La investidura de Masud Pezeshkian como presidente de Irán el pasado 30 de julio despertó una cierta expectativa. La muerte de su predecesor en un accidente de helicóptero dos meses antes había abierto un inesperado escenario en el controlado régimen iraní.
Durante la campaña, Pezeshkian sorprendió al prometer mejorar las relaciones con Occidente y suavizar las restricciones sociales. Para unos, permitir su elección era un signo de que el líder supremo buscaba un cambio de rumbo en la maltrecha economía del país. Para otros, un mero truco para revertir la decreciente participación electoral de una población cada vez más desencantada. El asesinato ese mismo día en Teherán del líder político de Hamás, Ismail Haniya, eclipsó el debate y la sorpresa de que el gobierno volviera a manos de un moderado.
También puso de relieve la cuerda floja en la que vive la República Islámica debido a su enfrentamiento con Israel (a quien se atribuye la operación que mató a Haniya) y Estados Unidos, a través de milicias interpuestas, como la palestina Hamás.
Son esas peligrosas alianzas externas las que amenazan la supervivencia del régimen más que las tensiones internas que revelan las repetidas protestas populares contra sus abusos. Al menos, mientras a los dirigentes no les tiemble el pulso para reprimir con dureza a quienes osan levantar la voz sea por las penurias económicas o laborales, sea como el otoño de 2022 cuando la muerte de una joven kurda, Yina-Mahsa Amini, detenida por no cubrirse adecuadamente, impulsó una oleada de manifestaciones sin precedentes por todo el país.
Medio millar de muertos, 22.000 detenidos y un número indeterminado de heridos lograron apagar las protestas y devolver el descontento a las conversaciones en voz baja. Desde fuera, la brutalidad de la actuación policial y la dureza de los juicios posteriores (diez de cuyas condenas a muerte ya se han ejecutado) resultan desproporcionadas ante el desafío.
Dado el coste humano y reputacional, ¿no hubiera sido más fácil ceder y levantar la obligatoriedad de que las mujeres se cubran el cabello y las formas del cuerpo? No para un régimen que ha hecho del hiyab uno de sus pilares. En la República Islámica, el velo no es un imperativo religioso, sino político. Renunciar a él sería abrir las puertas a otros cambios de más calado. El lema de las manifestaciones, “Mujer, vida, libertad”, lo confirmaba.
Es cierto que en esta ocasión el eco internacional fue mayor, pero no ha sido la primera vez que los iraníes protestan contra el aparato islámico que los gobierna. Desde 1979, sus expectativas han cabalgado una montaña rusa. A las promesas de justicia social y democracia de la revolución que derribó a la monarquía, siguieron las privaciones y el sacrificio de la guerra contra Irak (1980-1988).
Tras aquella década perdida, también las esperanzas de una transformación desde dentro del sistema quedaron defraudadas. Ni el pragmatismo del presidente Ali Akbar Hachemi Rafsanyani, ni los modestos planes reformistas de su sonriente sucesor, Mohamed Jatamí, lograron vencer los recelos del poder hacia la mínima apertura. El búnker ultraconservador que controla las palancas del Estado (fuerzas armadas, judicatura y radiotelevisión) dejó de jugar a la democracia a raíz de las protestas que en 2009 cuestionaron la reelección del presidente Mahmud Ahmadineyad.
Desencanto popular
El desencanto popular se ha reflejado en la decreciente participación en los comicios que se han sucedido a partir de entonces. Desilusionados con la situación económica, las restricciones sociales y el aislamiento de Occidente, muchos iraníes han concluido que el sistema no tiene reforma posible, por lo que se abstienen de votar para no legitimarlo. La desconexión es máxima entre los jóvenes que, a pesar de la censura, han crecido saltándose proxies y bloqueos. Pero incluso sus formas alternativas de crítica (pintadas, hackeos…) apenas constituyen un irritante para el régimen. Su estabilidad sólo correría peligro si el malestar encontrara eco entre las élites gobernantes, algo que hasta ahora no se ha visto.
¿A qué nos referimos con régimen iraní? A una oligarquía que usa el islam (en su rama chií) como coartada. Se trata de un complejo entramado institucional al frente del cual se sitúa un dirigente religioso con poderes políticos, desde 1989 el ayatolá Ali Jamenei. La peculiar configuración de la República Islámica proclamada tras la revolución se tradujo en una estructura de apariencia bicéfala, pero en la que las instituciones islámicas terminan por limitar o anular las republicanas. Así, la autoridad del jefe del gobierno (elegido por sufragio) queda sobreseída por dicho líder supremo, a quien designa de por vida una cámara de religiosos. Las decisiones del Legislativo (elegido por sufragio) tienen que ser validadas por el llamado Consejo de Guardianes, seis alfaquíes nombrados por el líder supremo y seis juristas elegidos por el Poder Judicial. Poder Judicial cuyo jefe designa el mismo líder supremo, quien además encabeza las Fuerzas Armadas.
Las relaciones exteriores de la República Islámica también han sido una montaña rusa, en especial con Occidente. Primero, la toma de la Embajada de Estados Unidos supuso la ruptura de relaciones con la gran potencia mundial de la que Irán había sido un importante aliado durante la monarquía. Ese hecho, en clara violación de la Convención de Viena, aumentó los recelos sobre la revolución que sus vecinos árabes, en especial el reino saudí, ya veían con desconfianza por su carácter islamista y el temor al contagio. De ahí que apoyaran a Irak en su guerra contra Teherán. Los nuevos gobernantes iraníes dieron además otro importante giro a su política externa al romper con Israel y negarle su legitimidad como Estado, poniendo fin a la amistad de la era Pahlevi. La entrega de la Embajada israelí a la Organización para la Liberación de Palestina señaló otro de los pilares del recién estrenado régimen: el apoyo a la causa palestina le iba a servir de palanca en su relación con el mundo árabe e islámico. El eslogan de “¡Muerte a Israel!” acompaña al de “¡Muerte a América!” en todas las manifestaciones oficiales.
El final de la guerra con Irak abrió una etapa de mayor pragmatismo, que se acercó a la luna de miel durante la presidencia del reformista Jatamí y su colaboración pasiva con EEUU en la invasión de Afganistán. Hasta que en el verano de 2002 salió a la luz que Irán escondía un programa nuclear secreto. Aquella revelación eclipsó los avances que la República Islámica había hecho con Occidente y exigió que sus esfuerzos diplomáticos se centraran en disipar las sospechas de que buscaba dotarse de armas atómicas. Los hechos, sobre todo bajo la presidencia de Ahmadineyad (2005-2013), indicaban lo contrario. La comunidad internacional castigó ese desafío con durísimas sanciones económicas. En paralelo, la animadversión hacia Israel se transformó en una hostilidad activa: los gobernantes iraníes y los israelíes elevaron la retórica de sus amenazas y las operaciones encubiertas. Mientras Teherán apoyaba a los grupos palestinos que hostigaban al Estado hebreo, Tel Aviv saboteaba las instalaciones nucleares iraníes e incluso asesinó a varios de sus más destacados científicos (sin reconocerlo públicamente).
El anuncio, 13 años después, de que Irán había firmado un acuerdo con las seis grandes potencias (incluido Estados Unidos) para limitar su programa nuclear a cambio de que se levantaran las sanciones, inyectó un chute de optimismo en una población que se sentía injustamente castigada. Apenas fue un espejismo. Al poco de llegar a la Casa Blanca, Donald Trump sacó a su país del pacto vaciándolo de contenido. El chasco dio alas a los sectores más radicales del régimen iraní, que se sintieron reivindicados en su recelo hacia Occidente en general, y Estados Unidos e Israel en particular. Desde entonces, han dado marcha atrás en sus compromisos y acercado su producción de combustible atómico al necesario para construir una bomba.
El peso del ejército
Al mismo tiempo, ha ido aumentando el peso de los militares. O más precisamente, del ejército ideológico que el fundador de la República Islámica, el ayatolá Jomeiní, formó como contrapeso a unas Fuerzas Armadas heredadas del shah y de las que no se fiaba. El Cuerpo de la Guardia Revolucionaria Islámica, también conocidos por el término persa Pasdarán, se ocupó tras la guerra no sólo de asegurar las fronteras sino de levantar las infraestructuras. Poco a poco amplió sus intereses económicos y, a pesar de la prohibición expresa de la Constitución, también su presencia en la política a través de oficiales retirados. Bajo la manoseada expresión de “régimen de los ayatolás”, a menudo se olvida que el verdadero poder hace tiempo que no radica en unos ancianos clérigos anclados en valores anacrónicos, sino en la élite militar de los Pasdarán, cuya implicación en la economía constituye un importante obstáculo a la apertura del país.
Al control sobre el controvertido programa nuclear y el de misiles, los Pasdarán suman además la política exterior, en especial la regional. En ese contexto se entiende la red de grupos armados que, bajo la etiqueta de “eje de resistencia”, Irán ha fundado, alentado o apadrinado en la zona. No todos son iguales. Pero del Hezbolá libanés al movimiento hutí de Yemen, pasando por el Hamás palestino, las Unidades de Movilización Popular iraquíes o los paramilitares sirios, todos le sirven para avanzar en sus intereses a la vez que actúan de parapeto en caso de que se le pidan cuentas por sus acciones. La fórmula no es nueva, pero Teherán ha logrado dotarla de cohesión ideológica en torno al rechazo a la existencia de Israel y a la presencia militar de Estados Unidos en su vecindario.
No hay constancia de que las altas instancias iraníes conocieran de antemano el brutal atentado de Hamás el 7 de octubre de 2023. Aun así, tanto Israel como EEUU y otros países occidentales corresponsabilizaron a la República Islámica por su ayuda política, militar y financiera a ese grupo palestino, que tanto Washington como la Unión Europea incluyen en su lista de organizaciones terroristas. Teherán ni siquiera se molestó en esconder sus simpatías al respecto. “Apoyamos las encomiables operaciones Tormenta de Al Aqsa”, se apresuró a declarar el general Rahim Safavi, máximo asesor militar del líder supremo. Asimismo, el ayatolá Jamenei ha elogiado el ataque terrorista en varias ocasiones. En paralelo, sin embargo, la diplomacia iraní se movilizó para trasmitir a sus vecinos y a países intermediarios con Occidente que no tenía ningún interés en una guerra regional.
El régimen islámico, maestro en el uso de la retórica y de los mensajes ambiguos, contaba con las milicias del “eje de resistencia” para cumplir ante sus fieles con las promesas de apoyo a los palestinos, mientras intentaba evitar que el incendio le alcanzara. Todas las miradas se volvieron hacia Hezbolá, la joya de la corona de dicha red auspiciada por Irán. Ese grupo, que se vanagloria de la retirada de Israel del sur del Líbano en el año 2000 y de haber resistido la guerra de 2006, continuaba azuzando a su vecino meridional sin traspasar un cierto umbral para no desatar otra guerra. ¿Iba ahora a subir el nivel en apoyo de sus hermanos palestinos?
¿Iba a arriesgarse Irán a poner en peligro su mejor baza en Oriente Próximo? Los primeros cohetes de la milicia libanesa, el 8 de octubre, cuando las fuerzas israelíes lanzaron el brutal asalto a Gaza, parecían indicar lo contrario. Se dirigieron a las Granjas de Shebaa, una zona cercana a las fronteras de Líbano y Siria. Las Fuerzas Armadas de Israel respondieron bombardeando posiciones de la milicia en las proximidades. Desde entonces, sin embargo, los enfrentamientos entre ambos han subido de nivel obligando a evacuar varias localidades del norte de Israel y las represalias de éste han llegado hasta el feudo de Hezbolá en el sur de Beirut, donde el pasado 30 de julio mató a uno de los más destacados comandantes de esa milicia, Fuad Shukr.
La venganza de Jamenei
Apenas 24 horas después, se produjo el asesinato de Haniya, una operación que Israel ni reconoce ni desmiente. El ayatolá Jamenei prometió venganza. No es la primera vez. Ya lo hizo el pasado abril tras el misil contra su consulado en Damasco, también atribuido a Tel Aviv y que mató a varios altos cargos militares iraníes, entre ellos el general Mohammad Reza Zahedi, enlace clave con Hezbolá. Entonces, Teherán optó por los fuegos de artificio: el primer ataque directo a Israel desde suelo iraní fue un llamativo espectáculo de drones y cohetes, sobre el que informó de antemano a sus vecinos para que advirtieran al destinatario y minimizar el riesgo de escalada. Días después, ignoró la simbólica represalia israelí. Consideraba que había restaurado su capacidad de disuasión y potenciado su imagen.
No contaba con el empecinamiento del primer ministro israelí, Benjamín Netanyahu, que ve en la República Islámica una amenaza existencial para su país y un objetivo fácil para ocultar sus propias dificultades internas. El asesinato de Haniya fue un golpe doble: a la cabeza del “eje de resistencia” y a las negociaciones para un alto el fuego que el líder político de Hamás respaldaba. A pesar de la inevitable promesa de venganza de Jamenei, los dirigentes iraníes no se apresuraron. Daban a entender que su respuesta dependía de ese elusivo alto el fuego. Tal vez, sólo trataban de ganar tiempo. Pero aunque tras el bombardeo a su consulado en Damasco demostraron estar dispuestos a elevar el tono si se les provoca o se sienten amenazados, da la impresión de que algo más ha frenado la reacción de la Guardia Revolucionaria: el temor a caer en una trampa que haga caer la continuidad del régimen.
Todo este peligroso tira y afloja ha puesto en evidencia la vulnerabilidad del sistema de disuasión iraní mediante proxies o intermediarios. La República Islámica lleva años confiando en que las milicias aliadas, sobre todo Hezbolá, desalentaran un ataque israelí a sus instalaciones nucleares. Ahora, después de que en abril rebajara el umbral de conflicto al responder a Israel aún a riesgo de una represalia contra su territorio, sus opciones se reducen.
Si repite la jugada y esta vez Netanyahu no se conforma con un ataque simbólico, aumentan las posibilidades de que tenga que recurrir al “eje de resistencia” y esa red pierda su potencial disuasivo. En caso de una operación a gran escala de las milicias, Tel Aviv no tendría nada que perder bombardeando los centros del programa atómico iraní.
A pesar de la opacidad que caracteriza a la República Islámica, parece claro que no le interesa agravar el conflicto hasta el punto de que sus fuerzas se vean implicadas, porque eso pondría en riesgo su supervivencia. Además, la guerra de Gaza ha agravado las divisiones internas. A diferencia de la agresión iraquí que en los años ochenta del siglo pasado aglutinó a los iraníes, el respaldo del establishment a Hamás despierta pocas simpatías en una sociedad sacudida por una profunda crisis económica y una creciente represión. A la vez, resulta difícil saber cuál es el umbral de aguante de un régimen humillado en su propia casa.
El nuevo portavoz de los Pasadarán, Mohammad Ali Naini, ha hablado de “una larga espera” para Israel. La incertidumbre forma parte de la guerra psicológica de la que Naini es especialista. Como sucede en las montañas rusas, el vértigo se siente en cada bajada.