabilitación, pisos supervisados, empleo protegido… Estamos a tiempo de reenfocar el tema de la salud mental hacia los más vulnerables. Tenemos que darnos cuenta de que este tema tiene más que ver con personas con trastornos mentales graves y que no tenemos que banalizar el término.
P. El consumo de antidepresivos ha crecido un 249% desde el año 2000 en España, según datos de la OCDE. ¿A qué se debe este aumento?
R. Cuando hablamos de malestares de la vida sí que podemos afirmar que se dan demasiados psicofármacos. Es decir, se tratan crisis vitales, problemas de trabajo, crisis matrimoniales, agotamiento existencial o problemas de insomnio con psicofármacos, cuando hay intervenciones psicológicas o mucho más limpias. Pero hay que matizar el discurso, porque en los pacientes con trastornos mentales graves lanzar un mensaje antimedicación es irresponsable. Los pacientes necesitan la medicación, a la dosis mínima necesaria, vigilando muchos efectos adversos, monitorizándolos. Pero la necesitan.
P. Al hablar de los distintos ciclos de un paciente bipolar, llega usted a una conclusión casi filosófica. Dice que “la vida no es en sí misma bonita o triste, sino que las personas tenemos mecanismos para darle sentido e intensidad”.
R. Cuando tratas a muchos pacientes con trastorno bipolar te surge esta reflexión. Porque cuando están estables tienen una visión de la vida, pero cuando están ligeramente descompensados, por ejemplo hacia la hipomanía, de repente la vida cobra un sentido, una atracción, los colores son más intensos… Y luego viene la fase depresiva y se encuentran en un universo inerte, nihilista, donde no tienen ningún propósito. Entonces es inevitable reflexionar, cuando les escuchas, sobre cómo no hay un sentido de la vida absoluto, sino que es tu cerebro el que se lo da. Y es verdad que es un cerebro interconectado, no podemos hablar de cerebros individuales y aislados. El cerebro no funciona de manera individual y, por lo tanto, no enferma de manera individual. Por ejemplo, el delirio siempre tiene una naturaleza social, deliras con lo que para ti es relevante.
P. Y puedes delirar solo o en grupo. En el libro cita el caso de una paciente con trastorno paranoide que acabó en los testigos de Jehová.
R. Su historia ilustra muy bien la relación que hay entre el delirio individual y el fanatismo grupal. Porque el delirio, la característica fundamental que tiene es que el sujeto tiene un grado de convicción total. No cree que le persiguen, sabe que le persiguen. Y en el caso del fanático esto es muy similar. Y encontramos a fanáticos muy a menudo en el día a día. Personas que tiene un sistema de valores y creencias que no someten a crítica. No son conscientes de que sus ideas son producto de su biografía, de sus referencias culturales, de su contexto, sino que creen que han llegado a la verdad. Si sé que tú estás equivocado, entonces se establece una idea de tribu, la de los que tienen la verdad contra los otros, la tribu de los equivocados. Este es el problema del fanatismo, que impide el diálogo. Así que sí, creo que hay una línea que une el delirio con el fanatismo.
P. Entonces, ¿podemos concluir que entre los negacionistas, los complotistas y los miembros de las sectas hay más gente con rasgos paranoides?
R. Indudablemente, ese itinerario hacia el fanatismo que narro en el libro es común. En los grupos paranoides, en los grupos fanáticos, vemos a más personas con estos rasgos. La secta puede dar un cobijo a tu paranoia, valida tu idea de que el mundo está en tu contra. La secta te refuerza y te inserta en una comunidad donde todos piensan igual.
P. En los años setenta y ochenta se llevó a cabo en España y en el mundo, la reforma psiquiátrica. Se cerraron los manicomios, lo cual fue muy positivo, pero el peso de cuidar a los enfermos recayó en las familias, que a veces se ven desbordadas. No sé si se partía de una idea excesivamente idealista. ¿Cuál debería ser la solución?
R. La reforma psiquiátrica fue un hecho de enorme valor. Y la verdad es que admiro profundamente a los líderes que la llevaron a cabo. Pero creo que en un momento dado quizás se quedó incompleta. Tenemos que completar este proceso de reforma pensando en los más vulnerables y dotándoles de las herramientas que necesitan para una mayor integración que no se ha acabado de producir. Estamos mejor que en la época manicomial, evidentemente, pero todavía hay un margen de integración en la sociedad. Pero para ello se necesitan ayudas.
El País de España – Enrique Alpañés