David Trueba: La catástrofe de Valencia en España

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Nos educamos viendo películas de catástrofes. Desde los orígenes del cine, se han filmado historias que evocan la ruina de Pompeya, el terremoto de San Francisco, el derrumbe de un edificio colosal, huracanes y tempestades, accidentes aéreos y, por supuesto, el hundimiento del Titanic. En general gustan más las películas de catástrofes basadas en catástrofes reales, porque en el arte del engaño la verdad es un condimento imprescindible. Pero también la mente juguetona de los guionistas ha promovido ficciones pavorosas sobre el apocalipsis y el ocaso de los mundos, sobre invasiones extraterrestres y la destrucción se alza como la más definitiva de las bellas artes. Un amigo mío me preguntó hace años si era imprescindible para ser director de cine que te gustara mucho romper cosas. Para los niños romper los juguetes es el equivalente a la búsqueda del sentido a la vida de los adultos. En el cine lo más metafísico es una persecución de coches en la que al final se estrella contra el escaparate de un comercio.

El problema de los cuentos de catástrofes es que los cuentan los vivos. Los muertos no hablan. Y, por lo tanto, ingenuamente, nos creemos que hay finales felices. Como si bastara la superación y el esfuerzo para sobrevivir. La ficción suele ser consoladora. A la bofetada le sigue una caricia. La realidad, no, la realidad es un bofetón seguido de un empujón escaleras abajo. Vivimos bajo el afán incesante por olvidar que la naturaleza es superior a nosotros. Nos han contado tantas veces que al final el protagonista y su familia se reúnen a salvo tras superar mil vicisitudes que no podemos evitar echarle la culpa a las víctimas de su destino. Todo ello porque los muertos no hablan, no pueden contar, no pueden decir, con toda la parsimonia que concede la eternidad: aquí te espero, colega.

El canto de las víctimas de la última riada mortal en el Levante es un canto a la impotencia, al desespero, a la bárbara luz que nos alumbra para mostrar nuestra propia pequeñez. La gozosa España mediterránea está en proceso de perder la cosa que más enriquece nuestro país: su clima. El clima nos ha hecho lo que somos, ha conformado nuestro carácter, nuestra alegría y nuestra solidaridad en lo fatal y ha dotado a nuestro entorno familiar de las virtudes que reconocemos como patria. Y por si esto fuera poco, en las últimas décadas además el clima ha nutrido la mayor empresa que jamás ha tenido este país en términos contables, que es el turismo. Todo eso lo vamos a perder poco a poco. Envidio a quienes lo niegan, porque descansan tranquilos en su pereza mental, sin la menor preocupación por lo que les espera a nuestros nietos. A mí me gustan las películas que cuentan la transformación inteligente de una mentalidad equivocada. Me gusta, más que contar la catástrofe, recordar que conviene anticiparse a lo trágico, que sale a cuenta hacerse las preguntas incómodas antes de que te lleguen las respuestas de sopetón. Pero la prevención no es fotogénica, se considera una virtud blanda y aburrida, por eso en regiones ricas de nuestro país hemos aceptado el tercermundismo de nuestros servicios sanitarios, cívicos y formativos como si fuera imposible revertir esa degradación. Estamos suscritos a la épica, a los héroes con su individualidad satisfecha, a la supervivencia extrema y a la emocionalidad desbordada por más que llegue siempre tarde y mal.

 

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