Desde los albores de la existencia humana la experiencia de la vida ha estado determinada por el gran anhelo del alma de pertenecer, acompañado por el deseo intrínseco por encontrar el propósito de ser. El viaje de la vida nos mueve de parajes de caminos rectos, desde los cuales el horizonte se divisa claramente, a parajes de selvas tupidas que no nos permiten ver más allá del siguiente paso. Muchas veces andamos como ciegos, a tientas, sin saber cuál es el camino a seguir. Otras veces, nuestros caminos parecieran torcidos debido a nuestras propias decisiones, las cuales nos alejan de la vida de paz y prosperidad que todos quisiéramos vivir.
De alguna manera, la mayoría de nosotros hemos entendido la importancia de cuidar nuestro cuerpo y nuestra mente a través de diferentes prácticas, como una dieta saludable y el ejercicio; pero, por una razón inexplicable, pretendemos que nuestro espíritu evolucione y trascienda sin ocuparnos en él. Entonces, cuando la adversidad visita nuestras vidas, lo cual es inevitable para todos los seres humanos, pretendemos alcanzar el favor de Dios, pretendemos entender lógicamente lo que sucede, sin comprender que no hemos alimentado nuestro espíritu; hemos caminado alejados de Dios, ignorando su amor.
En su epístola a la iglesia en Roma, el apóstol Pablo declara: “Pero ahora, aparte de la ley, se ha manifestado la justicia de Dios, testificada por la ley y por los profetas; la justicia de Dios por medio de la fe en Jesucristo, para todos los que creen en él. Porque no hay diferencia, por cuanto todos pecaron, y están destituidos de la gloria de Dios, siendo justificados gratuitamente por su gracia, mediante la redención que es en Cristo Jesús, a quien Dios puso como propiciación por medio de la fe en su sangre, para manifestar su justicia, a causa de haber pasado por alto, en su paciencia, los pecados pasados, con la mira de manifestar en este tiempo su justicia, a fin de que él sea el justo, y el que justifica al que es de la fe de Jesús.” Romanos 3:21-26.
Todos hemos pecado y por esa sencilla razón todos estamos destituidos de su amor. Sin embargo, Jesucristo se convirtió en la propiciación, el pago necesario delante del Padre por nuestra redención. Esta verdad nos sitúa a todos, por igual y sin excepción, en la misma posición delante de Dios. Una realidad de absoluta necesidad de la gracia de Dios. Por lo tanto, de nuestra parte, el camino para la transformación de nuestra identidad de seres caídos, cuya dignidad ha sido rota a causa del pecado, a seres redimidos y transformados por medio de la gracia, es el camino del arrepentimiento. Como solía decir San Agustín de Hipona: “La confesión de la maldad es el comienzo de las buenas obras”. El arrepentimiento comienza con la confesión: “Tu amas la verdad en lo íntimo” Salmo 51:6a. Es decir, la revelación de nuestro corazón a Dios en la intimidad de la oración. Y para que se produzca es necesario tener un corazón quebrantado; la humildad es el suelo fértil donde la gracia de Dios puede obrar. Como declaró el Rey David: “Los sacrificios de Dios son el espíritu quebrantado; Al corazón contrito y humillado no despreciarás tú, oh Dios.” Salmos 51:17.
El arrepentimiento y la confesión representan el primer paso. No obstante, es necesario avanzar y el siguiente paso es el creer, es el tener fe. Pero, no se trata de creer en una fuerza superior sin identidad, que cada uno llama como quiere, se trata de tener fe en Jesucristo; “Si confesares con tu boca que Jesús es el Señor y creyeres en tu corazón que Dios le levantó de los muertos, serás salvo. Porque con el corazón se cree para justicia, pero con la boca se confiesa para salvación.”
Romanos 10:9-10. Creer en Jesucristo es el puente hacia Dios Padre, representa el único camino para pasar de ser criaturas de Dios a convertirnos en Hijos de Dios. Como claramente lo expresa el apóstol Juan en su evangelio: “A lo suyo vino, y los suyos no lo recibieron. Mas a todos los que le recibieron, a los que creen en su nombre, les dio potestad de ser hechos hijos de Dios”. Juan 1:11-12. Ser hijo de Dios es la nueva identidad que nos confiere una dignidad restablecida mediante la fe en el sacrificio de Jesucristo en la cruz. En el fuero interno de mi corazón siento que ser Hija de Dios representa para mí, el privilegio más elevado al que jamás podría aspirar.
Una vez que hemos creído y obtenido la identidad de hijos de Dios comienza el proceso de restauración, para el cual es necesario despojarnos del hombre antiguo y renovarnos en el espíritu de nuestra mente. “En cuanto a la pasada manera de vivir, despojaos del viejo hombre, que está viciado conforme a los deseos engañosos, y renovaos en el espíritu de vuestra mente, y vestíos del nuevo hombre, creado según Dios en la justicia y santidad de la verdad”. Efesios 4:22-24. Es el proceso de morir a lo terrenal y vivir según el perfil de nuestra nueva identidad como hijos amados de Dios. En este proceso es fundamental la renovación de nuestra manera de pensar: “No os conforméis a este siglo, sino transformaos por medio de la renovación de vuestro entendimiento”. Romanos 12:2.
La transformación comienza con un cambio de rumbo que se suscita en primer lugar, en nuestra mente. Está renovación requiere una obediencia intencional. El teólogo estadounidense, nacido en 1897, conocido como A. W. Tozer, en su libro “En pos de Dios” expresa: “Dios no puede honrar al creyente que no toma en serio su responsabilidad de vivir en obediencia a su Palabra”. Lo cual nos permite afirmar que la obediencia a la Palabra de Dios, ese deseo de querer agradar a Dios y hacer su voluntad es la evidencia externa de una transformación interna que comienza en el cambio de nuestra manera de pensar. “Derribando argumentos y toda altivez que se levanta contra el conocimiento de Dios, y llevando cautivo todo pensamiento a la obediencia a Cristo”. II Corintios 10:5. Este verso bíblico nos recuerda que debemos someter cada pensamiento a Cristo para alinear nuestra mente con su Verdad.
Ahora bien, para sustentar esta nueva identidad de ser hijos de Dios es absolutamente necesaria la comunión con Dios a través de la oración y la profundización en el conocimiento de las Sagradas escrituras. La oración es el aliento vital de nuestra nueva identidad. Tal como Jesús le enseñó a sus discípulos es necesario apartarnos a solar para dedicarnos a la oración y, con el paso del tiempo, aprendemos a vivir en una oración; es decir, nuestros pensamientos no divagan como holgazanes dando vueltas sin sentido; por el contrario, nuestra mente aprende a perseverar en Dios y de repente nos damos cuenta que constantemente estamos hablando con Dios en nuestros pensamientos. El llegar a este punto nos revela que hemos avanzado en este hermoso camino de vivir de la mano del Espíritu Santo, nuestro ayudador.
Spurgeon decía que una Biblia que se cae a pedazos generalmente pertenece a alguien que está firme en su fe. Eso me recuerda a mi padre, cuya Biblia era un libro desgastado, subrayado y con anotaciones por todos lados; literalmente, una Biblia hecha pedazos, que pertenecía a un hombre cuya fe lo hizo estar firme en su fe y amor a Dios hasta el último día de su vida. El estudio de las Sagradas escrituras ilumina nuestro camino. No hay otra manera de conocer a Jesús que no sea a través de las Sagradas escrituras. Como le dijo Jesús a los líderes religiosos de su época: “Escudriñad las escrituras porque a vosotros os parece que en ellas tenéis la vida eterna y ellas son las que dan testimonio de Mí”. Juan 5:39. La Palabra de Dios es como el bisturí de un cirujano que corta finamente y puede sacar toda clase de tumores. De la misma manera, la Biblia tiene la capacidad de trabajar profundamente en el corazón del ser humano, sacando a la luz la verdad de lo que hay en nuestra mente y lo que atesoramos en el corazón. El autor de la carta a los Hebreos lo describe así: “Porque la Palabra de Dios es viva y eficaz, y más cortante que toda espada de dos filos y penetra hasta partir el alma y el espíritu, las coyunturas y los tuétanos, y discierne los pensamientos y las intenciones del corazón”. Hebreos 4:12.
La transformación de nuestra identidad en Cristo es un proceso continuo, es un trabajo de Dios que Él va perfeccionando hasta el fin de nuestras vidas; representa una aventura espiritual sin precedentes en la vida de cada persona que comienza este camino. En la medida en la que nos rendimos a Dios en humildad y obediencia, somos transformados de la vergüenza del pecado a la dignidad de ser hijos de Dios. Es aquí donde entendemos que nuestra dignidad no depende de lo que hacemos profesionalmente, o de quienes somos socialmente, nuestra dignidad espiritual, la cual le da el verdadero sentido y propósito a nuestra vida, depende de nuestra relación con Dios, mediante Jesucristo, quien nos rescata del hueco del pecado, sana la herida profunda que nos ocasiona y nos establece como hijos de Dios, habiéndonos hecho aceptos en el Amado, donde estamos seguros por siempre y para siempre.
Estando persuadido de esto, que el que comenzó en vosotros la buena obra, la perfeccionará hasta el día de Jesucristo. Filipenses 1:6.
Rosalía Moros de Borregales.
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