La izquierda ha hecho de la revolución su palabra santa. Mediante ella se escuda para tomar el poder y “salvar al pueblo de los tentáculos del oprobioso capitalismo”, el gran culpable de los males de la humanidad. Es una estratagema verbal que cautiva a seres incautos al estar cargada de mística, inspiración y utopía en las fogosas concentraciones citadinas o, ¿por qué no?, en los alejados territorios donde la inocencia baña el rostro de los laboriosos campesinos. No ha habido nada más engañoso que esa palabra que retumba con fuerza en la voz de grandes demagogos, quienes, al llegar al poder, se vuelven más reaccionarios que aquellos que solían condenar en sus primero años de peregrinaje militante.
Es que la izquierda como la derecha, términos surgidos de la Revolución Francesa, han dejado de ser categorías significativas en la politología. Quedaron como referencias históricas para ubicar a quienes se sentaron en bandos diferentes en la asamblea plenipotenciaria del país galo; unos a la izquierda, reivindicando la emancipación y la justicia, y otros a la derecha, defendiendo los intereses del status quo. Diferencias que hoy son obsoletas ante los complejos cambios experimentados por la sociedad, donde lo clave es gobernar para crear calidad de vida en la gente. Por lo menos la derecha es más sincera que la izquierda porque muestra su verdadero rostro, no lo finge. En cambio, la izquierda seduce, promete cambio, se vuelve reaccionaria y cruel.
El juego lingüístico se apropia de los exaltados izquierdistas al llamarse “revolucionarios”, “progresistas”, “camaradas”, “combatientes” y “rebeldes” para deslindarse de los que ellos denominan “apátridas”, “traidores”, “lacayos”, “conservadores” y cualquier otro epíteto que pueda despertar el odio colectivo hacia estos últimos. Es una arenga que aflora en cada uno de los labios de esos agitados militantes, pero carente de un significado epistémico en la consolidada ciencia política. “Se convierten en loros que repiten frases sin saber su contenido”, parafraseando a Ludovico Silva, un connotado y acucioso marxólogo venezolano que vivió en carne propia las desviaciones y burocratismo de la revolución en manos de sus antiguos correligionarios.
La prédica revolucionaria está en todas partes. Es una especie de flauta que toca magistralmente un encantador para doblegar las almas vivientes. Pero la vida cambia y con ello la relación tiempo-espacio. Hoy vivimos en una sociedad abrazada al auge cibernético y cambios paradigmáticos; sin embargo, los revolucionarios siguen fosilizados mentalmente. Paradójicamente, se valen de las herramientas tecnológicas del mundo capitalista para moldear al “nuevo hombre” a su proyecto ilusorio. En nombre de la revolución atacan despiadadamente el florecimiento de las ideas, cometen los peores crímenes de la humanidad, se alían a clanes paraestatales para imponer el miedo y hacer jugosos negocios. No conformes con ello, aprisionan el pensamiento, las libertades públicas y destruyen el patrimonio hecho por gestiones anteriores para aniquilar la memoria colectiva.
Es comprensible aquella frase de Churchill, que “un joven de 18 años que no simpatizara con el comunismo era porque no tenía corazón, pero un hombre de 40 que lo hiciera era porque no tenía cabeza”. Sería una estupidez que alguien pretenda seguir disociado del contexto que vivimos. Hasta el propio Gabriel García Márquez, símbolo revolucionario, a su paso por Caracas en 1990 – ya galardonado con el Premio Nobel de Literatura – se atrevió a decir que muchas cosas que hoy son verdad no lo serán mañana. Estaba avizorando el Nuevo Milenio como una era de profundos cambios en los órdenes de la vida. Sin embargo, los obcecados camaradas rinden culto al autoritarismo, son sumisos a un líder y siguen ciegamente la línea de la dirección partidista, resumida en los caprichos de una élite enriquecida indebidamente con el peculio público.
Pero no todo acaba aquí. Los revolucionarios se vuelven contra sus propios correligionarios. Realizan purgas internas cuando ven amenazados sus intereses. Se refugian en cuerpos milicianos para imponer el terror, judicializan la disidencia política, censuran los medios informativos y usan métodos implacables de control social. Paralelamente, van tutelando las acciones ciudadanas, bajo el disfraz de una heroica participación popular. En la práctica encadenan al sujeto a depender de ellos con prebendas del Estado. Es una sofisticada estrategia que ejecutan al estilo de Pavlov, es decir, crear un reflejo condicionado que se expresa en conformismo social. Muchos que han acompañado ese proceso terminan triturados por el molino de la revolución. Unos pocos corren con suerte y sobreviven a ese despiadado proceso manejado por militantes resentidos.
Héctor Schmucler, un intelectual y defenestrado marxista argentino, llamó todo este proceso “la ilusión revolucionaria”. En sus célebres escritos sobre memoria, política, ética y subversión, revela un lenguaje refinado para referirse a la revolución como “ficción ejemplificada en la historia de Helena de Troya contada por Eurípides. El rapto de la esposa de Menelao no fue más que un simulacro de los dioses para justificar una guerra sangrienta y despiadada”. Para él la revolución solo sirve para fingir, simular olvido, enturbiar la ética del pensamiento. Es la conclusión a la que llega, hastiado de lo que creyó en sus años mozos.
En nuestra opinión, utilizando un lenguaje áspero, “es una farsa discursiva que engatusa a más de un inocente y lo condena a los cruentos túneles de la miseria, el hambre y la muerte”. Disculpen el término, pero es lo menos que puede esperarse de unos traficantes de esperanza y adormecedores del pueblo. Ellos, al llegar al poder, no quieren dejarlo. Hablan de autocríticas y no de arrepentimientos. No reconocen errores y suelen culpar a otros para evadir su inoperancia. Lo más llamativo es que crean mitos en torno a su figura para ser endiosados por la multitud. Al final –así lo demuestra la historia– terminan devorados por sus propios seguidores para ir al tortuoso camino descrito por Dante Alighieri en la Divina Comedia.
Politólogo y Doctor en Ciencias Gerenciales