La mañana del 7 de junio del año 415 a.C. los atenienses se despertaron con una tremenda y muy inquietante sorpresa: todas las estatuas del dios Hermes, los hérmai, habían sido mutiladas. Recordemos que Hermes era el dios protector de los viajeros y las fronteras (lo era también de los comerciantes, los ladrones y los mentirosos). También era el encargado de conducir a las almas al infierno. Por eso en todos los linderos y en los cruces de caminos, también en el ágora y el Cerámico (el mercado y el cementerio), se alzaban toscas estatuas del dios, en realidad unas columnas de mármol con su busto, su rostro con una frondosa barba y un falo para simbolizar su poder masculino. Ante esas estatuas los viajantes, los transeúntes y los esclavos que iban a hacer las compras cada mañana se detenían un momento, hacían una pequeña reverencia y decían una breve oración. A veces las adornaban con guirnaldas, o depositaban ante ellas pequeñas ofrendas de higos secos, por si se cruzaba algún caminante hambriento. Queda claro, pues, que la mutilación de los hérmai constituyó un certero golpe al centro de la religiosidad popular ateniense.
Esa mañana, pues, los atenienses se encontraron con que a todos los hérmai (excepto a uno) les habían cortado la nariz y el pene. No era el único sacrilegio ocurrido por aquellos días. Plutarco cuenta que poco antes un loco se había castrado a sí mismo sobre el altar de los doce Olímpicos, en plena ágora cerca del templo de Hefesto. Y unas noches antes un grupo de jóvenes borrachines había parodiado los sagrados misterios de Eleusis, profanando sus secretos. Todos estos hechos habían despertado el mayor desasosiego en la población, que se movilizó de inmediato para castigar tan impías atrocidades. Sin embargo, Plutarco, en su Vida de Nicias (XIII 3-4), prefiere ver en todos estos actos sacrílegos una serie de nefastos augurios que presagiaban el desastre de la expedición a Sicilia. Esa misma mañana, por cierto, zarpaba la flota.
Eran tiempos difíciles. Estamos a comienzos del mes de targelión (mayo-junio) y la ciudad se había volcado a los preparativos finales para la expedición que se llevaba a cabo so pretexto de socorrer a una ciudad aliada, Segesta, atacada por Siracusa. En realidad los atenienses no eran tan altruistas: la conquista de Sicilia, y en especial de Siracusa, ciudad entonces no menor ni menos rica que Atenas, les habría asegurado inmensos recursos, suficientes para imponerse en su ya larga guerra contra los espartanos. Desde luego que esto significaba que la Paz de Nicias, la débil tregua que habían mantenido Atenas y Esparta durante seis años, saltaba por los aires y que los atenienses volvían a su anterior política belicista. Por estos días de angustia, la sola idea de que se reanuden las hostilidades mantiene crispados a los atenienses, que se dividen en dos bandos opuestos y al parecer irreconciliables: los oligarcas (óligoi) liderados por Nicias, que tras su deseo de mantener la paz no pueden ocultar un viejo sentimiento filoespartano, y los demócratas (demótikai), capitaneados por Alcibíades y partidarios de reanudar la guerra, que desean vengar las derrotas infligidas por Esparta y restaurar, nada menos, la hegemonía ateniense de los tiempos de Pericles. Tucídides (VI 19-28) cuenta como ambos bandos se enfrentaban en encarnizadas disputas en la Asamblea, la Ekklesía, pero en verdad, nadie se atreve a oponerse abiertamente a Alcibíades, el joven strategós (general) y brillante orador que se encuentra en la cima de su popularidad. Finalmente, la Ekklesía aprueba la expedición.
Ante la última profanación se escuchan por las calles comentarios y rumores que propagan distintas hipótesis y teorías conspirativas. En principio las sospechas recaen sobre Corinto, ciudad aliada de Siracusa y mucho más: su metrópoli. Sin embargo, hubiera sido relativamente fácil detectar agentes corintios en la ciudad. También se descarta el que se hubiera tratado de alguna travesura de otros jóvenes ebrios como en el caso de los Misterios, pues la profanación se había hecho de manera muy metódica. Entonces los magistrados de la Boulé (el Consejo) nombran una comisión encargada de investigar los hechos y ofrecen una fuerte suma, nada menos que diez minas (o sea mil dracmas), a aquél que facilite alguna información que conduzca a los así llamados Hermocópidas, los “mutiladores de Hermes”. Para que nos hagamos una idea, ochenta minas le costaron a Epicuro la casa y los terrenos del Jardín veinte años después.
Por supuesto que no tardaron en aparecer los primeros acusadores. Ciudadanos, metecos, esclavos y hasta una mujer como Agarista, de la poderosa familia Alcmeónida, se acercaron a declarar sus disímiles versiones. Cuenta Plutarco que el primero fue un oscuro demagogo de nombre Andróclides, acérrimo enemigo de Alcibíades, quien le relaciona a él y a su hetería (grupo de amigos) con el caso de los Misterios. Un esclavo, Andrómaco, asegura además haber sido testigo. Dice Tucídides (VI 28, 2) que, aunque Andróclides no mencionaba expresamente a Alcibíades en el caso de la mutilación de los Hermes, pronto sus enemigos relacionaron hábilmente ambos hechos y comenzó así una lluvia de denuncias en su contra. Después vendrá un meteco de nombre Teucro a aportar una lista de dieciocho implicados en el caso de los Hermocópidas y once en el de los Misterios. Finalmente, Plutarco cuenta que un tal Dioclides afirmó haber visto durante la noche del seis a un grupo formado por unos trescientos hombres por los lados del Teatro de Dioniso. De ellos asegura haber reconocido, “a la luz de la luna”, a cuarenta y dos de los más importantes ciudadanos de Atenas. Un pequeño detalle se le escapó no obstante a Dioclides, que no al jurado ni a Plutarco: era noche de luna nueva (Vida de Alcibíades 20, 8).
Es imposible probar alguna de las versiones, y precisamente por eso, todas se hacen creíbles. Entonces cunde la alarma. Se decreta el estado de emergencia, se permite el uso de la tortura y se ordena la captura de todos los acusados. Hoy diríamos, se suspenden las garantías. La pena es la confiscación de todos los bienes y la muerte de los inculpados. La población misma empuña las armas en busca de los implicados y aquello se convierte en una verdadera cacería de brujas. Incluso corre el rumor de que los Hermocópidas buscan atentar contra la democracia e instaurar una dictadura. Una última delación, la de un ciudadano llamado Leogoras y su hijo Andocides, que han sido detenidos, pone la guinda. Para salvar el pellejo se acusan a sí mismos y acusan a la hetería de Alcibíades, coincidiendo con la versión de Andróclides. Sin embargo ya es tarde: todos han huido. A todas estas, Alcibíades, que desea zarpar cuanto antes, solicita al Consejo ser juzgado de inmediato. Cuentan Tucídides y Plutarco que, con su acostumbrado dramatismo, pide que lo ejecuten al instante si es hallado culpable. Sin duda algo que no interesa a sus enemigos, quienes prefieren recabar mejores pruebas y juzgarlo en ausencia como en efecto pasará. Por fin la flota zarpa el día 21. Lo demás lo sabemos: la expedición fue un fracaso y los espartanos terminaron destrozando a los atenienses, pero esa es ya otra historia.
El caso de la mutilación de los Hermes quedó como uno de los grandes misterios de la historia. Nunca se supo exactamente quiénes fueron los implicados, ni mucho menos, lo que interesa más, sus móviles verdaderos. Ello dio origen a las más diversas interpretaciones. Para algunos, como Jacqueline De Romilly (Alcibíades o los peligros de la ambición, Paris, 1995), claramente se trató de un complot del partido oligárquico para perjudicar la expedición a Sicilia. Otros, que una acción de grupos pacifistas, y otros, como Eva Keuls (El reino del falo, Minneapolis, 1985), llegaron a afirmar que se trató de una reacción de las mujeres atenienses en contra del machismo. En todo caso, parece admisible el que se haya tratado de una pugna entre el partido oligárquico y el demócrata en torno a la expedición de Sicilia, teniendo como chivo expiatorio a la figura de Alcibíades… y a los hérmai.
Los antiguos griegos, y en especial los atenienses, parecen seguir empeñados en hacer imposible la labor de los que se pretenden originales en estos oscuros tiempos signados de mediocridad. La verdad es que no se vandaliza a una estatua, sino a lo que ella representa, o más bien lo que cada quien, en su cabecita, imagina que significa. Su venganza muda es exhibir la afrenta y la barbarie. Más interesante resulta calibrar los grados de estulticia que puede alcanzar una sociedad cuando se instaura el terror, la ignorancia y la desconfianza. Cuando se entrega a los caprichos de la pasión y de lo irracional. Lo que puede ocurrir en una ciudad cuando son la mentira, la suspicacia y el resquemor lo que controla los hilos de la política. O mejor, de la antipolítica.