Según Donald Trump, el mundo es blanco o negro, pero no es verdad. Su intención –y no la esconde– es abandonar Europa a su suerte, ya que considera que puede defenderse sola y que, globalmente, es una potencia menor. Su posición sobre Oriente Próximo también es bastante clara. Consiste en confiar en que Israel imponga el orden por la fuerza en la región. A Trump le importa poco lo que piensen los pueblos árabes, y subestima las posibles respuestas, sobre todo terroristas. Lo que más interesa al principal responsable –como ya ocurrió con Joe Biden y Barack Obama– es Asia, y más concretamente la amenaza que representa China. Todo en las intenciones de Trump apunta a contener a China, o incluso a ponerla de rodillas por medios económicos, principalmente aranceles aduaneros prohibitivos, y por medios militares, rodeándola con un círculo estratégico que iría desde Corea del Sur hasta India, pasando por Japón, Indonesia y Vietnam. Son espejismos, ilusiones que no me parecen basadas en una Asia real, sino en una China mítica. Lo que me recuerda las palabras del emperador alemán Guillermo II, a quien se atribuye la invención del concepto de ‘peligro amarillo’. ¿Existe realmente un peligro chino? Y si es así, ¿cómo puede abordarse?
Mi respuesta, en forma de hipótesis, es que no hay ningún peligro chino, salvo el que pueda provocar Estados Unidos. Y que las respuestas esbozadas por Trump son poco realistas. Empecemos por los aranceles del cien por cien a las importaciones chinas. El razonamiento económico es pobre y falso. Este impuesto a la importación provocaría inmediatamente una caída del valor del yuan, lo que permitiría a los chinos bajar sus precios de venta en Estados Unidos y anular el efecto disuasorio de los aranceles en cuestión. Es más, este aumento de los aranceles lo pagaría en última instancia el consumidor estadounidense, ya que los productos que China vende a Estados Unidos serían en cualquier caso más baratos, incluso después de los aranceles, y la mayoría de las veces no tendrían un equivalente producido localmente en Norteamérica. Al igual que ocurrió en la década de 1980 con las importaciones de Corea del Sur y Japón, esta guerra comercial contra China, a la larga, llevará a los productores chinos a pasar por Canadá o México. Dar a entender, como hace Trump, que las cantidades generadas gracias a los aranceles enriquecerían al Gobierno estadounidense hasta el punto de que le permitiría suprimir el impuesto sobre la renta es una contradicción, ya que la caída de las importaciones provocaría una caída de la recaudación. También en este caso, el efecto de los aranceles sería nulo.
Analicemos ahora el planteamiento estratégico de Trump frente a la amenaza china. El cerco de hierro instaurado en Asia por las vías diplomática y militar, que ya existe en gran medida (con la posible excepción de India, que siempre ha preferido la neutralidad), parece el dibujo de un niño en un mapa geográfico. Hoy en día, los conflictos militares juegan con la proximidad y la distancia: los drones y los cohetes no se molestan en cercar. La estrategia de ‘contención’ de Trump es una copia de la que se adoptó después de 1947 contra la Unión Soviética, pero con un siglo de retraso respecto al tipo de armamento que se utiliza en la actualidad, como puede verse en Oriente Próximo y Ucrania.
Pero la pregunta fundamental es si China constituye realmente una amenaza. Por lo que sé de este país asiático al que he dedicado cuarenta años de investigaciones y visitas económicas y estratégicas, temo un trágico malentendido entre China y Occidente. Lo que China quiere no es la guerra, sino la prosperidad, que aún está muy lejos de alcanzar. Una cuarta parte de la población china sigue viviendo en la pobreza. Los dirigentes chinos exigen también el reconocimiento de su dignidad, de su civilización (aunque muy dañada por los comunistas) y de su derecho a intervenir en el orden mundial. En otras palabras, China sigue inmersa en un proceso de descolonización que se prolongará mientras Occidente no reconozca que la ha colonizado desde el siglo XVIII. Lo que realmente quiere el Gobierno chino es preservar el poder absoluto del Partido Comunista. Esto debería preocuparnos, ya que en China sigue habiendo movimientos democráticos y resistencia religiosa, así como una sociedad civil incipiente; lamentablemente, no prestamos ningún apoyo ni damos ninguna importancia a esta sociedad civil.
Por tanto, la estrategia correcta hacia China exigiría que no la rodeáramos ni la castigáramos, sino que reconociéramos sus pretensiones legítimas, recordando al mismo tiempo nuestro apego a los derechos humanos: una reivindicación que no es ajena al pueblo chino, aunque el Partido Comunista quiera hacernos creer lo contrario. Así pues, el enemigo inmediato no es China, sino el régimen de Vladímir Putin. ¿Quién está sembrando la guerra y el desorden en Ucrania, Georgia, Moldavia, el África saheliana y Siria? Putin. Solamente hay un belicista en el mundo actual, apoyado por dos regímenes mercenarios: Irán y Corea del Norte. Trump cree, muy equivocadamente, que se puede negociar con Putin, algo que nadie ha conseguido nunca.
Trump también piensa, con razón o sin ella, que Rusia es un actor menor, un país en declive, lo cual es cierto, pero no por ello menos peligroso. Por eso, abandonar Ucrania para volverse contra China –una estrategia que comenzó con Obama– es un grave error de análisis cuyos únicos fundamentos son el desconocimiento de los mecanismos económicos y de las civilizaciones distintas a la occidental y una mala interpretación de lo que quiere el régimen de Pekín. Otra señal adicional es el flujo de migrantes hacia Estados Unidos. Dejando a un lado a Iberoamérica, foco histórico de esa inmigración, son sobre todo los chinos los que desean marcharse a Estados Unidos. ¿Y qué hay de los líderes chinos? Ocultan sus riquezas, a sus esposas, a sus amantes y a sus hijos en Estados Unidos. Si el régimen chino fuera el enemigo, ¿se imaginan que sus dirigentes verían Estados Unidos como el mejor sitio para proteger sus bienes y su futuro?
Como Donald Trump y su séquito no escuchan nada ni a nadie, y no van a aprender nada, difícilmente podemos esperar que modifiquen su análisis: se aferrarán al peligro amarillo, un chivo expiatorio contra el que es fácil movilizar a la opinión pública en Estados Unidos. Es necesario que la Unión Europea, un caleidoscopio frágil, pero al mismo tiempo una comunidad de destino, vea la verdad, la diga, facilite las relaciones con China y se alce imperiosamente contra Putin, el Atila de la Edad Moderna. Si el canciller alemán telefonea a Putin y el presidente francés se plantea hacer lo mismo, pues se equivocan de número. Nada bueno va a salir de ello. Mientras que llamar a Xi Jin Ping en Pekín lo cambiaría todo, para bien.