José Luis Sastre: Una angustia indecible

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Cada octubre, con las lluvias, mi madre dejaba a mano una linterna blanca y verde, con una agarradera y una luz intermitente en lo alto, porque lo habitual era que se fuera la electricidad y que lloviera tanto que se suspendieran las clases. En la radio, que funcionaba a pilas, lo llamaban gota fría, y esas dos palabras provocaban algo que yo había visto tan a las claras muy pocas veces: el miedo. Por instinto, cada uno sabía lo que había que hacer en cuanto caían las primeras gotas. Se bajaban las persianas y se subía a las plantas más altas. Se subía el volumen del transistor.

En la ribera del Júcar crecimos así, entre calles marcadas con placas que indican hasta donde llegó el agua de las últimas riadas y con el trauma de la pantanada del 82, cuyo recuerdo se preserva en la memoria de varias generaciones. En Valencia sabemos lo que son las inundaciones y la fiereza del agua. Hemos achicado el barro con escobas y con cubos. Con las manos. Hemos llevado mantas a los desalojados y hemos calculado el valor de los destrozos. Pero esto de ahora, inabordable, no lo habíamos visto nunca. Esto no fueron torrenteras o inundaciones en zonas concretas. Tampoco coches agolpados ni puentes que se llevase la corriente. Ni tornados o ríos al borde de sus cauces. Fueron todos los elementos juntos.

El martes por la noche se fue la luz, como entonces. Se fue también la cobertura, lo que dejó a miles de personas a la intemperie real y figurada. A la radio empezaron a llamar familiares en busca de noticias de otros familiares y afectados que intentaban tranquilizar a los suyos desde lugares desconocidos que ni siquiera sabían si eran seguros. Los grupos y los mensajes de WhatsApp empezaron a llenarse de las preguntas que nunca significan nada hasta que, de pronto, empezaron a significarlo todo: ¿Cómo estáis? ¿Estáis todos bien?

Miles de vecinos pasaron la madrugada y la mañana llamando a quien podían y sin saber a quién llamar, esperando solo un OK, una respuesta o, incluso, una hora de última conexión al móvil con la que cerciorarse de que el otro, aunque no respondiera, al menos se había conectado a su teléfono. Fueron horas de angustia y de espanto, a la espera de un mensaje o de una llamada. A la espera de cualquier cosa. Esa velada de insomnio nos removió un miedo que era, a la vez, nuevo y remoto, ante la evidencia de que esta tragedia que hemos vivido tantas veces nunca la habíamos vivido antes.

Ahora, la provincia de Valencia afronta el duelo y las preguntas, y también el reto de una reconstrucción inédita que no será sólo material. Pero, en medio de un dolor indecible que se percibe en la misma boca del estómago, ese pueblo que creció en la ribera de los ríos se ha vuelto a demostrar a sí mismo y a los demás la vigencia de su principal valor: la solidaridad por la que cientos de desconocidos se tendieron la mano en la peor hora de la noche.

 

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