Un asunto mal tratado y maltratado por la ciencia ficción es la cuestión lingüística. Si algún día nos llegamos a comunicar con los extraterrestres, ¿cómo nos vamos a entender con ellos? Flash Gordon y los tipos de Star Trek van por ahí descubriendo planetas donde los marcianos exhiben como mínimo un nivel de inglés C2 en la nomenclatura del British Council. Comparado con eso, la teleportación es un problemilla técnico menor.
La película de 2016 La llegada, de Denis Villeneuve, intenta enmendar ese descuido histórico dándole el protagonismo nada menos que a una lingüista. Se trata de una tentativa loable, qué duda cabe, aunque el diálogo con los visitantes heptápodos —sí, son una especie de pulpos con siete patas— se enreda pronto en una ensoñación paranormal sobre la circularidad del tiempo que, francamente, tiene menos interés que una cartilla de ahorros.
En el mundo real, los humanos no lo hemos hecho mucho mejor, la verdad sea dicha. De chaval me seducía la hazaña de Jean-François Champollion, el egiptólogo que descifró la escritura jeroglífica a principios del siglo XIX. Los símbolos del antiguo Egipto, con todos esos peces y cuervos y ojos y escribas andando de perfil parecían el enigma definitivo, un problema profundo donde la mente del egiptólogo debe estirarse para inferir un significado a partir de primeros principios, de las verdaderas claves del pensamiento humano. Fue una gran decepción enterarme después de que Champollion había usado un diccionario jeroglífico/demótico/griego, la piedra Rosetta. Vale que Champollion fue un niño prodigio para la lingüística, vale que hablaba copto y árabe con la gorra, pero hombre, usar un diccionario es trampa, no me fastidies.
Quizá lo más parecido a un diálogo con una inteligencia alienígena que haya tenido nuestra especie sea nuestro encuentro con los neandertales, hace unos 60 milenios, cuando los primeros sapiens llegaron a Europa. No tenemos grabaciones del habla neandertal, si bien hay indicios genéticos y morfológicos de que poseían la facultad del lenguaje. Pero imagínate qué lenguaje. Los idiomas más distintos entre sí que tenemos hoy en el planeta, pongamos el español y el khoisan, no pueden distar más de 50.000 años, que es lo que le ha llevado a nuestra especie extenderse por el mundo desde una pequeña población africana. El lenguaje de los neandertales, si es que lo tenían, estaría a 500.000 años del de los sapiens. Por eso digo que nuestro encuentro con los neandertales fue lo más parecido a hablar con los marcianos que ha experimentado nuestra especie.
Hasta ahora. Demos la bienvenida a Evo, una nueva inteligencia artificial (IA) que escribe genomas desde cero. Así como ChatGPT ha aprendido a escribir tragándose todos los textos de internet, Evo ha engullido miles de millones de secuencias genéticas (gatacca…) y ha aprendido así a diseñar nuevos genes, proteínas y genomas enteros. Tanto ChatGPT como Evo son modelos grandes de lenguaje (large language models, LLM), y tanto el lenguaje humano como las secuencias genéticas son textos. No es una metáfora, sino una descripción. El significado de los genes está contenido en el orden de sus símbolos genéticos tanto como el significado de este artículo lo está en el orden de sus letras. El genoma humano es, literalmente, un texto. Por eso un LLM lo maneja sin grandes problemas. El editor de biología molecular de Science, Di Jiang, opina que “Evo representa un gran avance para nuestra capacidad de comprender y diseñar la biología a lo largo de múltiples escalas de complejidad”.
Olvídate de nuestro encuentro con los neandertales. Evo es ahora lo más cercano a un lenguaje alienígeno con lo que nos hemos encontrado. Me dirás que se basa en los genomas de la naturaleza, pero eso es lo mismo que dicen los escritores sobre ChatGPT. La caja negra de la IA nos ha regalado un marciano.