Iban a la misa de tarde, se sentaban en la oscuridad fresquita de la iglesia: unos minutos de silencio, el murmullo de la plegaria en común, el esquema repetido de un rito. Al salir se encontraban con la calentura que brotaba del suelo de su pueblo de Andalucía, el alboroto de la casa o el abejeo de una preocupación en la cabeza. No puedo valorar si esa rutina de mis abuelas era sincera piedad ante lo sagrado o un rato merecido de autocuidado y de introspección, pero se parece a la llamada a la meditación y a la respiración consciente que hoy se denomina mindfulness.
Por algún lugar de la casa deben estar arrumbados, con los dobleces de la dejadez, los manteles de punto que ellas cosían con dibujos concéntricos cuyas ondas variaban desde el centro. Las puedo recordar embebidas en esa práctica, inventando o no sus formas perfectas, con el cálculo hecho a mano y la finura de la vieja labor. Hoy esos diagramas se llaman mandalas, les echamos encima una interpretación oriental que en general no entendemos y nos parecen entonces una práctica refrendada. La artesanía de la almazuela se ha popularizado como patchwork; la parte final, más artística y creativa, de los viejos cuadernillos de caligrafía es ahora la base de volúmenes caros de lettering y en YouTube los prescriptores nos enseñan a hacer diy —do it yourself, pronúncielo el lector di-ei-guay—, o sea, manualidades que son tan de dudoso gusto como las que ornaban los televisores de antes. Los ejemplos podrían seguir.
En la lengua los hablantes sentimos particular gusto por reemplazar las palabras que hemos heredado en favor de otras nuevas, las que hacemos propias de nuestra generación. Las vemos más exóticas, más originales, más exclusivas, menos manchadas de ranciedad o de adherencias de otro tiempo. La renovación léxica es propia de cualquier lengua y buen síntoma de que esta se mueve y está viva. No es raro que un mismo concepto cambie de nombre porque los hablantes rechazan la vieja palabra en favor de la nueva: el alfayate medieval fue llamado sastre a partir del siglo XVI y otros arabismos fueron reemplazados por la consciente acción de los hablantes. Tan común es este proceso como la crítica que suscita.
Ante cualquier caso de sustitución en el vocabulario, la renovación léxica suscitará la desaprobación del purista, el abrazo del amante de la novedad y la mirada desapasionada del estudioso de la lengua, que se limita a observar qué hace la sociedad para diagnosticar por dónde va transcurriendo el cambio lingüístico. No es nada nuevo ni sorprendente. Pasa en la lengua y pasa en otras áreas de la vida: en política, el que viene pretende limpiar el despacho que ocupa, cambiar las fotos y modificar las leyes; en los bares, el nuevo cocinero sustituye la carta del anterior aunque hubiera platos estupendos.
Pero no hablo del vocabulario, no me alarmo ante la palabra que postergamos por otra. Hablo de los versos de Ángel González: “Cuando un nombre no nombra, y se vacía, / desvanece también, destruye, mata / la realidad que intenta su designio”.
Con la palabra nueva estamos barriendo la validez de los hábitos de antes. Postergamos las palabras con que se nombraban muchas de las prácticas cotidianas de nuestros viejos para adoptar palabras nuevas a las que le conferimos una trascendencia ideológica de la que con toda simpleza hemos desposeído a las palabras de otro tiempo. No solo nos traemos a la palabra foránea, sino a toda una ideología que la rodea, una ideología que, curiosamente, contribuye a que consumamos y paguemos por aquello que, con otro nombre, hacían nuestros abuelos prácticamente sin abrir la cartera.
Esto no quiere ser un canto a luchar contra la novedad léxica. La palabra nueva prestigia y es humano que ello ocurra, pero es triste que sea a cambio de que lo viejo se desprestigie y que lo asociemos a algo más rancio y menos legítimo. Estamos orillando con desdén las prácticas de los mayores, vaciando la lengua de sus palabras: tu abuela haciendo punto es una carca, pero si tú te metes a knitter es que haces cosas por ti mismo para huir del capitalismo y buscar la sostenibilidad.
Las palabras que usamos dicen mucho de cómo somos, también dicen qué somos como sociedad. Somos la sociedad que huye volando de la vejez con la capa inventada del neologismo. Somos la sociedad que ha despreciado el huerto en que pasaban las mañanas los abuelos y luego se ha llenado la boca hablando de local food y de las lentejas veggies. Seguramente no es lo peor que le hemos hecho a nuestros viejos en este año de pena, pero antes de la pandemia ya les estábamos haciendo el vacío a sus palabras. Qué irrespetuosos podemos llegar a ser, qué adanistas, qué tontos, madre mía. Oh my God.
Es catedrática de Historia de la Lengua en la Universidad de Sevilla. Recientemente ha publicado El árbol de la lengua (Arpa Editores).