Este escritor medio solitario, Eduardo Sánchez Rugeles (46 años, separado, un hijo), sabe retratar como nadie a los jóvenes de la clase media caraqueña que han formado parte de la diáspora, en sus afanes y en su neolengua, pero también sabe bajar a los desagües de la amoralidad urbana. El país que se ha venido haciendo mientras el chavismo destruía sus cimientos se convierte, a través de él, en literatura y narración cinematográfica.
Lo mejor de Eduardo Sánchez Rugeles, además del talento imaginativo, es su independencia. Es ajeno a cualquier clase de rosca. Aquí habla de su experiencia migratoria y ventila sus opiniones políticas. Pero, sobre todo, la razón de esta entrevista es que está pensando en su país, del cual salió hace 17 años. Y esa reflexión llena de lecturas tiene una concreción práctica.
Sánchez Rugeles vive en Madrid y es uno de los escritores de las nuevas generaciones más exitosos y prolíficos, aunque los españoles no se hayan enterado. Ahora es más guionista que propiamente escritor, se mueve por el distrito Retiro porque da clases en un instituto especializado ―Escuela TAI de Artes de Madrid― y se mantiene, fiel a su temperamento, concentrado en lo suyo, bastante alejado de las relaciones públicas. Ha sido premiado por sus novelas Blue Label/Etiqueta Azul y Liubliana; sus tramas han dado lugar a películas que, a su vez, han sido premiadas.
―Estás desarrollando un programa presencial denominado «Comprensión de Venezuela a través de sus letras», dando un curso bajo esa premisa o a partir de ese tema. ¿Puedes explicar cómo se te ocurrió?
―Tengo un especial interés en mirar hacia atrás e identificar autores que en mis años universitarios desprecié porque tenía otros intereses o por lo que fuera. Autores como Manuel Díaz Rodríguez, Rufino Blanco Fombona, Rómulo Gallegos, Teresa de la Parra, José Rafael Pocaterra… La experiencia migratoria me hizo mirar las cosas desde otro lugar, volver sobre mi país con desasosiego, desconcierto, haciéndome preguntas como por qué esto es así o cómo llegamos a esto.
―¿Puedes ubicar en el tiempo ese cambio?
―Yo llegué a España en 2007, diría que desde 2010 o 2011 ya tenía esta curiosidad. Estaba haciendo una maestría en Estudios Latinoamericanos en la Universidad Autónoma de Madrid. Empecé a leer obras que yo sabía que estaban ahí: Canaima, Cantaclaro, El hombre de hierro… O las había leído en la Escuela de una manera muy superficial. Ahora las veía con otra curiosidad. Esto que nos está pasando ya muchos autores lo habían sufrido o avizorado.
―Por eso Blanco Fombona se vino para acá.
―Claro, él huye de Gómez y tiene su largo exilio europeo, entre Francia y España sobre todo. El libro de Boersner le sirvió mucho, Rufino Blanco Fombona: entre la espada y la pluma. Y luego está Rómulo Gallegos, quien escribe Canaima, Cantaclaro y Pobre Negro, las tres en sus veranos gallegos, lo que para él es el cénit de la creatividad del escritor.
―No vas a Venezuela desde 2016, pero sigues los acontecimientos. ¿Qué te parece lo que está pasando?
―Bueno, me ha producido trasnocho, angustia, incertidumbre.
―¿Esperanza?
―También. Pero moderada, con pinzas, por las cosas que han pasado antes. Hay expectativa, hay ilusión, pero uno se protege sentimentalmente. Creo que esos tipos actúan de mala fe y van a hacer todo lo posible por conservar el poder. Debemos ser muy cuidadosos con lo que puede ocurrir y tener absoluta conciencia acerca de la maldad del adversario. Yo me siento totalmente identificado con María Corina Machado y su gesta, pero me preocupa la villanía del otro y el agotamiento del pueblo. También nuestra facilidad histórica para cometer errores.
Fue mal estudiante en bachillerato, asistía a clases porque se lo imponían sus padres pero «siempre fue una experiencia ominosa». Lo que le gustaba era el cine, y del cine, sobre todo lo fantástico. Luego pasó al drama y al thriller pero, en esencia, sus dos grandes películas hasta ahora son eso, dramas de la juventud venezolana. Sánchez Rugeles tiene oído y sensibilidad. Dirección opuesta ―basada en Blue Label/Etiqueta Azul― tuvo dificultades de exhibición por culpa de la pandemia, ya que se estrenó en 2020. Su estreno oficial fue en un festival de cine en California. Se planificaron tres exhibiciones y solo se pudieron hacer dos; sin embargo, obtuvo un premio del público en el Festival de Cine de Chicago, en Seattle arrasó con los premios y participó, además, en festivales de San Francisco y Nueva York.
―¿Cómo fue tu paso de las letras al cine?
―Siempre quise dedicarme al cine. Pero lo que uno podía estudiar en los noventa, gustándome el cine como me gustaba, era Comunicación Social, que tenía la parte audiovisual. Pero no me daba el promedio, así que entré en Letras, y al estudiar Letras dejé el cine ahí, arrimado. Pasó el tiempo, me gradúo, publico Blue Label en 2010 e inmediatamente recibo la propuesta para adaptarla al cine de Alejandro Bellame. Le dije que sí pero que quería formar parte de la escritura del guion.
A continuación, además, le pidió que le enseñase sus herramientas para desarrollar guiones. Así lo convinieron. De modo que tuvo su proceso de aprendizaje, al que se incorporó Claudia Pinto Emperador, que era alumna de Bellame, y otro guionista de experiencia, Hernán Jabes Águila. Pinto Emperador se había formado en España y ganado el premio Goya por La distancia más larga. Jezabel, basada también en un libro de Sánchez Rugeles, fue el siguiente proyecto realizado. Se estrenó en 2022, estuvo en los festivales de Miami y Barcelona. En este último el actor principal se llevó el premio en su categoría: Gabriel Agüero. Competía con Gerard Depardieu y otros grandes del cine internacional.
Jezabel es profundamente descarnada y violenta, a ratos podría advertirse cierta huella de Quentin Tarantino, se relaciona con la pérdida de valores de la juventud venezolana y le generó reticencias en parte del público.
―¿Cómo es tu proceso de creación de una novela o de un guion?
―Soy bastante disciplinado cuando comienzo a trabajar. Me planteo etapas: hay una primera que es la de la invención o creación de la historia, el argumento y los personajes, que esa sí es como la fase más indisciplinada porque no tengo una rutina; simplemente voy como pensando. De repente estoy en el metro, me tengo que bajar en Sol pero, como ando en las nubes, me bajo en Vallecas porque no me enteré. Tengo una libreta de notas donde voy anotando todo lo que se me ocurre. Eso puede llevar meses o un año. A mí no me gusta empezar a redactar hasta que tengo la historia cerrada. Cuando ya yo sé lo que le pasa al personaje, ahí es cuando comienzo a trabajar…
―¿De dónde surge la idea inicial?
―De cualquier estímulo. Puede ser vivencial, por ejemplo, vengo pasando y una señora se cayó, o una noticia en la Prensa, o un personaje en una película que vi, uno secundario al que a lo mejor no le sacaron punta. O un tuit. Las fuentes son múltiples.
―¿Y esta última novela,El síndrome de Lisboa?
―Ahí fue que estuve leyendo literatura portuguesa, me gustaba, lo hacía solo por el disfrute. Simultáneamente me enteré de una noticia, un meteorito que cayó en Siberia y destrozó un pueblo. Le hice seguimiento a esa noticia. Y una de las cosas que me llamaba la atención de la lectura de los portugueses era la referencia al Apocalipsis, al fin del mundo, al pesimismo… una literatura muy descorazonada.
―¿Crees que aún está por escribirse la gran novela de la diáspora venezolana, o de la tragedia que ha significado el chavismo…?
―Creo que no solo los escritores, sino los artistas, han volcado en su obra su desconcierto por todo lo que ha sido el impacto de la revolución. Desde la música, las composiciones de Gabriela Montero… Trabajar desde el dolor. En el cine, Simón, entre otras obras. En la literatura, por supuesto, revisas la obra de Blanco Calderón, Sainz Borgo, Barrera Tyszka… Eso está allí, dejando su huella, su angustia. Es un tema que inevitablemente vamos a tocar, por más diferencias que podamos tener entre escritores o así hagamos ciencia ficción, fantasía, romance, thriller… todos los de esta generación, sea cual sea el relato que hagamos. A lo mejor el paso del tiempo es lo que pueda decir ah, mira, la gran obra era esto; ahora, para nosotros, es tal vez más complicado porque estamos ahí en medio.
―Hace poco, en Canarias, hubo una reunión de casi treinta escritores, ensayistas, poetas venezolanos. Se acababa de morir Ibsen Martínez. Y no se habló una palabra sobre él, ¿qué te parece a ti eso?
―Creo que es un tema espinoso. Creo que nuestro pequeñito circuito cultural es hipersensible, cargado de prejuicios, hay allí como muchas llagas y arenas en las que es difícil entrar. Creo que cualquier pronunciamiento hoy en día sobre la figura de Ibsen Martínez va a ser controversial y generará respuestas inesperadas, que si caen en el abismo de las redes sociales, pueden llegar incluso a cancelarte. Van a decir que estás blanqueando al violador, al maltratador: esa es la etiqueta.
―Bueno, de hecho él ya está cancelado.
―Pasa lo mismo con Willy McKey. Sea lo que sea lo que digas, una frase sacada de contexto, un comentario tal o cual, te puede traer problemas. Yo creo que todos tenemos suficientes angustias y preocupaciones en el día a día como para para enfrentarte a una ola de haters en redes sociales… Entonces creo que la gente se cuida de pronunciarse.
―Pero parece que vivimos en un régimen de terror sicológico, social…
―Absolutamente. Yo tengo conocidas, chicas, mujeres, que me han dicho que a ellas las apoyó mucho Willy McKey, las ayudó, nunca tuvo un trato sórdido con ellas ni les hizo ninguna proposición, pero no se atreven a decir eso en voz alta porque las linchan. Dicho por mujeres. De modo que hay ciertos temas ante los cuales la gente escurre el bulto. A ver cómo trata el paso del tiempo a estos autores, si se asientan ciertas iras. Pero incluso hasta en la hora de su muerte, cuando se les dedicaron notas necrológicas o escritos de periodistas, o desde el mundo de la cultura, salían cientos de comentarios: maldito, blanqueando al acusador, cómo se apoyan los hombres. Creo que por sanidad mental, entonces la gente decide: no hablo de esto.
―¿Cómo llevas esta manera de hablar del español, muy distinta a la de Bello Monte, por ejemplo?
―Yo no hablo español de España. Me fascina nuestra manera de expresarnos. Me preocupo por no perder el léxico. Ciertos tiempos verbales [que se usan mucho en España] no los asimilo, me mantengo firme. Santa Mónica, Los Chaguaramos y Bello Monte. No hay más. Esa es mi Caracas.
La entrevista es mucho más larga. Sánchez Rugeles habla del Colegio Miguel Ángel, de los restaurantes chinos o taiwaneses, de como toda aquella zona caraqueña significaba un sonido musical para él. Iba al cine Trasnocho de Las Mercedes caminando con una manga de amigos, a ver películas de Michael Mann, o a los del Centro Comercial Ciudad Tamanaco. Seguramente era una esponja en ese tiempo. Ahora llena cuaderno con fichas de los personajes que está desarrollando. Verdaderas fichas inventadas. Ahí están los familiares de los personajes, los sitios que visitan, sus gustos. Desde hace tiempo está pensando, o dándole vueltas, o ya la tiene empezada, una novela situada en los orígenes de la era chavista, con aquellas bombas del CCCT y todo eso. Intercala cameos en sus novelas, le gusta divertirse con eso, alguien de Liubliana aparezca, por ejemplo, en El síndrome de Lisboa.
Hay voces venezolanas fuera del país que merecen ser atendidas en esta hora en que se avizora una transición, o al menor se percibe esa esperanza. Para quien desee enterarse de la próxima cita del curso citado en esta entrevista, el propio EDR dice: «El primer itinerario ya terminó. Lo retomaremos en enero. El curso lo gestiona una gente que se llama OcioMadrid pero la información general la comparto a través de los post en mi perfil de IG. También por el perfil de IG @ociomad».
@sdelanuez – La Gran aldea