Se conoce a los ganadores en la casilla de salida, decía Robert de Niro en Érase una vez en América.
De alguna manera, estaba admitiendo melancólicamente que a él se le intuía el fracaso desde la más tierna juventud. El cine estadounidense suele frecuentar estos términos porque es muy realista, toma de la cultura moral de su país la misma retórica que inunda la política, el cine, la literatura y la historia sentimental de sus habitantes. Épicas de ganadores y perdedores. Tan poderosa es esta dualidad moral que nuestros jóvenes, fieles al imperio, han incorporado a su vocabulario la infecta palabra loser para describir a quien lleva escrito en la cara su ruina. Discrepo: la sonrisa del triunfador solo pertenece a quienes ya han ganado. A pocos días de las elecciones en Estados Unidos, los analistas, tan aficionados a la predicción retrospectiva, afirman sin sonrojo que ya adivinaban en las risas de la energética Kamala Harris el hedor del fracaso. Sin ningún pudor examinan con severidad a la perdedora y colocan solo sobre sus espaldas las razones de su derrota. Si viajaran en el tiempo, predecirían la llegada del nazismo, culpando sin lugar a dudas a la República de Weimar. Nadie parece acordarse de los muchos artículos esperanzadores que se escribieron en torno a ella, del tiempo que hubo de esperar hasta que el viejo Biden renunció a presentarse; nadie echa cuenta de aquellas primeras encuestas que, analizadas por los mismos que enumeran las razones de la derrota, insuflaron optimismo en los votantes desesperanzados; no se recuerda aquel debate en que Harris estuvo rápida, irónica, articulada, frente a un Trump descolocado que no tuvo valor para enfrentarse de nuevo con aquella señora que le hizo sentir ridículo; habría que desempolvar también las muchas teorías sobre la movilización que conllevaba el apoyo de Beyoncé o de Taylor Swift, o lo mucho que se escribió acerca de cómo Harris sabía visibilizar la inhumanidad trumpista. Entonces veían el éxito escrito en su cara. Nadie se acuerda, esa es la ventaja que ampara al analista. Hay quien incluso ahora se atreve a acusar a la candidata de haber ignorado en su campaña la educación, de haber priorizado el aborto a la defensa de la maternidad o de olvidarse de la clase obrera. Paradójicamente, estos golpes de pecho se alían con la cantinela republicana, que se vende a sí misma como defensora del pueblo y para ello introduce en el debate a Dios, las armas, los gais (Guns, God and gays). Una guerrilla cultural que compra la gente que cree amenazadas su patria, su bolsillo, su frontera, sus creencias.
Hay otra frase cinematográfica que pronuncia Cary Grant en Sospecha: “El secreto del éxito es empezar desde arriba”. También viene a cuento. La gran mentira de Donald Trump, el engaño básico con el que se vende a sus votantes, es que él es el hombre hecho a sí mismo. El hombre a imitar, como así se presentaba Berlusconi, porque en teoría son modelos aspiracionales que fascinan al pueblo. Es extraordinario cómo Trump consigue eludir, como trilero que es, el hecho de que si no hubiera sido por la fortuna familiar no habría llegado a nada, ya que como empresario fue ruinoso.
No hay país cuya cultura contenga más frases sentenciosas en torno al éxito. Scott Fitzgerald nos dejó algunas de las mejores, inspiradas por su propia experiencia. Aseguraba que “no hay segundos actos en las vidas americanas”. Podría ser una frase lapidaria para Kamala Harris si es que ya está condenada al olvido. La persona más leal a la candidata ha sido Nancy Pelosi, la opositora más tenaz a los delirios de Trump, que pagó con una agresión domiciliaria a su marido y siendo amenazada de muerte por los asaltantes del Capitolio. Aplaude Pelosi lo que su colega Harris hizo con el poco tiempo que se le concedió. Qué rara es la generosidad con los perdedores, que tantos reivindican románticamente. Mentira. A la hora de la verdad, nadie los quiere.