Javier Sampedro: La Biblioteca de Alejandría arde de nuevo

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Raro será el historiador que no se haya preguntado alguna vez cuánto conocimiento perdió la humanidad cuando se quemó la Biblioteca de Alejandría, el archivo cultural más célebre de la antigüedad clásica. Las bibliotecas anteriores sufrían de un localismo francamente provinciano incluso para la época y se dedicaban, más que otra cosa, a preservar las tradiciones de su ciudad y las ocurrencias de sus sobrevalorados próceres. Alejandría era una cuestión completamente distinta. Perseguía el conocimiento universal, por más que el universo conocido en la época fuera una lágrima en el océano. Por allí se pasaron muchos sabios griegos a ver si aprendían algo de lo que habían descubierto otros sabios en otros pueblos, y así lo relataron Heródoto, Platón, Teofrasto y Eudoxo. Sumergirse en la Biblioteca de Alejandría debía de ser el sueño de cualquier mente inquieta de la Grecia antigua y sus aledaños.

Con los años y los siglos, los reyes macedonios y egipcios que se consideraban herederos de Alejandro el Grande, y sobre todo los Ptolomeos, como les llaman los eruditos, se enredaron hasta las trancas en la adquisición de libros, unas veces pagando una pasta y otras confiscándoselos a cualquiera que atracara su barco en Alejandría. Ptolomeo III, por ejemplo, dio un golpe magistral al alquilar los originales de Esquilo, Sófocles y Eurípides por la escandalosa cifra de 15 talentos. Les dijo a los gobernadores atenienses que se los dejaran para copiarlos, les coló las copias de vuelta y se quedó los originales en la Biblioteca de Alejandría. Los atenienses, al menos, se embolsaron los 15 talentos.

Los estudiosos actuales piensan que la librería no se destruyó en un solo incendio catastrófico, sino en varios, empezando por un error de cálculo de Julio César —que solo pretendía quemar la flota enemiga, el pobre, y se llevó media ciudad por delante— y acabando 400 años después por Teodosio I y su manía de erradicar a los paganos. El caso es que allí no quedó un jodido libro.

Y hoy corremos el mismo riesgo. El papel de aquella institución venerable lo cumple hoy internet, donde se deposita de un modo u otro todo el conocimiento que produce la humanidad, ¿no es cierto? Pues no, no es cierto.

Hay millones de papers (artículos científicos revisados por pares) que están en riesgo de desaparecer. Toda esa producción de los investigadores mundiales flota ahora mismo en un limbo existencial, porque no están compilados en ninguna de las principales bases de datos digitales que utilizan los científicos y los profesores, y en las que se basarán los historiadores del futuro para entender nuestra época, una tarea nada fácil. De una muestra de siete millones de papers identificados por su DOI (digital object indentifier, una especie de matrícula de las publicaciones académicas y oficiales), nada menos que dos millones están ausentes de los archivos que consulta todo el mundo. La producción de conocimiento, que alcanza una velocidad récord en nuestro tiempo, ha desbordado por completo el tesón de los archiveros, sean de carne o de silicio. En lo que va de siglo XXI han desaparecido 174 revistas profesionales de acceso libre. La Biblioteca de Alejandría se nos está quemando, y esta vez sin ayuda de César ni de Cleopatra.

Es fácil pensar como un cínico y decir que, para la basura que publica la gente, más vale que se pierda la mitad. Pero eso es una actitud miope. Primero, porque una gran parte de esa producción prescindible está archivada a salvo en las bases de datos solventes. Segundo, porque no sabemos cuántas investigaciones de las que estamos perdiendo merecerán la pena algún día, puesto que no puede leerlas nadie. Y tercero: si esos estudios no sirven para nada, ¿por qué los hacemos? Salvad la biblioteca. No seáis antiguos.

 

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