La economía y la política no están hechas para llevarse bien. La economía se basa en datos objetivos, estadísticas que generalmente contradicen las ideas preconcebidas que se exponen en las campañas electorales y en los manifiestos ideológicos. No hace mucho hemos tenido una nueva prueba de ello, durante las elecciones en Estados Unidos. Donald Trump, con la aprobación de la mitad de la población estadounidense, ha denunciado reiteradamente la inflación y el desempleo, mientras que la realidad económica, para aquellos que estén interesados en ella, mostraba que ambos habían disminuido durante el mandato de Joe Biden. Así, la economía percibida a menudo no guarda relación con la economía real, y la retórica de los expertos sobre la economía tiene más éxito entre la opinión pública que el estudio de los hechos.
Esta contradicción es bien conocida, y se observaba ya en el siglo XIX, en los inicios mismos de la ciencia económica, que los ingleses calificaron de ‘ciencia lúgubre’. Lúgubre porque no incita a soñar. Otro ejemplo: una de las ideas más aceptadas de nuestro tiempo es que el capitalismo liberal y la globalización ponen en peligro la prosperidad de los países desarrollados y benefician sobre todo a la clase más rica, o incluso a los superricos. Esta tesis ha hecho millonario al economista francés Thomas Piketty, que en su libro ‘El capital en el siglo XXI’ consiguió resucitar el marxismo, dando a entender que el capitalismo conduce a su propia desaparición como consecuencia de la desigualdad que, por su propia naturaleza, provoca.
En cuanto apareció el libro de Thomas Piketty, un gran éxito entre toda la izquierda occidental, los economistas rigurosos se aventuraron a denunciar sus estadísticas inexactas y la manipulación de algunos de sus datos. En balde, porque el libro de Piketty es una novela popular disfrazada de ciencia. Pues resulta que los votantes de Trump han sido engañados, y el libro de Thomas Piketty es absolutamente inexacto. Un economista sueco llamado Daniel Waldenström, tras varios años de trabajo colectivo, acaba de demostrarlo en una obra titulada ‘Más ricos y más iguales: una nueva historia de la riqueza en Occidente’. Sin reproducir los innumerables casos prácticos de este libro, señalaré, por ejemplo, que en España, en 1900, el 10 por ciento de los españoles poseía el 60 por ciento del capital del país. Actualmente, el 10 por ciento más rico posee solamente el 20 por ciento de ese capital. Por tanto, no hay duda de que los más ricos siguen siendo muy ricos, pero lo que resulta sorprendente, y no solo en el caso de España, sino en todas las sociedades occidentales con un capitalismo liberal, es que la brecha entre los de arriba y los de abajo ha seguido reduciéndose.
Es cierto que la globalización ha beneficiado mucho a los superricos (normalmente empresarios innovadores, rara vez herederos), pero apenas más que hace siglo y medio. En una de sus muchas estadísticas, Waldenström compara la fortuna de Bill Gates, fundador de Microsoft, con la de John Rockefeller. Pues bien, equiparando el valor del dólar y el poder adquisitivo, Rockefeller era cuatro veces más rico que Bill Gates, el hombre con más dinero del mundo. La igualación de la riqueza ha seguido erosionando las diferencias, incluso entre el vértice de la pirámide y su base social. Al final de esta exhaustiva investigación también se demuestra que la tendencia hacia la igualdad de condiciones avanza exactamente en la misma dirección y al mismo ritmo en todas las democracias liberales, independientemente de los partidos en el poder o de las políticas aplicadas. Así pues, no son las políticas públicas las que contribuyen a aumentar a la vez la riqueza y la igualdad, sino factores inherentes al propio funcionamiento del mercado: el crecimiento de la riqueza y su igualación forman parte de la lógica del capitalismo liberal.
¿Cómo puede ser que, por término medio, las poblaciones occidentales sean hoy el doble de ricas que en 1980? Hay tres razones principales. En primer lugar, la riqueza relativa de las clases medias se basa ahora en la propiedad de bienes inmuebles, generalmente la vivienda principal. En segundo lugar, en el derecho a la pensión. Y, por último, en las inversiones financieras. Estos tres fundamentos de la riqueza proporcionan a todos un nivel de tranquilidad y seguridad que las clases medias no habían conocido hasta ahora. Y una esperanza de vida que hoy es absolutamente idéntica entre los más ricos y los más pobres. En 1900, el europeo medio, si era pobre, tenía una esperanza de vida de 45 años. Los ricos podían esperar vivir hasta los 70 años. Hoy, la esperanza de vida es de 85 años de media para todos.
Una vez identificados estos tres fundamentos de la riqueza, deberíamos inferir por lógica las políticas que favorecen estas tendencias. Empezando por la vivienda en propiedad. Las políticas que fomentan el alquiler por razones supuestamente sociales van en contra de la prosperidad de los inquilinos a largo plazo. A la inversa, cualquier política que facilite la compra a crédito mediante una hipoteca contribuye a la igualdad real para todos. Lo mismo es válido para las pensiones. Hay que animar a la gente a ahorrar para su jubilación lo antes posible en su vida laboral, y fomentar el sistema por capitalización en lugar del sistema por reparto. La historia económica demuestra que la capitalización, es decir, la acumulación de activos que acabarán revirtiendo en los jubilados, es infinitamente más igualitaria que el reparto a medida que las personas se jubilan. Por último, la inversión es el tercer factor de igualdad y prosperidad, que parte de la premisa de que todo el mundo tenga este lúcido instinto; a la larga, la Bolsa rinde más que cualquier otra forma de ahorro. Por supuesto, es necesario que los gobiernos, en vez de enriquecer al Estado, faciliten el ahorro y la inversión en bolsa mediante una fiscalidad moderada.
Supongamos ahora que un partido o varios partidos políticos proponen un programa que se corresponde con la realidad económica. ¿Triunfarían en las elecciones? No es fácil que lo hicieran, porque el enriquecimiento y la igualdad por los medios que hemos descrito son fenómenos lentos que se desarrollan a lo largo de la vida y no son perceptibles inmediatamente. Por lo tanto, se necesitaría mucho valor para reducir la ignorancia y la demagogia en este ámbito a fin de aumentar el conocimiento y difundir los datos reales que mejoran nuestra vida en sociedad. Pero ¿no sería este un deber moral que, tal vez a la larga, encontraría su recompensa en la bendición del sufragio universal? Soñemos con conciliar moralidad, conocimiento y democracia.