En los últimos meses el foco de atención internacional se había posado con inquieta atención en la presencia de tropas norcoreanas en Ucrania. Meses antes, el líder supremo de Corea del Norte, Kim Jong-Un, tomó la drástica decisión de quemar las naves con Corea del Sur. El año pasado calificó al país hermano de “enemigo principal”, señaló la posibilidad de incorporarlo por la fuerza, y para no dejar cabos sueltos, avisó que utilizaría armamento nuclear en caso de percibir una amenaza al régimen. Dentro de la gravedad, nada sorprendente en la forma de proceder de Pyongyang, alineada en el eje CRINK —acrónimo de China, Rusia, Irán y Corea del Norte— en connivencia con la invasión de Ucrania.
Sin embargo, nadie pudo imaginar una amenaza a la estabilidad regional proveniente de un país del eje opuesto: Corea del Sur. Una democracia vibrante cuyos indicadores de desarrollo la sitúan entre los niveles más altos de modernización, que exporta tecnología digital de vanguardia, y ejerce un notable soft power mundial a través de su cultura popular. Una democracia consolidada, con un nivel de prosperidad comparable al de Japón o el Reino Unido, que en la década de los ochenta era reconocida como uno de los cuatro Pequeños Dragones de los países recién industrializados de Extremo Oriente, junto con Taiwán, Hong Kong y Singapur.
La decisión del presidente surcoreano, el conservador Yoon Suk-Yeol, de aplicar la ley marcial con nocturnidad literal y alevosía, tiene las características de un episodio que transgrede la lógica del orden establecido: Corea del Sur se comporta como cabría esperar de Corea del Norte; el presidente, amparándose en la amenaza de supuestas fuerzas radicales de la izquierda afines a Corea del Norte, asalta la democracia para “proteger el orden constitucional libre” (cit apud), y a las seis horas, rectifica y abandona. La inesperada medida de Yoon evoca la década de los sesenta, cuando el Gobierno civil fue derrocado por el golpe de Estado del general Park Chung Hee. No fue hasta 1987 que el país adoptó una nueva Constitución que permitió la elección directa del presidente y fortaleció los poderes de la Asamblea Nacional.
Sobre la aventura kamikaze de Yoon, falta conocer cómo pudo lanzarse a un suicidio político sin contar con las garantías de su partido y el ejército. Todo parece apuntar a una maniobra que tenía por objetivo arrestar a los principales dirigentes de la oposición. Un giro desesperado para mantener el poder ante una crisis de legitimidad. El presidente surcoreano se encuentra acorralado por circunstancias adversas. Por un lado, enfrenta una creciente impopularidad, con un índice de aprobación que ha caído al nivel del 20%. En las elecciones parlamentarias de abril, su formación, el Partido del Poder Popular, fue derrotada por el progresista Partido Democrático, que en la actualidad controla el Parlamento. La nueva configuración política dificultó la aprobación del presupuesto del próximo año. A ello se suma la presión por escándalos de tráfico de influencia que implican a su esposa y a altos funcionarios de su administración, —casos que Yoon ha rechazado investigar—, así como movilizaciones y protestas pidiendo su destitución.
Para John Joseph Chin y Joe Wright, en The Conversation, estamos ante un nuevo caso de “autogolpe”, o golpe a la inversa: la toma de poder por un jefe del Ejecutivo en contravención de las leyes. El presidente, en lugar de ser víctima de un golpe de Estado clásico, emprende acciones ilegales contra otras personas o instituciones del régimen para ampliar su propio poder. En el caso de Yoon, jugaron en su contra la movilización masiva de la sociedad, los reflejos de los parlamentarios al acudir de inmediato a la Asamblea para anular la ley marcial, y el distanciamiento de los altos mandos militares y del dirigente de su partido, Han Dong-hoon.
Las implicaciones internacionales son importantes. Corea del Sur es un pilar clave de Estados Unidos en el Indo-Pacífico, comprometido con la defensa del Derecho internacional en una región marcada por disputas marítimas y territoriales. La administración Biden ha realizado un esfuerzo sostenido para acercar a Corea del Sur y Japón, que comparten la preocupación por las constantes provocaciones de Corea del Norte y los intentos unilaterales de Pekín de cambiar el statu quo en aguas indopacíficas. El resultado de este esfuerzo fue la Cumbre Trilateral de Líderes de Camp David del año pasado y los acuerdos de colaboración tripartita adoptados y puestos en marcha a lo largo de este año.