Francisco Javier Duplá: Fascinados por las cumbres

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La montaña es escuela de virtudes. Los que practican este deporte son gente recia y sacrificada. Son tenaces y luchadores. Se trata de personas que saben vencer la pereza y tienen un espíritu combativo. Alcanzar una cumbre muchas veces es dificultoso y los pusilánimes no son capaces de soportar las exigencias del tiempo y numerosas dificultades que ello supone. Otras veces hay que superar las inclemencias del tiempo y numerosas dificultades, lo que hace que muchos desistan, y son muchos los que, por pereza, ni siquiera lo intentan. La lucha en la montaña ayuda para la lucha en la vida diaria y abundan los libros escritos sobre esto.

Son palabras del autor de este precioso libro con el título de Fascinados por las cumbres, en el que el autor recoge 20 breves biografías de seres seducidos por las montañas, en las que han encontrado no sólo bellezas naturales que quitan el aliento, sino también al autor de esas bellezas, que es Dios.

El autor de este libro, Pedro Estaún Villoslada, es sacerdote del Opus Dei, geofísico y montañero de primera. Vive actualmente en Ginebra, pero viene con frecuencia a Biescas, en el alto Pirineo oscense, de donde procede su familia. Ha celebrado misa en lo alto de la Gran Facha (3.005 m.) muchos años y en otras montañas también. En él se unen la admiración por la montaña y el agradecimiento a Dios por haberla creado.

Comparto con él esa visión del montañismo. Subir montañas significa experimentar los espacios abiertos, inmensos, en contraste con el confinamiento de la vida diaria en una ciudad congestionada en espacios estrechos. La montaña trae paz, quietud interior, hace disminuir el ritmo acelerado de las ocupaciones de cada día, pone en contacto con la naturaleza y con lo mejor de uno mismo. Los paisajes son muy variados; algunas veces no hay paisaje, porque el tiempo es malo, llueve, hay neblina, hace frío, pero aun eso tiene su atractivo también, aunque en ese momento se tenga que “sufrir”. Pero otras veces la montaña lejana adquiere tintes violetas y el sol realza los verdes de unas laderas que parecen emitir luz por sí mismas.

Otro aspecto interesante del montañismo tiene que ver con el esfuerzo. La sensación de poder que uno experimenta al dominar las cuestas, al elevarse hasta una cima que se veía tan lejos y sentir que uno es capaz de vencerla, es una sensación poderosa. Sobre todo en la alta montaña, en los nevados que parecen inalcanzables y que, después de horas de subida, de momentos de vacilación, incluso de peligros, uno es capaz de dominarlos. No importa repetir la subida a una montaña, cada subida es una experiencia distinta; cambian las condiciones y el estado de ánimo personal, los compañeros de subida, el clima, pequeñas anécdotas o sucesos que se presentan.

Subir montañas es más que un deporte, una vocación. La montaña llama, atrae con fuerza. Pero son pocos los que saben escuchar su llamada. Quien responde a ella nunca la olvida, siempre vuelve a la montaña, ansioso de su cumbre, de su paisaje, de su ambiente especial. ¿Qué tiene la montaña? ‘Dios está más cerca en las alturas’, dijo alguien, y es cierto. Al menos, lo sentimos más próximo, y el alma se ennoblece en las alturas aun sin quererlo. Se contagia de un toque de espiritualidad, que tanta falta hace en el mundo de hoy. Entiende y vive a la madre tierra como un marco esplendoroso de la presencia divina. Desde tiempos antiguos “adoraban” las montañas los pueblos primitivos, sentían veneración por ellas, les tenían respeto, sacrificaban víctimas humanas en sus cumbres. Expresión primitiva y ya olvidada, pero que encierra un núcleo de respeto y reverencia por una realidad que sobrepasa al ser humano. Las montañas como el Sinaí, el Tabor, el Horeb han jugado un papel importante en la tradición judeocristiana como lugares en los que Dios se comunica con su pueblo, le señala caminos, le corrige, le amonesta, le intima preceptos.

Subir montañas es, finalmente, un símbolo de ascenso espiritual, una imagen del esfuerzo de elevación del alma humana por encima de la gravedad de sus bajas inclinaciones, ayudada por la gracia de Dios que siempre le está diciendo: Excelsior, más arriba, hasta llegar a mí.

 

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