Para predecir lo que ha de suceder, antes hay que observar lo que ha ocurrido anteriormente. Nicolás Maquiavelo.
En el cotarro noticioso del momento no alcanzamos a reponernos de una noticia cuando ya llega otra que opaca la anterior. Así y todo, hay crónicas con las que uno queda perplejo por la falta de consecuencia, más que de orden político, de principio moral. De manera muy recurrente en el tapete noticioso digital, aparecen, de ese ambiguo sector del ámbito político, las acomodaticias propuestas, las sempiternas marchas y contramarchas, los insistentes llamados a tortuosas y nunca claras negociaciones, acompañados de sutiles presiones, que ponen en evidencia el pretendido entramado de la vana diligencia. Así las cosas, podemos inferir que no aprendieron la lección que impartió el pueblo venezolano el pasado 28 de julio.
Hemos soportado demasiadas penurias, acoso y persecución, demasiada intolerancia, suficientes “acomodos y reacomodos” como para que les permitamos nuevos errores, mentiras y desaciertos. No podemos negar que todos tenemos algo de responsabilidad por lo que nos ha ocurrido como nación.
Ahora bien, si la política es una ciencia, como en verdad lo es, puede ser utilizada para todo: para hacer el bien o para hacer el mal. Es por esta razón que nuestros derechos, intereses ciudadanos y el porvenir de nuestros hijos no podemos dejarlos en manos de esos mercaderes de la política que se empeñan en oxigenar a quienes nos asfixian. Esos seres que proponen una transición gatopardiana, “que todo cambie para que todo siga igual”. Sin erradicar del Poder a quienes han destruido las instituciones y devastado las bases morales, éticas y materiales del país, sino compartiéndolo con ellos en una suerte de Gran Acuerdo Nacional para pasar la página, olvidar lo pasado y crear la ficción de una democracia renovada, de consensos. Esos conocidos Giuseppe Tomasi di Lampedusa connacionales.
Maquiavelo, el precursor de la ciencia política, sostenía que la historia no se trata de una realidad abstracta, sino el registro de las acciones de los “grandes hombres” (los políticos). “Así, pues, los hombres son los únicos responsables del acierto o desacierto en la organización de su vida en común; sólo de ellos depende ese acierto o desacierto, o, para hablar con más propiedad, depende de su capacidad para que sus acciones y decisiones estén guiadas por la virtud y no por la ambición.” Recalcaba el pensador florentino, en sus Textos Cardinales, que la ambición es la causa de la infelicidad humana y del eterno oscilar de los hombres y los Estados. Se trata, pues, de un motor de la historia que opera a favor de la corrupción, la decadencia y la degeneración; es el origen fundamental de toda corrupción e inestabilidad colectivas. Apuntaba Maquiavelo que, antes que un pecado moral, la ambición es un pecado político, pues consiste en anteponer el interés propio al interés común, y eso implica una constante fuente de inestabilidad y conflicto sociopolítico.
Estamos de acuerdo que no es el momento de agrandar fracturas, sino el tiempo de la grandeza política, del esfuerzo de quienes aún se sientan con fuerzas, de dejar los egoísmos personalistas, pero, debemos ser muy cautos, cuidadosos o precavidos, pues si bien la función principal de la política es desde cierto punto organizar a los unos por otros; suele suceder que la política sea más que eso, suele ser la tendencia a ser dominante, y generar poder.
En su libro “La política en tiempos de indignación”, el filósofo Daniel Innerarity nos aclara que la actitud crítica hacia la política es una señal de madurez democrática y no la antesala de su agotamiento: “Que todo el mundo se crea competente para juzgar a sus representantes, incluso cuando estos tienen que tomar decisiones de enorme complejidad, es algo que debería tranquilizarnos, aunque solo sea porque lo contrario sería más preocupante. Una sociedad no es democráticamente madura hasta que no deja de reverenciar a sus representantes y administra celosamente su confianza en ellos”.
Y si un tema se encuentra subyacente en estos tiempos, es precisamente el de la representatividad, que, por cierto, también quedó demostrada el pasado 28 de julio.
Hay muchos Partidos, ONG´S y hasta individuos que no representan a nadie y sin embargo pugnan por estar en cualquier órgano de conducción política. Son muchas ya las discusiones en las que se alega que “ustedes prescinden de la persuasión, del debate, la profunda discusión y la pluralidad”; que nos empeñamos en enfilar nuestra deliberación contra los dirigentes tradicionales, por nuestra incapacidad de interpretar la realidad social del momento. Si algo pudo apreciarse de la Primaria, además de consolidar a María Corina como líder indiscutible, fue su utilidad para sustituir liderazgos de consunción que no ven a la política con sentido de trascendencia si no como un modo de vida o mejor dicho de sobrevivencia.
Hace cierto tiempo advertía Aníbal Romero que el epíteto de la antipolítica es un cómodo estribillo para la polémica, utilizado a la ligera cuando ya no quedan otras armas para zaherir al adversario. A lo que nos permitimos anexar que criticar a cierta clase dirigente no es ser antipolítico, como tampoco la catarsis de un “guerrero del teclado” o la distracción de un “manager de tribuna” y menos aún el sano divertimento de realizar dibujo libre; se trata, simplemente, de un acto político que perfectamente puede provenir -como suele suceder- de ciudadanos políticamente comprometidos.
Sociólogo de la Universidad de Carabobo. Director de Relaciones Interinstitucionales de la Universidad de Carabobo.