David Trueba: Ingenieros para la chapuza

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Hace tiempo que las restricciones para el viaje forman parte intrínseca de la idea del viaje mismo. Cuando uno hace la maleta ya tiene en cuenta las renuncias obligadas. Sabe que no podrá cortarse las uñas por un tiempo ni sostener esa vana costumbre de mudarse de ropa cada día. Es penoso ver a todo bicho viviente obligado a llevar mochila, porque algo más grande es penalizado con recargos humillantes. Las aerolíneas reducen el tamaño incluso de los asientos y pronto tener piernas será considerado un impedimento. Ahora también en los trenes cada vez hay menos hueco para equipajes, así que no es raro ver maletas solitarias agitándose por los rellanos entre vagones. Pero hay algo peor, la percepción de que las fronteras son una forma de burdo filtro económico. La licencia de entrada se compra con dinero, eso lo sabemos bien en España, que vivíamos con ese eufemismo de las golden visa, donde los que compraban propiedades adquirían más rápido la nacionalidad sin que a los patriotas aquello les repatease.

Hay países que especifican la prohibición de entrada si en tu pasaporte figura el sello de algunas de las naciones que consideran peligrosas. Como si haber visitado Cuba te convierta tres meses después en un peligroso espía avezado al pasear por Chicago. Y así se van trenzando las barreras burocráticas que se asocian a las barreras físicas y comerciales. La libre circulación de las personas jamás está incluida en ese burdo grito del “Libertad, carajo”, que pusieron de moda los que creen en los privilegios cuando les pertenecen a ellos, pero en caso contrario les resultan pertinentemente suprimibles. La gran aspiración para las próximas décadas tendría que consistir en recuperar el goce de la libre circulación personal, y no en el discurso opuesto, que no hace más que cercenar el derecho al desplazamiento. La evolución humana está intrínsecamente ligada a lo migratorio. Por ello, todo aspaviento en contra de esta motivación absolutamente innata al hecho humano es una contradicción biológica condenada al fracaso. Es algo así como impedir al corazón latir.

La reacción de los líderes europeos ante la creación chapucera de los campos de internamiento para inmigrantes que el Gobierno italiano levantó en Albania ha sido descorazonadora. Que la idea les parezca decente apunta a la decadencia moral en la que nos movemos. Las próximas décadas van a discurrir en una lucha a brazo partido por no retroceder hacia valores anteriores a la Ilustración. Algunos ya llaman a este periodo la Desilustración. El efecto de las redes sociales sobre las personas es algo así como el equivalente opuesto a la redacción de la Encyclopédie. Donde se perseguía acumular conocimiento y enunciar verdades científicas, ahora pareciera que nos volcamos en expandir la zoquetería, la populachería y la ignorancia maliciosa cuando no directamente delincuencial. Para desarmarnos a los optimistas nos obligan a aceptar lo dañino como inevitable. Pero no es así. Lo indigno no es inevitable. Se trata tan solo de poner a trabajar la imaginación para encontrar soluciones a los problemas sociales que no sean vesanias encaminadas a desmontar los Derechos Humanos. Igual que las generaciones anteriores nos resultan atrasadas e inmorales por su empecinamiento en el esclavismo y el sometimiento de la mujer, nuestro trato a los emigrantes hacinados en islas, guetos fronterizos y campos de internamiento serán la gran infamia que describa el mundo actual. Ojalá pudiéramos evitar el sonrojo cuando nos estudien los alumnos del futuro.

 

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