Suzanne Nossel: Es hora de ampliar el Consejo de Seguridad de la ONU

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En gran parte del mundo existe un creciente resentimiento por la cantidad de atención y dinero que Occidente está canalizando hacia Ucrania. Países de fuera de Europa están asolados por la guerra y las penurias, pero su sufrimiento sólo recibe una pequeña parte de la atención que se presta a Kiev. Como dijo el ministro de Asuntos Exteriores indio Subrahmanyam Jaishankar en junio de 2022, la prioridad que los Estados más ricos han dado a Ucrania trata los problemas de Europa “como problemas del mundo”, aunque “los problemas del mundo no se consideran problemas de Europa”.

Este descontento supone un reto para la Administración Biden. Para luchar contra la agresión del presidente ruso Vladímir Putin y hacer frente a las ambiciones económicas, políticas y territoriales de una China en ascenso, Estados Unidos tendrá que mirar más allá de sus aliados occidentales incondicionales y recabar apoyos en todo el mundo. En especial, tendrá que reforzar sus lazos con las numerosas potencias emergentes, como Brasil e India, que actualmente basculan entre Washington y sus principales rivales. Algunos de estos gobiernos comparten los intereses de Estados Unidos; Nueva Delhi, por ejemplo, también se enfrenta a un Pekín cada vez más poderoso. Sin embargo, ninguno de ellos se convertirá en socio total de Washington si tienen la sensación de que los responsables políticos estadounidenses no se toman en serio sus deseos ni los tratan como pares geopolíticos.

Estos países tienen intereses diversos, lo que hace imposible que Estados Unidos pueda complacerlos a todos. Pero hay una forma de que Washington tome la iniciativa a la hora de apoyar sus ambiciones y reflejar su creciente influencia: impulsar el debate, estancado desde hace tiempo, sobre la ampliación del Consejo de Seguridad de la ONU. Muchos de los países en desarrollo más poderosos del mundo llevan tiempo buscando un lugar en este órgano, y una iniciativa creíble de Estados Unidos para incorporarlos tendría un significado simbólico singular. Si tiene éxito, la iniciativa podría reportar también beneficios prácticos. Una arquitectura de seguridad global actualizada reforzaría el sistema basado en normas posterior a 1945 que defiende la Administración Biden, mitigaría los resentimientos geopolíticos fomentados por la percepción de acaparamiento de influencia por parte de Occidente y ofrecería posibles formas de aislar y estigmatizar más eficazmente a China y Rusia cuando incumplan las normas globales.

Elaborar una propuesta viable no será fácil, y la iniciativa no está exenta de riesgos. Al fin y al cabo, los planes de décadas pasadas nunca llegaron a cuajar, y el listón para el cambio es muy alto. Para ser aprobada, una propuesta de reforma del Consejo de Seguridad debe obtener el apoyo de dos tercios de los Estados miembros de la Asamblea General de la ONU (128 de los 193 actuales), así como de los cinco miembros permanentes actuales del Consejo. Hasta ahora, la mayoría de las fórmulas se han centrado en añadir países concretos como miembros permanentes del Consejo de Seguridad, una propuesta muy controvertida tanto porque podría diluir la influencia de los actuales titulares de los puestos permanentes del Consejo como porque podría privilegiar a perpetuidad a un nuevo grupo de naciones a expensas de sus rivales regionales. La Administración de Biden podría reducir esas trabas al proponer que la ONU creara un nuevo nivel más flexible de puestos en el Consejo, asignados según criterios objetivos de población y producto interior bruto. Los ocupantes rotarían periódicamente –quizá tras una década de servicio– si cambiara su clasificación estadística. Aunque ampliar el derecho de veto a estos miembros de larga duración no sería viable políticamente, gozarían de otras ventajas, como voz y voto a largo plazo en el principal foro de seguridad del mundo.

Esta flexibilidad contribuiría a salvaguardar la credibilidad del Consejo a largo plazo. La estructura del Consejo de Seguridad de la ONU no ha cambiado desde su creación, por lo que no está en sintonía con las realidades geopolíticas actuales, lo que disminuye su importancia mundial. Si la asignación de puestos se basara en criterios objetivos, el organismo evolucionaría de forma natural junto con el mundo al que debe servir. Y si el cambio se produjera en respuesta a un plan de Washington, Estados Unidos ganaría crédito por su liderazgo en una cuestión que importa a las capitales que más necesita.

Acciones y palabras

Cuando Rusia invadió Ucrania en febrero de 2022, parecía que el mundo podría unirse en torno a los principios de no agresión, soberanía y derechos humanos. Pero fuera de Occidente había escepticismo. Los principales Estados africanos, asiáticos y sudamericanos se abstuvieron en las resoluciones de la Asamblea General de la ONU que condenaban la guerra. Muchos países africanos y de Oriente Medio se quejaron de que Europa acogiera a refugiados ucranianos y rechazara a los procedentes de Siria, Sudán y otros países. Según funcionarios estadounidenses, Sudáfrica incluso ha suministrado armas a Rusia, a pesar de haberse comprometido a permanecer neutral. La guerra ha puesto a prueba el suministro mundial de alimentos, ha interrumpido el flujo de energía y ha exacerbado la inflación, especialmente en los países en desarrollo. El resultado ha acentuado el antiguo resentimiento hacia el actual orden mundial y las grandes potencias tradicionales que siguen dominándolo. La Administración Biden sabe que necesita mejorar sus vínculos con los Estados intermedios, especialmente ahora que Pekín y Moscú intentan alejar a estos países de la órbita de Washington. Sabe que defender la reforma del Consejo de Seguridad sería una forma eficaz de hacerlo. Por eso, en un discurso pronunciado en la ONU en septiembre de 2022, el presidente, Joe Biden, subrayó que apoya el aumento del número de miembros no permanentes y permanentes del Consejo. Reafirmó los llamamientos anteriores de Estados Unidos para que determinados países reciban puestos permanentes (Washington ha respaldado las aspiraciones al Consejo de Alemania, India y Japón) y habló de la necesidad de que América Latina y el Caribe, así como África, estén representadas en un consejo ampliado. El discurso de Biden parece haber sido algo más que retórica vacía. Según informó The Washington Post, diplomáticos estadounidenses, incluida la representante permanente de Estados Unidos ante la ONU, Linda Thomas-Greenfield, han estado barajando ideas para la ampliación, un proceso que se intensifica a medida que se acerca la sesión inaugural de la Asamblea General de este año, en septiembre.

Las palabras de Biden fueron bien recibidas y otros líderes mundiales se hicieron eco de ellas. El ministro de Asuntos Exteriores de Reino Unido, por ejemplo, pidió en junio la ampliación del Consejo. Las declaraciones de Biden también despertaron cierta expectación entre los aspirantes, al sugerir que sus antiguas esperanzas podrían no ser eternamente en vano. Pero para demostrar que se toma en serio no sólo la idea de apoyar, sino de impulsar un orden mundial más representativo, Washington avanzó en septiembre del 2023 una propuesta para superar los obstáculos que han paralizado las reformas del Consejo de Seguridad durante décadas.

El principal de esos obstáculos son los cinco miembros permanentes del Consejo. Cada uno de estos Estados –China, Francia, Rusia, Reino Unido y Estados Unidos– ha utilizado su influencia para rechazar los anteriores intentos de ampliación, ya sea mediante una oposición activa o una indiferencia pasiva que reforzaba el statu quo. Su razonamiento es simple e interesado: estos países no están dispuestos a renunciar a su propio poder de veto y prefieren no conceder privilegios proporcionales a otros Estados, que podrían obstaculizar sus intereses.

Pero los miembros permanentes no son los únicos obstáculos. Hay muchos países fuera del Consejo de Seguridad que codician puestos en él, y están en desacuerdo con sus rivales regionales sobre quién debería obtener nuevas plazas. Egipto y Etiopía, por ejemplo, no tienen ningún interés en que Nigeria represente a su continente. A Italia no le gustaría que Alemania ascendiera. Argentina y México se oponen a las ambiciones de Brasil. Y aunque estos Estados pudieran resolver sus diferencias, los aspirantes a la reforma han tenido que enfrentarse a consideraciones prácticas. Un Consejo demasiado grande, difícil de manejar y con capacidad de veto podría ser incapaz de llevar a cabo tareas rutinarias –como mediar en conflictos y supervisar las misiones de mantenimiento de la paz en África– que hoy en día se desarrollan con relativa fluidez.

Suficientemente justo

Sin embargo, es posible que Estados Unidos elabore una propuesta que supere muchos de estos obstáculos. Puede empezar por evitar la incorporación de nuevos miembros permanentes y en su lugar, solicitar una nueva clase separada de puestos a largo plazo, no asignados por decreto o mediante negociaciones, sino sobre la base de criterios objetivos. Este sistema dejaría intacto el actual poder de veto de los cinco Estados permanentes; la realpolitik se traduce en que esta faceta del sistema es imposible de cambiar. Pero los puestos a largo plazo harían que la toma de decisiones del Consejo de Seguridad fuera más inclusiva y representativa.

Hay razones para pensar que la mayoría de los contendientes, y quizá todos ellos, aceptarían esta propuesta. Aunque algunos aspirantes al Consejo, como India, se han mostrado reacios a aceptar cualquier cosa que no sea un puesto con derecho a veto, se cree que otros, como Japón y Alemania, están más abiertos a escenarios de acuerdo que satisfagan algunas de sus esperanzas, si no todas. Y los gobiernos empeñados en obtener un veto, como Nueva Delhi, podrían finalmente cambiar de opinión si hubiera puestos disponibles a largo plazo, aunque la pertenencia permanente pareciera lejana. La competencia, a menudo feroz, por los puestos rotatorios de dos años en el Consejo demuestra el valor que las capitales conceden a formar parte del sanctasanctórum de la paz y la seguridad. Incluso sin derecho a veto, un puesto en el Consejo significa poder hablar ante las cámaras, presentar propuestas y establecer el orden del día del Consejo cuando se ocupa de la presidencia rotatoria mensual del organismo. Permite a los países codearse con las principales potencias mundiales.

Además, los nuevos Estados podrán impulsar la acción del Consejo y ayudar a impedir que se aprueben propuestas. En la actualidad, las decisiones del Consejo se basan en el voto afirmativo de nueve de los 15 miembros, sujeto al veto de cualquiera de los cinco miembros permanentes. En un Consejo reformado, el umbral para actuar podría seguir siendo una mayoría más uno, lo que daría a los nuevos miembros la oportunidad de ayudar a votar a favor o en contra de las medidas.

En lugar de preseleccionar a los países para estos puestos a largo plazo, la propuesta de Estados Unidos debería establecer medidas objetivas para determinar cuáles entran. Lo más sencillo sería utilizar las cifras más actualizadas del Fondo Monetario Internacional y la ONU sobre PIB y población. Al fin y al cabo, quizá sean los indicadores más cuantificables de la influencia y el poder internacional de un país.

Washington podría proponer específicamente añadir dos miembros al Consejo de Seguridad –uno por población y otro por PIB– de cada uno de los cinco grupos regionales de la ONU: Asia-Pacífico, África, América Latina y Caribe, Europa del Este y Europa Occidental y Otros (que incluye a Estados Unidos como observador y a efectos de voto). Si los Estados líderes de un grupo ya son miembros permanentes, entrarían los Estados situados en segundo lugar según cada criterio. Si un solo Estado lidera tanto en población como en PIB, el segundo puesto podría ser para el país con la segunda mayor población.

De Asia-Pacífico, esta fórmula daría escaños a India por población y a Japón por PIB. De África, Nigeria y Sudáfrica se convertirían en miembros. Brasil y México serían los que entraran del grupo de América Latina y el Caribe. Polonia y Ucrania se incorporarían desde Europa del Este, mientras que Alemania y, dependiendo del momento, Italia o Canadá ascenderían desde el grupo de Europa Occidental y Otros. Si se mantuviera intacto el grupo de diez miembros del Consejo elegidos a corto plazo, la nueva propuesta podría dar lugar a un Consejo con un tamaño total de entre 20 y 24 miembros (dependiendo de las especificidades del plan adoptado): una cifra dentro del rango de otras propuestas que llevan tiempo debatiéndose.

Más representación

Esta asignación haría que la representación del Consejo fuera mucho más amplia de lo que es ahora. Sin embargo, seguiría sobrerrepresentando a Europa y, potencialmente, a Norteamérica. Si otros continentes se opusieran a este desequilibrio, Estados Unidos podría proponer limitar cada región de la ONU a tres o cuatro países en total, tal vez dependiendo de si Estados Unidos es tratado como miembro formal del grupo de Europa Occidental y Otros. Si los reformistas quisieran aún más igualdad, podrían limitar el número de Estados por región a dos, incluyendo a los Estados existentes y dando prioridad a la población sobre el PIB cuando fuera necesario. Un tope de dos impediría cualquier nueva incorporación de Europa Occidental y Otros y limitaría a Asia-Pacífico y Europa Oriental a un solo miembro nuevo. En lugar de nueve o diez nuevos países, esta fórmula daría lugar a sólo seis: Brasil, India, México, Nigeria, Sudáfrica y Ucrania. Otras variantes de esta propuesta podrían asignar el número de nuevos escaños por región de forma proporcional, en función de la población total de la zona, o en función del número de miembros soberanos individuales de la Asamblea General dentro de una zona.

Este sistema no aplacaría los recelos de Pakistán ante un escaño indio, ni los de Egipto ante el ascenso de Nigeria. Pero al seguir limitando los derechos de veto y garantizar que los escaños puedan cambiar de manos con el tiempo, las propuestas serían al menos más aceptables. India, por ejemplo, no podría frenar por sí sola una resolución que facilitara las cosas a Pakistán. Egipto podría consolarse con el hecho de que Sudáfrica podría no estar en el Consejo para siempre.

Y lo que es más importante, la adopción de un sistema basado en criterios y sujeto a actualizaciones periódicas ayudaría a evitar que el Consejo de Seguridad se limitara a adoptar una composición nueva y calcificada. Crear puestos permanentes adicionales en la década de 2020 condenaría al Consejo de Seguridad de la década de 2040 o 2050 a la misma obsolescencia consagrada políticamente que ha atormentado al organismo durante años. Y al codificar por adelantado que los cálculos del PIB y la población para los puestos a largo plazo se revisarían después de cada década, ningún país –ni siquiera los del Consejo– podría discutir lo que dictan las últimas cifras del PIB y la población en cuanto a la composición del Consejo. Al igual que ocurre con el actual sistema de rotación de los puestos temporales, las renovaciones periódicas se llevarían a cabo metódicamente, sin abrir nuevos debates políticos.

De hecho, existen precedentes de reformas de la ONU que incorporan la actualización automática de la elegibilidad. En 1973, la Asamblea General adoptó una escala de cuotas para el mantenimiento de la paz que concedía a ciertos países en desarrollo fuertes descuentos en sus cuotas de pago. Pero al cabo de 27 años, algunos de los beneficiarios –como Qatar, Singapur y Emiratos Árabes Unidos– se habían enriquecido y, por tanto, ya no necesitaban las concesiones. En el año 2000, los miembros de la ONU negociaron una revisión de este sistema que retiraba las reducciones a los Estados que no las necesitaban y diseñaba una nueva escala que vinculaba los descuentos al PIB per cápita, de manera que garantizaba que los pagos de los países se ajustaran a medida que cambiara su riqueza relativa.

Riesgos y beneficios

Es cierto que muchos de los países con más probabilidades de adherirse a la UE en virtud de esta propuesta –en particular Alemania, India y Japón– encabezan la lista de Estados que Washington ya ha manifestado su deseo de incorporar. Y, en conjunto, hay razones para pensar que Washington saldría ganando con esta propuesta. Entre los nuevos miembros a largo plazo se incluirían democracias consolidadas cuya presencia podría aumentar los costes reputacionales para China y Rusia si utilizaran su derecho de veto con el fin de proteger a los violadores de los derechos humanos o si obstaculizaran los esfuerzos para sofocar conflictos como la guerra civil en Siria, que en su mayor parte desafió la acción del Consejo durante años en la década de 2010. Si Estados Unidos y sus aliados consiguieran hacer causa común con los nuevos miembros a largo plazo en prioridades clave, los costes políticos de la obstrucción rusa y china aumentarían aún más. Washington ya está estrechando lazos con India y Nigeria, y si prospera la propuesta estadounidense de incluirlos en el Consejo, estas relaciones podrían hacerse más estrechas.

Pero los méritos de un sistema basado en criterios trascienden los intereses nacionales particulares de cualquier país. Al fin y al cabo, los criterios son un reflejo objetivo y justo del sistema internacional: el dinero da a los Estados un poder considerable, al igual que las personas. Al añadir países con mayor población, Estados Unidos también contribuiría a que el Consejo representara a una parte del mundo mucho mayor que la actual. Aunque parece prácticamente imposible que el Consejo se convierta en un organismo mundial verdaderamente equitativo, al menos por el momento, incluso los críticos más vehementes del poder estadounidense lo tendrían difícil para argumentar que admitir a los países más poblados o prósperos del planeta es una propuesta interesada. De hecho, Washington podría salir perdiendo con las incorporaciones. Nueva Delhi, Pretoria y otros aspirantes al Consejo de Seguridad albergan arraigadas tensiones antioccidentales que han aflorado en sus respuestas a la invasión rusa. Aunque el veto estadounidense seguiría siendo un baluarte contundente contra resultados desagradables, es posible que estos gobiernos y otros nuevos admitidos se endurezcan en un bloque poco amistoso. Al impulsar esta reforma, Estados Unidos estaría apostando a que, al acercar a los principales países del Sur Global al círculo privilegiado de la gobernanza internacional, podría evitar que surgiera un grupo de este tipo y lograr avances diplomáticos con algunas contrapartes duras. Aunque lograr un acuerdo sobre una nueva fórmula para el Consejo de Seguridad con Pekín, Moscú y el Senado de Estados Unidos es una tarea de enormes proporciones, un plan que cuente con un importante respaldo mundial podría generar un fuerte impulso y obligar a los países a negociar sus diferencias y hacer concesiones. Un escenario en el que Washington defienda un nuevo paradigma popular y China y Rusia bloqueen su aprobación podría alterar los actuales alineamientos internacionales.

Para Washington, por tanto, abrir el debate sobre un sistema basado en criterios es una apuesta que merece la pena. Estados Unidos necesita amigos más cercanos fuera de Europa, y necesita desesperadamente salvaguardar el orden internacional basado en normas. Trabajar para aumentar el tamaño del Consejo de Seguridad ayudaría a reforzar la reputación de Washington, al tiempo que proporcionaría a las Naciones Unidas una nueva oportunidad en un momento en el que el sistema de gobernanza mundial posterior a la Segunda Guerra Mundial corre el riesgo de derrumbarse. De este modo, se abriría un nuevo capítulo en el actual orden internacional. De hecho, aunque la ONU no acepte las propuestas de Washington a corto plazo, éstas podrían contribuir a impulsar el progreso. Introducir nuevas ideas en un esfuerzo por desatascar el debate podría catalizar la reinvención del Consejo.

Esta renovación es esencial para que la ONU siga funcionando. El estancamiento de la reforma del Consejo de Seguridad se ha prolongado durante generaciones. En algún momento, este sistema frágil y arcaico se hundirá bajo el peso del mundo. Puede que ese colapso no parezca inminente, pero al igual que ocurre con las fallas geológicas, la dinámica geopolítica puede cambiar de forma inesperada, irreversible y, en ocasiones, catastrófica. Y aunque a menudo se tache al Consejo de impotente, su implosión por no dar cabida a frustraciones de larga data dejaría tras de sí un mundo más caótico y peligroso.

Es directora general de PEN América y ex subsecretaria de Estado de Estados Unidos para Organizaciones Internacionales. Artículo publicado originalmente el 7 de julio de 2023 por la revista ‘Foreign Affairs’.

 

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