El grito más coreado del lejanísimo 15-M fue “no nos representan”. A menudo, los representantes olvidan que la crisis de la democracia occidental se resume en esa consigna, que cuestiona su legitimidad como portavoces populares. Unos lo olvidan por conveniencia y otros, por esa amnesia que contraen a la mañana siguiente de jurar el cargo, pero la crisis no desaparece por ganar unas elecciones o ahormar una mayoría parlamentaria. Al contrario: cada maniobra de supervivencia, cada alianza oportunista y cada ladrillo puesto en los muros sanitarios contra la llamada antipolítica alimentan la sensación de que los políticos solo trabajan por su propio interés. La rabia de quienes no se sienten representados no para de crecer, y sin una cultura ni una organización que vertebre su protesta, los mesías populacheros y los gurús neofascistas tienen el campo de la predicación más receptivo que nunca.
Como todo sentimiento, el de abandono no atiende a razones. Quien se siente despreciado y marginado no va a cambiar su sentir por unos datos o unas medidas paliativas, y no se recuerda en España una intemperie tan desoladora como la que ha dejado el barro de la riada de Valencia. Nadie puede cuestionar la furia de las víctimas ni el dolor de quienes se compadecen de ellas. Sus querellas no son imaginarias ni exageradas. Por eso, el daño que los gobernantes —autonómicos y centrales: el desastre alcanza a ambos, se digan lo que se digan unos a otros— han hecho a la credibilidad de la democracia española es por ahora incalculable, pero será profundo y persistirá en el tiempo. Ya ha trascendido las miserias políticas cotidianas y no se apagará con autocríticas ni destituciones de cargos de segunda línea.
Tampco basta con señalar y desmontar las falacias de los caudillitos del neofascismo —cada vez menos informales, más organizados y más bravos—, pues al hacerlo da la impresión de que se ofende el dolor genuino de quienes les aplauden: los apocalípticos se crecen con el desprecio de los integrados, y la victoria de Donald Trump es una prueba rotundísima de ello.
El Estado español no es fallido, pero ha fallado, y la única manera de recuperar la sensación de que sí nos representan es asumir el fallo con todas las consecuencias. Esto implica, en un primer paso, dimisiones. Si se cree de verdad en la democracia, urge demostrarlo. Carlos Mazón y algún ministro (no sé decir cuál, desde luego no Óscar Puente) tienen una oportunidad preciosa de rendir un servicio al Estado marchándose a sus casas para contemplar cómo se reconstruyen los pueblos de Valencia y, con ellos, la confianza de un sistema agrietado.