Cinco años después de las “revueltas sociales” que tuvieron lugar en el otoño de 2019 en muchos países de América Latina y el Caribe, la región ha entrado en otra etapa de su desarrollo político. Las energías sociales que se habían expresado en las movilizaciones por actores diferentes, pero articulados entre sí, parecen haberse agotado; la política ha vuelto a sus cauces y está siguiendo más bien un curso determinado por las élites políticas que dominan sistemas de partidos de “nueva generación”, más orientados hacia una lógica movimientalista que hacia el viejo estilo partidista. El punto final más visible de esta fase fue el fracaso del “momento constitucional” en Chile (2019-2023), que estaba destinado a dar lugar a una nueva Constitución elaborada y aprobada en tiempos de democracia. Por otro lado, cabe mencionar el caso de Perú, donde ningún presidente desde la caída del dictador Fujimori en 2000 ha sido reelegido, y los seis expresidentes vivos están en la cárcel o siendo juzgados, lo que refleja la criminalización de la política en el país por casos de corrupción y la práctica del juego sucio en el quehacer político.
La nueva fase del desarrollo democrático
Se han aplicado muchos conceptos para describir la frustración ciudadana que se ha manifestado en la región, especialmente el cansancio con el ritual electoral marcado por una sensación de antipolítica. En la actualidad, lo que marca el escenario político son dos tendencias contrarias: continuismo y disrupción. Estas dinámicas aparecen como los dos lados del mismo proceso de desgaste democrático. Por un lado, están los casos de continuismo, como en México, donde el gobierno de Claudia Sheinbaum sigue fiel al estilo y contenido de la Cuarta Transformación inaugurada por su antecesor, López Obrador.
Por otro lado, están los casos de Cuba, Nicaragua y Venezuela, que siguen un esquema de continuismo autoritario con elecciones de fachada sin la participación real e igualitaria de los ciudadanos. También se observan signos de continuismo confrontativo en el ejercicio democrático de Bolivia y Perú, como refleja el juego político en estos países a diario.
Por otro lado, se pueden identificar los casos de Argentina y El Salvador (con ciertas tendencias también en Costa Rica y Colombia), que apuntan a un escenario de disrupción basado en la sistemática expansión del poder ejecutivo (executive aggrandizement) como estrategia para subvertir la separación de poderes. Con rupturas constitucionales perseguidas por líderes elegidos democráticamente, con claras intenciones de romper los consensos del pasado y fomentado por una alta aprobación ciudadana, se está produciendo un retroceso democrático, especialmente en lo que respecta al Estado de derecho y a la institucionalidad democrática. Con la irrupción de Javier Milei en el escenario político argentino se está produciendo de nuevo un estallido de cambio radical liderado desde arriba, con ciertas semejanzas con los presidentes Perón, Onganía, Alfonsín, Menem y Kirchner, quienes demostraron en su gestión la ausencia de un diseño sólido y la debida construcción de coaliciones de apoyo.
Lo que se ha descrito como el populismo de la región parece navegar entre la doble presión de la ruptura y la institucionalización. En el caso de Milei y Bukele,esta presión se manifiesta en un estilo político caracterizado por el espectáculo, la hiper-representación y una actitud de «outsider» que define cada vez más el compromiso democrático. El presidente argentino ha actuado como catalizador de amplias insatisfacciones que se han acumulado por los efectos de la inflación y la corrupción.
Ventanas de oportunidad
Las diferentes olas de “marea rosa”, que siempre vuelven a anunciarse cuando algunos países eligen presidentes “progresistas”, se han ido desarticulando por la falta de apoyo parlamentario o por resistencias dentro de los propios gobiernos, como lo demuestran muy bien los casos de Brasil y Colombia. Es significativo que de estas agrupaciones no hayan podido surgir posiciones comunes, ni propuestas acordadas para adelantar proyectos conjuntos en la región; más bien, se han limitado a su espacio nacional y a las complejidades de la propia gestión gubernamental. Es evidente que los repertorios democráticos están ahí, necesitan actualizarse y ser aplicados por actores con ánimo cívico y conscientes de su responsabilidad social, para que la democracia se despierte de nuevo más allá de sus deformaciones actuales.
La capacidad ciudadana será el factor determinante para recuperar los caminos hacia una sociedad de convivencia que pueda sobreponerse a las polarizaciones y confrontaciones que solamente sirven para escenificar personalidades y dañar todavía más la democracia y el Estado de derecho. Recuperar el ejercicio democrático ciudadano parece ser el reto para construir un futuro de confianza interpersonal e institucional, indispensables para superar el momento actual de continuismo y disrupción, al igual que el cansancio con el funcionamiento de la democracia que se ha expandido en los últimos años en la región.