Francesca Albanese no se anduvo con rodeos. En un firme discurso pronunciado el 29 de octubre ante la Tercera Comisión de la Asamblea General de las Naciones Unidas, la Relatora Especial de la ONU se apartó de la línea típica de otros funcionarios de la organización y dirigió sus declaraciones a las personas presentes.
«¿Es posible que ni siquiera después de 42.000 personas muertas no puedan empatizar con la población palestina?», afirmó Albanese en su declaración sobre la necesidad de «reconocer que (la guerra de Israel contra Gaza) es un genocidio». «Aquellos de ustedes que no han dicho una palabra sobre lo que está sucediendo en Gaza demuestran que la empatía se ha evaporado de esta sala», agregó.
¿Fue Albanese demasiado idealista cuando eligió apelar a la empatía que, en sus propias palabras, representa «el pegamento que nos mantiene unidos como humanidad»?
La respuesta depende en gran medida de cómo queremos definir el papel que desempeñan las Naciones Unidas y sus diversas instituciones, si su plataforma global se estableció como garante de la paz o como un club político para aquellos con poder militar y poder político para imponer sus agendas al resto del mundo.
Albanese no es la primera persona que expresa su profunda frustración por el colapso institucional, por no decir moral, de la ONU, o por la incapacidad de la institución para realizar algún tipo de cambio tangible, especialmente durante momentos de grandes crisis.
El propio secretario general de la ONU, António Guterres, había acusado al poder ejecutivo de la ONU, el Consejo de Seguridad, de ser «anticuado», «injusto» y un «sistema ineficaz».
«La verdad es que el Consejo de Seguridad ha fracasado sistemáticamente en relación con la capacidad para poner fin a los conflictos más dramáticos a los que nos enfrentamos hoy», dijo refiriéndose a Sudán, Gaza y Ucrania. Además, aunque señaló que «la ONU no es el Consejo de Seguridad», Guterres reconoció que todos los órganos de la ONU «sufren por el hecho de que la gente los mira y piensa: ‘Bueno, pero el Consejo de Seguridad nos ha fallado.’»
Sin embargo, algunos funcionarios de la ONU están preocupados sobre todo por el hecho de que el fracaso de la institución compromete la posición del sistema internacional y, por lo tanto, lo que queda de su propia credibilidad. Pero a algunos, como Albanese, realmente les mueve profundo sentido de humanidad.
El 28 de octubre de 2023, pocas semanas después del inicio de la guerra el director de la oficina en Nueva York del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos dejó su puesto porque ya no podía encontrar ninguna forma de conciliar la credibilidad de la institución con el fracaso a la hora de detener la guerra en Gaza. «Esta será mi última comunicación con ustedes», escribió Craig Mokhiber al Alto Comisionado de la ONU en Ginebra, Volker Turk. «Una vez más estamos viendo un genocidio que tiene lugar ante nuestros ojos y la organización a la que servimos parece ser impotente para detenerlo», añadió Mokhiber.
La frase «una vez más» puede explicar por qué el funcionario de la ONU tomó la decisión de irse poco después del inicio de la guerra. Sentía que la historia se estaba repitiendo, con todos sus detalles sangrientos, mientras que la comunidad internacional seguía dividida entre impotencia y apatía.
El problema tiene múltiples capas y se complica por el hecho de que los funcionarios y empleados de las Naciones Unidas no tienen la capacidad de alterar la muy sesgada estructura de la mayor institución política del mundo. Ese poder está en manos de quienes ejercen el poder político, militar, financiero y de veto.
En este contexto países como Israel pueden hacer lo que quieran, incluido proscribir las mismas organizaciones de la ONU a las que se ha dado el cometido de defender el derecho internacional, como hizo la Knesset Israelí el 28 de octubre cuando aprobó una ley que prohibía a la UNRWA realizar «cualquier actividad» o prestar servicios en Israel y los territorios ocupados.
Pero ¿hay una salida?
Muchas personas, especialmente en el Sur Global, creen que la ONU ha perdido su utilidad o necesita serias reformas.
Estas observaciones son válidas y se basan en esta simple máxima: la ONU fue creada en 1945 con los objetivos principales de «mantener la paz y la seguridad internacionales, la promoción del bienestar de los pueblos del mundo y la cooperación internacional para estos fines.»
Muy poco de lo prometido se ha logrado. De hecho, la ONU no solo ha fracasado en esa misión principal, sino que se ha convertido en una manifestación de la desigual distribución del poder entre sus miembros.
Aunque la ONU se formó después de las atrocidades de la Segunda Guerra Mundial, ahora es prácticamente inútil a la hora de detener atrocidades similares en Palestina, el Líbano, Sudán y otros lugares.
Albanese señaló en su discurso que si continúan si los fracasos de la ONU, su mandato se volverá aún más «irrelevante para el resto del mundo», especialmente durante estos tiempos de agitación.
Albanese tiene razón, por supuesto, pero considerando el daño irreversible que ya se ha ocasionado, difícilmente se puede encontrar una justificación moral y mucho menos racional de por qué la ONU debería seguir existiendo, al menos en su forma actual.
Ahora que el Sur Global finalmente se está levantando con sus propias iniciativas políticas, económicas y legales, es hora de que estos nuevos organismos ofrezcan una alternativa a la ONU o presionen para que haya unas reformas serias e irreversibles en la organización.
Es esto, o el sistema internacional se seguirá definiendo únicamente por la apatía y el egoísmo.