Mi viejo amigo, el comandante del FMLN Joaquín Villalobos, en un reciente artículo en El País, afirma que es un error absurdo el del papa Francisco al comparar la dictadura de Ortega con la de Hitler; otro error, no menos imprudente, el de la Comisión de Derechos Humanos de las Naciones Unidas al denunciarlo por crímenes de lesa humanidad, porque más bien eso lo fortalece, y ya podrá morirse en la cama de puro viejo, consolidado por tan festinada condena. Cuando las escopetas disparan, las palomas mejor se callan.
Según este alegato, Ortega, en un acto de gracia unilateral, sin pedir nada a cambio, sacó de la cárcel a más de dos centenares de prisioneros; y el simple detalle de exiliarlos y despojarlos de su condición de nicaragüenses, que repitió luego con cerca de cien ciudadanos más, entre los que me encuentro, al ser criticado innecesariamente por la comunidad internacional, impidió ver la trascendencia del gesto magnánimo. Los dictadores bananeros son así, tienen sus excentricidades.
Esto me recuerda el cuento del matón desaforado que cada noche aterrorizaba a los vecinos. Muchos escapaban a escondidas, y cambiaban de barrio. Apenas amanecía, un predicador los visitaba aconsejándoles mejor callarse porque si no, la furia del energúmeno sería peor. La solución era el diálogo. Las víctimas ceden, y el matón cede. Siempre existe el término medio.
“Sin oposición las condenas internacionales no sirven de nada”, afirma el comandante Villalobos. ¿Pero qué se hizo la oposición en Nicaragua? Todos sus dirigentes fueron encarcelados antes de las elecciones de 2021, muchos de ellos solo por haber declarado su intención de presentarse como candidatos contra Ortega, que ganó como candidato único.
“Nadie invadirá Nicaragua para derrocar a Ortega, tampoco habrá otra revuelta popular, esa oportunidad se perdió y no es repetible a voluntad. No habrá una nueva ‘contra’ y un golpe de Estado es imposible e indeseable porque puede convertirse en una guerra civil. En síntesis, no hay fuerza para lograr un cambio”, agrega.
Nunca he escuchado a ninguno de los dirigentes opositores en el exilio pedir una invasión militar a Nicaragua. La rebelión de abril de 2018 tuvo un carácter cívico, porque esta nueva generación de nicaragüenses que salió a exigir democracia y libertad a las calles es contraria al uso de las armas. Tienen conciencia de que la guerra civil de los años ochenta en Nicaragua solo trajo destrucción y sangre, otra dictadura, y más corrupción. Lo mismo pasó en El Salvador. Pero no está escrito en ninguna parte que los jóvenes no salgan otra vez a las calles, a pesar de la imposición del terror y el silencio.
Y me parece que ya sería demasiado pedirles a las palomas, que además de no dispararles a las escopetas, puesto que así son las escopetas, están hechas para matar palomas, y para matar gente, que además de huir por centenares de miles para salvar sus vidas, y buscar la comida lejos de las fronteras de Nicaragua, a pesar de lo “bastante bien que sigue funcionando la economía capitalista”, reclamen a la comunidad internacional que no solo no imponga más sanciones, sino que levante las que ya existen, “para facilitar un diálogo”.
Negarse a las posibilidades del diálogo como salida a una crisis política parece insensato. Pero en el caso de Nicaragua primero hay que preguntarse qué clase de diálogo, y con quién. Y para qué. El modelo que veo afianzarse en mi país no es el de una dictadura como la de Somoza, que endurecía a veces sus posiciones y en otras buscaba respiro, decretaba amnistías, o restablecía la libertad de prensa.
Más bien lo que se consolida cada día es un modelo parecido al de Cuba en los años sesenta, por obsoleto que parezca, o como el de Corea del Norte, por absurdo que parezca. Todos los opositores en la cárcel o en el exilio, la sociedad civil muerta, los medios de comunicación desaparecidos, las iglesias cerradas, las fronteras selladas. Un partido único, un discurso único, una familia única en el poder. Aislamiento internacional. Silencio y sumisión.
¿Cuál diálogo entonces? Solo pregunto.