La llegada de Javier Milei a la presidencia de la Argentina ha sido a la vez la consecuencia y el agente de una gran reconfiguración política. A partir de la segunda mitad de 2020 se fue cursando una crisis de representación que tuvo manifestaciones muy diversas. La más significativa fue un estado emocional de desencanto, pérdida de la perspectiva de futuro, pesimismo, en una mayoría muy amplia de la ciudadanía. Esa pesadumbre se proyectó sobre el escenario electoral. El Frente de Todos, nucleado alrededor del kirchnerismo, y Cambiemos, la coalición del Pro, el radicalismo y la Coalición Cívica, cuya figura más destacada es Mauricio Macri, habían obtenido en las primarias de 2019 el 90% de los votos. En las de 2023 consiguieron el 50% Esa contracción del 40% del caudal de las dos fuerzas que habían dominado la escena desde 2007 está en la base del ascenso del nuevo líder, que consiguió en esas elecciones del año pasado el 30% de las adhesiones.
Las razones por las cuales Milei atrae a esa franja del electorado son múltiples. Una es que este excéntrico economista propuso una explicación tan clara como dogmática de los desbarajustes de la vida material, expresados en una altísima inflación. Esos desaguisados debían imputarse, según él, al sobredimensionamiento de un Estado cuyos gastos solo podían solventarse emitiendo moneda. Detrás de ese razonamiento opera un argumento que siempre resulta convincente en tiempos inflacionarios: la culpa es de la clase dirigente, que es la que produce esa hipertrofia del sector público. Milei la llama “la casta”. El planteo económico consiste, llevado a la política, en una típica operación populista: interpelar el malhumor social para redirigirlo en contra de los representantes.
Esta táctica resultó tan eficaz que produjo un fenómeno rarísimo. Un 30% de la sociedad argentina en la primera vuelta electoral, y un 56% en la segunda, resolvió, por rechazo a lo conocido, caminar hacia lo desconocido. En un momento en que la inflación galopaba para superar el 200% anual, cuando el banco central se había quedado sin reservas y los bonos de la deuda pública se convertían en basura, los votantes resolvieron poner el poder en manos de alguien carente de experiencia pública, sin equipo, sin poder parlamentario y ajeno a cualquier anclaje territorial. Y lo hicieron no a pesar de esas deficiencias, sino por esas deficiencias.
Es razonable que una escena tan extraña inspirara, por su misma precariedad, grandes interrogantes sobre su subsistencia. Sin embargo, el experimento ha sobrevivido doce meses, al cabo de los cuales el Gobierno ha crecido en solidez. ¿Cuáles son las razones? La más importante es que Milei identificó con toda claridad cuál era el principal problema colectivo. Era, y sigue siendo, la inflación. La carrera de los precios produjo, a lo largo de más de tres lustros, un gran deterioro en los ingresos. Ese siempre es un problema corrosivo. Pero lo es más en una sociedad como la argentina, en la que más de la mitad de los trabajadores está instalada en la informalidad. Es decir, no está al amparo de un sindicato que defienda su salario de la erosión de la inflación.
Milei abordó este desafío con carácter excluyente. Optó combatir la inflación con un salvaje ajuste fiscal ejecutado sobre todo a través de una licuación de las jubilaciones, un recorte en los subsidios energéticos y un congelamiento de la obra pública. Reforzó esa estrategia manteniendo el control de cambios heredado del Gobierno de Alberto Fernández. La aceleración de los precios pasó del 25% mensual que se registró en diciembre del año pasado al 2,7% que se verificó en octubre. Estos números no solo indican que Milei cumplió con lo prometido. También impulsan una recomposición de los ingresos, que beneficia más al que menos tiene. Esa mejora se complementa por la intervención sobre el mercado de cambios, que permite tener dominada la cotización oficial por debajo de la inflación.
La otra palanca de Milei es su capacidad de comunicación. Es un rasgo que apareció muy temprano en su personalidad de líder y que sigue siendo efectivo desde la plataforma del poder. Desde el Gobierno se montó una maquinaria de comunicación que produce sin cesar dos resultados. Uno es la exaltación de la figura del líder con una retórica fanática. El otro, el hostigamiento sistemático a todo aquel que aparezca como un obstáculo, real o imaginario, a los objetivos de ese líder. De nuevo, la receta populista.
Una tercera condición que favorece a Milei es el estupor que embarga al resto de la dirigencia. En especial, de la dirigencia política que, víctima de un gran fracaso profesional, se internó en un laberinto de discusiones partidarias casi siempre incomprensibles. No es una perplejidad ante el nuevo presidente, sino ante la sociedad que lo produjo.
El estado de alteración pública que significa la investidura de Milei como titular del poder induce a las élites a mantenerse retraídas. Este clima se refleja en dos síntomas principales. El primero es que, a pesar de la indigencia parlamentaria de un Gobierno que solo cuenta con 39 diputados sobre 257 y seis senadores sobre 72, el Poder Ejecutivo consiguió que le aprueben algunas leyes cruciales para avanzar con sus reformas. El segundo: a pesar de lo angustiante de la situación de los más vulnerables, el impresionante aparato de movilización social que se mantuvo activo durante las últimas dos décadas, identificado con el kirchnerismo, desapareció de la escena, atemorizado porque el Gobierno avance en la investigación de las extendidas malversaciones a que dio lugar la privatización de la asistencia a los más pobres. Un repliegue similar se registra en la organización sindical.
Sobre la base de estos factores, a partir de mediados de año se pudo verificar una novedad: Milei se constituyó en un centro de poder. La inestabilidad que podía presumirse a su llegada se ha ido despejando. La escena política, que había colapsado, cuenta ahora con un centro de gravedad. El oficialismo celebra esta fortaleza con un tono épico. Pero la densidad de este nuevo eje está bajo amenaza.
Una de las fragilidades de este orden incipiente tiene origen económico. Milei logró retrotraer la inflación a costa de una enorme recesión. Durante los tres primeros trimestres de su Gobierno el producto bruto se contrajo seis puntos porcentuales. La industria y la construcción siguen aletargadas. En la agenda de preocupaciones de la población, la carrera de los precios está siendo reemplazada por los problemas del empleo y la pobreza. Existe un aspecto técnico de la cuestión que desvela a los economistas oficiales: es muy difícil dinamizar la economía con el mercado cambiario intervenido. Y es bastante fácil que se produzca un reflujo inflacionario si se libera esa variable. Es el dilema más mortificante para la gestión de Milei.
¿Estas inquietudes terminarán politizándose? Dicho de otro modo: ¿achicarán el consenso que Milei conquistó en el combate a la inflación? El interrogante debe ser puesto en la perspectiva de una peculiaridad: el presidente tuvo siempre una adhesión más modesta que la de sus antecesores cuando llegaron al poder; pero esa adhesión ha sido más estable.
La otra fragilidad de Milei es que logró convertirse en un centro de poder, pero todavía no construyó una ecuación política. Puesto en otros términos: en la Argentina todavía no está clara la línea divisoria entre oficialismo y oposición. Entre otras cosas, porque Milei se resiste a hacer alianzas. Su modo de relacionarse con el resto parece ser el sometimiento o, para usar un eufemismo, la cooptación. Así se reguló la relación con el Pro de Macri. El presidente incorporó a su gabinete a Patricia Bullrich, a quien él había derrotado como candidata presidencial, y la convirtió en la abanderada del oficialismo frente a eventuales aliados que se resisten a entregarse sin condiciones. Entre ellos están Macri y una fracción del Pro, los radicales y algunos peronistas disidentes.
Milei confía en que su éxito es expansivo. No cree necesario negociar. Con el paso de los meses, él se quedará con el electorado de esas fuerzas amigables. Esa forma de entender el liderazgo y el poder lo llevan también a imponer decisiones muy controvertidas. Por ejemplo, el intento de dominar la Corte Suprema de Justicia promoviendo a Ariel Lijo, un juez legendario por las acusaciones de corrupción que pesan sobre él. O el ataque sistemático a la prensa, alentado por la pretensión de establecer un vínculo con la opinión pública a través de las redes sociales. Esta tendencia al aislamiento en el ejercicio del poder está siempre en el origen de la ensoñación de constituir una hegemonía.