La crisis socioeconómica que se evidencia en el Estado Táchira, no es distinta a la del resto del país. La diferencia estriba en que su ubicación geográfica la hace el epicentro del inicio y final de Venezuela, al estar ubicado en el extremo occidental, y tener la frontera más dinámica de América Latina entrelazada con el hermano país de Colombia, por el Norte de Santander. La realidad que presenta es compleja, y de ser un espacio territorial supra estratégico para la integración política, social, cultural, educativa y comercial de los ciudadanos que la conforman, y del país en general, ahora se encuentra en una encrucijada que de alguna forma condiciona el futuro.
El comercio formal, impulsado por el intercambio binacional, ha ido siendo desalojado por la informalidad y el contrabando (que no es nuevo, pero ahora reina en todo su esplendor) en el marco de la ausencia de políticas públicas por parte del gobierno que incentiven y protejan la producción. La ilegalidad es la vitrina, y la riqueza indebida es el norte que se avizora en las esquinas de quienes pueden hacer inversión a su antojo, y con ello crece la especulación y explotación del recurso humano. La devaluación del bolívar, impulsado por mafias del dinero que hacen de las suyas en la zona, dan impulso al auge del peso colombiano y del valor del dólar, dañando aún más la ya maltratada economía nacional. Las narrativas descontextualizadas de los voceros gubernamentales le sirven a los que se encuentran en la capital del país para darse bomba ante los medios de comunicación e información, pero jamás para que entiendan lo que en ese espacio geográfico acontece.
Las consecuencias de la centralización de las decisiones están a la vista de quienes son actores permanentes en la frontera. El detrimento de las relaciones de gobernantes municipales, regionales y las autoridades nacionales, no necesitan ser explicadas porque la tensión se visualiza en la distancia (de uno u otro bando partidista), y su resultado es la limitación (para usar un término generoso) de políticas coherentes y sostenibles en el tiempo, fomentando incluso, la migración del talento humano capacitado hacia otras latitudes. Con la mesa servida y la carne destapada, solo les resta a los zamuros hacer su festín. Los esfuerzos que se puedan hacer en alianza con el sector privado (fundamental su participación) no dejará de ser una pauta publicitaria, si la voluntad política en la toma de decisiones sigue siendo monopolizada por el poder central. Los entuertos seguirán creciendo.
A la precariedad del empleo se suma la deficiente prestación de los servicios públicos, sin excepción, que golpean igualmente a los habitantes del eje fronterizo. Sin embargo, los ciudadanos que hacen vida en ese sector persisten en su lucha por la consecución de mejorar la calidad de vida. Si el gobierno central levanta su mirada, el Táchira puede ser el puente para convertirse en el modelo de desarrollo que el país necesita. Con desprendimiento podría lograrse, para que los complejos no les sigan nublando la vista.
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