El 2024 fue un año sombrío para el hambre y la pobreza, con un rayo de esperanza inesperado, por Kevin Watkins y Gonzalo Fanjul

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La presidencia brasileña del G-20 ha abierto una rara oportunidad para rescatar algunas de las metas más relevantes de los ODS. La comunidad internacional no debería desaprovecharla.

El año 2024 no hará historia en el camino del desarrollo internacional. Los avances hacia la erradicación de la pobreza y el hambre —los dos pilares de los Objetivos de Desarrollo Sostenible (ODS) de la ONU para 2030— se han ralentizado. La cumbre del clima de Bakú fue un desastre muy poco natural. Los presupuestos de la ayuda están bajo presión. África está sumida en una nueva crisis de la deuda. Y gran parte del mundo está en manos del nacionalismo populista de “mi país primero”. Para rematar este catálogo desolador, el desastre con patas que es Donald Trump está preparando un nuevo asalto a las mismas instituciones multilaterales que el mundo necesita para abordar nuestros problemas comunes.

Pero donde hay resistencia hay esperanza. Y la ventana se ha abierto en el improbable escenario del grupo de los 20 países más poderosos del planeta, el llamado G-20. A lo largo de los años, el G-20 se ha convertido en sinónimo de inercia burocrática, con reuniones salpicadas de soporíferos comunicados, listas de la compra de buenas intenciones y propuestas políticas a medio hacer que son rápidamente absorbidas por las arenas movedizas de los procesos del G-20.

Bajo la presidencia brasileña, este panorama ha empezado a cambiar. En su primer discurso ante el G-20, el presidente Lula da Silva dejó claro que la lucha contra el hambre y la pobreza sería una prioridad en su agenda. En pocas semanas, los diplomáticos brasileños habían esbozado planes para crear una Alianza Global contra el Hambre y la Pobreza (Alianza Global) con el fin de resucitar los ODS. Demostrando una gran habilidad diplomática y una determinación tenaz, los funcionarios brasileños lograron que la propuesta fuera aprobada por el G-20 y la Alianza se puso en marcha en una cumbre celebrada en Río de Janeiro el pasado mes de noviembre.

La iniciativa se propuso con algo más que vagas aspiraciones. Se presentó con compromisos prácticos plasmados en una serie de ‘Sprints 2030′ diseñados para demostrar la posibilidad de cambio

Mientras escribimos estas palabras, casi podemos sentir su tentación de no seguir leyendo. ¿Acaso no padecemos ya un sistema de las Naciones Unidas entregado al lloriqueo por los ODS, a los llamamientos desesperadamente vacíos a la acción? ¿Realmente necesita el mundo otra coalición de buenas intenciones? “Sí” y “no”, en ese orden; pero la Alianza Global podría cambiar las reglas del juego para todo el planeta.

Hay tres razones para el optimismo. En primer lugar, la iniciativa se propuso con algo más que vagas aspiraciones. Se presentó con compromisos prácticos plasmados en una serie de Sprints 2030 diseñados para demostrar la posibilidad de cambio.

Los Sprints incluyen grandes cifras. La Alianza pretende apoyar iniciativas que proporcionen comidas escolares a otros 150 millones de niños en países donde el hambre impide que los niños vayan a la escuela, dificulta el aprendizaje y destruye las oportunidades educativas. El Banco Mundial se ha comprometido a trabajar con y a través de la Alianza en la consecución del objetivo de extender la protección social a 500 millones de personas para 2030. Eso sí que cambia las reglas del juego. Un estudio reciente realizado en 46 países de renta baja y media por investigadores de España, Mozambique y Brasil demostró que los programas de protección social han evitado por sí solos que casi mil millones de personas padezcan desnutrición en las dos últimas décadas.

He aquí la segunda razón por la que la Alianza Global debe ser tomada en serio: procede de Brasil. Durante su primer mandato a partir de 2003, el programa Hambre Cero del presidente Lula utilizó una combinación de transferencias de efectivo a los hogares pobres, comidas escolares gratuitas y apoyo a los pequeños agricultores para luchar contra la pobreza y la desigualdad que están profundamente arraigadas en Brasil.

Y funcionó. La campaña permitió a 20 millones de brasileños salir de la pobreza. En 2014 Brasil había sido eliminado del Mapa Mundial del Hambre de la FAO. La desigualdad disminuyó a medida que las transferencias monetarias dirigidas a determinados grupos de población aumentaron los ingresos de los pobres. Hambre Cero sigue siendo el caso de éxito en desarrollo humano más importante del siglo XXI, y la Alianza Global está escalando ese modelo a la escena mundial.

Por supuesto, el presidente Lula no es el primer líder del G-20 que hace un llamamiento a la acción contra la pobreza y el hambre. El ex primer ministro del Reino Unido, David Cameron, fue uno de los arquitectos de los ODS, que incluyen un llamamiento rotundo a “no dejar a nadie atrás”. Pero, en aquel momento, Cameron era responsable de un ataque fiscal contra los pobres en el Reino Unido, aplicando reformas que provocaron una espiral de pobreza infantil. El apoyo de Brasil a la lucha contra la pobreza, en cambio, empieza desde arriba y no se basa en una retórica vaga, sino en resultados prácticos y en el compromiso con la justicia social.

Detrás de estas cifras están las vidas humanas reales, las oportunidades mermadas y las obscenas desigualdades que han rodeado el incumplimiento de la comunidad internacional en su compromiso con la Agenda 2030

Nuestra tercera razón para el optimismo es el carácter práctico del enfoque de la Alianza Global. Como se destaca en un informe del laboratorio de ideas británico ODI, la agenda de la ayuda internacional está irremediablemente fragmentada y es ineficaz. Existen (literalmente) cientos de iniciativas especiales que se solapan, cada una de ellas con sus propios donantes de bandera, sus propios sistemas de información y la ausencia de una coordinación eficaz.

La Alianza ha proporcionado una plataforma para que los donantes se reúnan y trabajen colectivamente en apoyo de metas compartidas de la Agenda 2030, mediante planes nacionales desarrollados por los gobiernos del Sur.

Nada de esto será fácil. El paciente ODS está en cuidados intensivos y sus constantes vitales se debilitan. Si se mantienen las tendencias actuales, las tasas mundiales de hambre en 2030 serán las mismas que en 2015, cuando se adoptaron los ODS. Habrá 300 millones de personas más viviendo en la pobreza extrema de las que habría si se alcanzara la ambición de los objetivos previstos. El progreso en la disminución de la mortalidad infantil se ha ralentizado, y el propósito de reducir el retraso del crecimiento entre los menores de 5 años se quedará unos 39,6 millones de niños por debajo de lo previsto.

Detrás de estas cifras están las vidas humanas reales, las oportunidades mermadas y las obscenas desigualdades que han rodeado el incumplimiento de la comunidad internacional en su compromiso con la Agenda 2030.

Cambiar las tornas en la batalla por los ODS implica actuar en muchos frentes. La reducción de la deuda es imperativa. Es inconcebible que África gaste hoy más en pagar a sus acreedores que en invertir en sanidad, educación y nutrición. Los bancos multilaterales de desarrollo —el Banco Mundial y sus homólogos regionales— deberían estar preparados para desempeñar un papel mucho más enérgico en la lucha contra el cambio climático y el apoyo a la recuperación de los ODS: un grupo de expertos independientes ha pedido un aumento del gasto de 260.000 millones de dólares (247.000 millones de euros).

La cooperación internacional no puede reemplazar a las políticas nacionales eficaces en el Sur Global. Pero los fallos de la cooperación internacional pueden frenar el progreso, y ya es hora de soltar ese freno.

Durante su discurso de inauguración del G-20, el presidente Lula ofreció un recordatorio de lo que era el liderazgo mundial. “La comunidad internacional”, dijo, “parece resignada a navegar sin rumbo (…) arrastrada por una corriente que nos empuja hacia la tragedia”. Su llamamiento a la acción ofrece una visión de un futuro diferente y de una hoja de ruta para llegar a él.

Kevin Watkins fue director ejecutivo de Save the Children en el Reino Unido y hoy es profesor visitante en el Instituto Firoz Lalji de la London School of Economics.

Gonzalo Fanjul es director de Análisis de Políticas y Desarrollo en el Instituto de Salud Global de Barcelona (ISGlobal).

El País de España

 

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