Ese olivo no es más que una porción vertical de tierra convertida en madera, en madera que al crecer se transforma en hojas, y las hojas, al estirarse, en aire, y el aire, al espesarse, en mí, en mí, que cruzo enloquecido las gasas formadas por la niebla a primeras horas de la mañana del taciturno invierno. Al exhalar el aire que respiro, me trueco en viento, y ese viento se metamorfosea en el agua del estanque que a veces se concentra y da lugar a los peces de colores. La tierra, la madera, las hojas, el aire, el cuerpo, el agua y los peces son la misma cosa bajo distintas apariencias. Todo es uno, como predican los místicos. Tanta complejidad para llegar a esto. Significa que al escupir el hueso de la oliva escupo algo de mí: puro canibalismo inverso. El sillón de orejas en el que me hundo por las tardes se devora a sí mismo al devorarme. En cuanto a escribir, escribir es diluirse como leer es leerse.
Entonces, cuando de buena mañana atravieso el olivar del parque, me atravieso a mí mismo. Y cuando pienso en ti no hago otra cosa que pensar en mí. Yo soy todos los muertos de la historia. Yo soy su resultado, su excipiente quizá, además de su principio activo. Soy mi vehículo. Yo soy yo y mi vehículo (con permiso de Ortega).
“Solo una vez supe para qué era la vida”, dice el primer verso de un poema de Anne Sexton. Lo escribió para mí, que esta mañana, en el parque, he sabido para qué era la vida y luego lo he olvidado como el que olvida un paraguas. Por eso mismo, porque lo he olvidado, vuelvo a los ansiolíticos, que me ponen a cubierto de la lluvia mental y de los nervios de no saber para qué sirve la vida. Aunque a veces, al ver cómo la tierra se transforma en madera y la madera en hojas y las hojas en aire y el aire en agua, etcétera, a veces, decíamos, me parece intuirlo. Lo intuyo y vuelvo más tranquilo a casa y me tomo un café como el que se bebe su sangre. Hoy es viernes, pero el viernes soy yo.