Estaba leyendo un libro odioso que le gustaba a mi profesor de literatura, no a mí. Tendría, no sé, 12 o 13 años y esa actividad formaba parte de los trabajos del verano. Para que no perdiéramos músculo, decían. ¿Qué músculo? Iba por la página 42 cuando una mosca se posó en la de al lado, la 43, y empezó a recorrerla de forma errática, como una madre que ha perdido a su hijo en el parque de atracciones. Se movía la mosca entre los sustantivos y los verbos como la mujer entre la gente. Cuando alcanzó la zona de la ingle, como aquel que dice, del volumen, lo cerré de golpe y la aplasté. Al abrirlo de nuevo, había una mancha roja porque las cabezas de las moscas tienen mucha sangre. Las patas parecían pedazos de un alfabeto roto.
Creí que sería castigado por ello. Que se morirían mis padres, o que yo mismo sufriría un accidente: que me ocurriría algo horroroso, en fin. Pero no ocurrió nada ese día ni los siguientes, solo que, para conjurar el sentimiento de culpa, terminé el libro, que acabó gustándome, y que me convirtió en lector. Jamás he olvidado aquel instante, aquellas páginas. Tal vez ese haya sido el castigo, que tampoco es tan grande: me permite escribir estas líneas por las que cobraré un salario a fin de mes. Significa que no hay justicia en este mundo. Me iré a la tumba sin haber pagado por mi crimen.
Quizá, pienso a veces con una sonrisa nostálgica, me reencarne en mosca y tenga una muerte parecida. No me cuesta trabajo imaginarme entre las páginas 42 y 43 de un libro que sujeta un adolescente entre las manos. Levanto mis ojos multifacéticos de insecto y veo el rostro del joven, que se parece a mí, en el instante de cerrar con violencia la novela. De súbito, se apaga la luz, me muero y ya está: se terminó ese remordimiento antiguo. Pero hay otros, tengo una larga lista de remordimientos porque no logro abandonar la idea ingenua de que hay alguna forma de orden al que debo una reparación.