Si aplicamos el principio bíblico del ojo por ojo, el resultado es que terminamos todos ciegos.
A lo largo de la historia, las crisis y tragedias han llevado invariablemente a interpretaciones apocalípticas que buscan otorgar a las catástrofes un significado divino. La profecía bíblica de la Guerra de Gog y Magog, que simboliza la confrontación final entre las fuerzas del bien y del mal, es un ejemplo clásico. Según este relato, tras un «mileno de paz», Satanás reúne a Gog y Magog para una última rebelión contra Dios. Gog representa la figura hostil, mientras que Magog simboliza a las naciones enemigas de Dios, que lanzan un ataque masivo contra Israel. Sin embargo, Dios interviene, destruyendo a los agresores con fuego celestial.
Esta narrativa encarna la idea de que una coalición de enemigos intenta erradicar a Israel, pero en su lugar se convierte en el preludio de la llegada del Mesías. Según algunos fanáticos religiosos, el ataque de Hamás del 7 de octubre, que marcó el inicio de la actual guerra de Gaza, constituye el principio de este enfrentamiento apocalíptico. Sin embargo, la tragedia en Gaza trasciende cualquier relato simplista: refleja una repetición histórica de asedios que han devastado a poblaciones civiles y desafían no solo principios éticos, sino también el derecho internacional.
El asedio de ciudades para evitar confrontaciones directas entre ejércitos ha sido una estrategia recurrente a lo largo de la historia. Ejemplos notables incluyen el Sitio de Cartago (149-146 a.C.), la caída de Constantinopla (1453), el cerco de París (1870-1871) y, quizás el más devastador, el sitio de Leningrado durante la Segunda Guerra Mundial (1941-1944).
El sitio de Leningrado, que duró 872 días, fue uno de los episodios más atroces del conflicto global. La ciudad, completamente aislada por el ejército nazi, sufrió una hambruna devastadora que dejó entre 700,000 y 2 millones de muertos, la mayoría por inanición. El bloqueo paralizó las fábricas, colapsó la economía local y dejó cicatrices que persistieron mucho tiempo después de su liberación en 1944.
Hoy Gaza enfrenta un destino similar. Desde junio de 2007, cuando Hamás tomó el control total de la Franja expulsando a las fuerzas de Fatah, Israel ha mantenido un bloqueo terrestre, marítimo y aéreo, alegando razones de seguridad para evitar el contrabando de armas. Egipto también ha restringido severamente el acceso a través de su frontera. Así, la Franja de Gaza lleva más de 6,200 días bajo un asedio que ha paralizado la economía, devastado la infraestructura y dejado a su población atrapada en un ciclo perpetuo de pobreza y violencia.
En Gaza, al igual que en Leningrado, la población civil sufre las consecuencias más crueles de un aislamiento total. En Leningrado, el «Camino de la Vida», una ruta sobre el congelado lago Ládoga, era la única vía para llevar suministros básicos a los ciudadanos sitiados. En Gaza, la dependencia de la ayuda humanitaria enfrenta obstáculos igualmente extremos. Cuando Israel permitió recientemente la entrada de camiones con alimentos, agua y medicinas, los refugios donde estos suministros fueron descargados terminaron siendo atacados y destruidos.
Israel ha justificado su invasión terrestre en Gaza como una estrategia para destruir la capacidad militar de Hamás y detener los ataques con cohetes hacia su territorio. Sin embargo, críticos señalan que el bloqueo y los bombardeos han tenido un impacto desproporcionado en la población civil, generando una crisis humanitaria masiva. Naciones Unidas ha advertido que, si la violencia persiste, el peor escenario podría materializarse: una hambruna generalizada que afectaría a millones de personas.
En septiembre de 1992, el entonces primer ministro israelí Isaac Rabin expresó su frustración con Gaza al comentar ante una delegación estadounidense: «Me gustaría que Gaza se hundiese en el mar, pero eso no va a suceder, así que hay que encontrar una solución«. Treinta y dos años después, esa solución sigue siendo esquiva, pero la idea de hacer desaparecer Gaza parece más presente que nunca en la estrategia de aislamiento y destrucción sistemática.
Actualmente, el riesgo de hambruna en Gaza es alarmante. Naciones Unidas clasificó todo el territorio en la Fase 4 (Emergencia) de su Clasificación Integrada de las Fases de la Seguridad Alimentaria (CIF) para septiembre y octubre de 2024. Más de 1.84 millones de personas enfrentan inseguridad alimentaria aguda, de las cuales 133,000 se encuentran en una situación catastrófica (Fase 5 de la CIF). Además, la desnutrición aguda se encuentra en niveles graves, diez veces más altos que antes de la escalada de hostilidades.
¿Por qué el mundo no protesta masivamente contra lo que parece ser una limpieza étnica o un desplazamiento masivo de palestinos? En parte, esta apatía puede explicarse a través del concepto de orientalismo que Edward Said analiza en su libro Orientalism. Said argumenta que Occidente ha construido una representación cultural e histórica del «Oriente» como un lugar atrasado, irracional y bárbaro, en contraste con la visión de sí mismo como racional, moderno y civilizado. Este discurso no solo refuerza estereotipos culturales, sino que también ha servido para justificar el dominio político, económico y militar de las potencias occidentales sobre el «Oriente».
El orientalismo sigue moldeando percepciones contemporáneas. La cobertura mediática de Gaza, por ejemplo, muchas veces minimiza la tragedia palestina o la presenta de manera deshumanizadora. Aunque es importante señalar que el control mediático no puede ser simplificado con afirmaciones generalizadoras, la concentración de poder en grandes corporaciones mediáticas, sumada a los intereses políticos de Estados que apoyan a Israel, contribuyen a la invisibilización de las voces palestinas.
En Europa, el recuerdo del Holocausto funciona como una «religión civil» que, según algunos críticos, ha sido instrumentalizada para justificar el apoyo incondicional a Israel, incluso cuando las acciones de este Estado contradicen los principios de derechos humanos y el derecho internacional. Este fenómeno es particularmente evidente en Alemania, donde la defensa de Israel se ha convertido en una «razón de Estado».
Las tragedias humanas, nos afectan proporcionalmente a su cercanía. Lo que nos toca de cerca nos conmueve; lo que ocurre lejos, muchas veces, nos deja indiferentes. Gaza es una herida abierta en la conciencia global, un recordatorio de que la indiferencia, el sesgo cultural y los intereses políticos perpetúan el sufrimiento de un pueblo atrapado en un ciclo interminable de violencia.
Algunos observadores señalan que Gaza podría ser solo una «batalla» en una guerra más grande, cuyo objetivo final es Cisjordania. Sin embargo, más allá de las especulaciones geopolíticas, el precio lo paga siempre el pueblo palestino: familias, niños, trabajadores, estudiantes y campesinos que ven sus vidas reducidas a escombros. En palabras de la historia, Gaza es el rostro visible de una lucha que simboliza la eterna confrontación entre el poder y la resistencia, entre la injusticia y la dignidad humana.
El mundo no puede permitirse seguir ignorando la tragedia de Gaza. Si algo nos enseña la historia es que los asedios y bloqueos no terminan con la destrucción de las ciudades, sino con la de nuestra humanidad colectiva.