La victoria de Trump marca el derrumbe del liberalismo. Y el auge de algo nuevo, aún sin nombre.La gente se levanta contra la destrucción de las identidades particulares, la globalización y el enfrentamiento, y la sacralización de la sanidad.
La segunda victoria de Donald Trump forma parte de una historia que marca un punto de inflexión. La profundidad de lo que representa ha llegado a ser tal que ya no podemos hablar despectivamente de “frustraciones y cólera”. Ya no es sólo un vulgar payaso que cacarea ante las multitudes. Tiene una idea en su mente, aunque no sea él quien la lleve.
Otros piensan detrás de él. Y esta corriente se une a quienes en Europa se le parecen. Este acontecimiento político refleja no el surgimiento, sino la cristalización de una corriente política occidental que aún no tiene nombre. Podríamos llamarla post-liberal.
Desde la segunda mitad del siglo XX, la mentalidad occidental ha desplegado sus fuerzas y convicciones en una dirección muy concreta: la globalización y la búsqueda de una identidad mundial, la negación de las culturas particulares y de las tradiciones locales, religiosas o de otro tipo; la sacralización de la salud y la ecología; el libertarismo societal en todas sus formas; y, al mismo tiempo, la centralización de las “élites” para imponer todos estos presupuestos, considerándose ahora el sentido común popular una disposición anticuada. Desde el cambio de siglo, la posmodernidad ha sido el reino de una minúscula “élite” que impone estas nuevas creencias.
El sentido común
Lo que llamamos i-liberalismo es una revuelta popular contra este proceso. El i-liberalismo se levanta contra la destrucción de las identidades particulares, contra la globalización y la anulación de fronteras que hace posible toda mercantilización e inmigración: contra la sacralización de la salud que impone medidas consideradas extremas durante Covid o pide límites a las armas en Estados Unidos; contra la sacralización de la tierra que impide disparar a los pájaros o encender fuegos de leña en el campo; contra el libertarismo societal que envía a activistas a contarles el artículo de cambio de sexo delante de niños de guardería.
El i-liberalismo es menos liberal que el liberalismo de las “élites”, porque cree que la libertad debe tener límites (en la globalización económica o en la apertura de fronteras o en cuestiones sociales). Pero es más liberal que el liberalismo de las “élites”, porque cree en el sentido común del pueblo (de lo contrario, no entiende cómo alguien puede ser demócrata) y, por tanto, exige libertad desde abajo: “Dejadnos vivir, dejadnos hacer”.
La aparición del antiliberalismo a finales del siglo XX en los países de Europa Central no fue más que el preludio de un vasto proceso del que la segunda elección de Trump es una especie de culminación. Las élites ultraliberales y libertarias de la izquierda occidental respondieron como de costumbre a estos intentos de desafiarlas con insultos desde el principio. Inmediatamente los denunciaron como fascismo, practicaron la reductio ad hitlerum, y lo hicieron con una fuerza sin precedentes.
Excomunión permanente
La “élite” liberal-libertaria de izquierdas está segura de su derecho porque cree que está ontológicamente en la dirección de la historia, y por tanto en la dirección del Bien. Quienes pedían que se sopesaran, midieran y matizaran los vientos imparables del progreso (en este caso, la libertad desenfrenada) fueron censurados y asesinados socialmente. El resultado fue que las “élites” conservadoras se mostraron reacias a pronunciarse. Las llamadas corrientes soberanistas antiliberales, las que querían poner límites a las libertades, tuvieron que desarrollarse sin élites, sin un cuerpo doctrinal.
Ésta es la historia del FN, ahora RN, en Francia. Durante medio siglo ha avanzado bajo los escupitajos, con gran valentía pero muy poco espíritu, porque ninguna élite se ha atrevido a unirse a él (la valentía nunca ha sido una característica de los intelectuales). La excomunión permanente que ha afligido a estas corrientes durante tanto tiempo las priva de la contribución de la inteligencia y las llena de matones, de dulces lunáticos y de imbéciles que aceptan el ostracismo e incluso se glorifican de él.
Esto explica por qué la división entre ambas corrientes es tanto de clase social como de convicción, de ahí su carácter siniestro. Sólo la “élite” defiende el liberalismo-libertarianismo. En Francia, las grandes ciudades son la guarida del melenchonismo y el macronismo, mientras que el campo vota a Marine Le Pen y a su RN. Harris es defendido por las élites y los famosos, lo que no hace un pueblo. Loa pueblos hablan con su sentido común, que ya no es relevante; las élites defienden su punto de vista con un espíritu leguleyo, por ejemplo traduciendo el antiliberalismo como ataques al Estado de Derecho.
El Estado de Derecho es una hidra de geometría muy variable que, en manos de los biempensantes, permite legitimar exclusivamente la primacía de los derechos subjetivos, la abolición de las fronteras y de los derechos de las minorías. En esta confrontación existencial, ambos bandos se están volviendo muy peligrosos.
Trump es capaz de enviar a sus tropas al Capitolio, y Harris de defender una política identitaria que confiere títulos y empleos en función del color de la piel: un retorno a los títulos hereditarios de nobleza y al racismo ordinario.
El gran miedo de los biempensantes
El momento Trump 2 es un momento en el que emerge por primera vez una teorización del i-liberalismo, una nueva tendencia adaptada a los tiempos, que exige imponer límites a la libertad a la vez que vuelve a legitimar el sentido común popular. La élite existente, acostumbrada a enfrentarse únicamente a tiranos de otra época, a locos o a personas reducidas a sus pasiones, va a tener que comprender que se enfrenta a otra corriente política capaz de desafiarla con argumentos serios. Es un choque que la deja atónita, pero sobre todo angustiada: ¿cómo puede alguien atreverse a oponerse a ella? Éste es el gran temor de los biempensantes.
Aturdidos por la magnitud de las aberraciones de la izquierda, muchos votantes de izquierdas, sobre todo los que han permanecido apegados al universalismo y al laicismo en Francia (y son muchos), están abandonando su movimiento original. La izquierda liberal-libertaria, que durante mucho tiempo ha sido de derechas, está perdiendo poder. Sic transit gloria mundi. No es Trump quien va a dar discursos de ciencia política; simplemente ha sido el payaso intrépido y sin escrúpulos que abre puertas atrincheradas. Pero el enorme movimiento que está suscitando no es sólo frustración e ira. Oculta una corriente posliberal, más próxima al liberalismo clásico, anclada en fundamentos nacionales y morales, y hasta ahora paralizada por la censura. Podemos esperar que en la mayoría de Europa ocurra lo mismo en un futuro no muy lejano.
Una filósofa, historiadora de las ideas políticas y novelista francesa.