Juan Antonio Sacaluga: Macron y el partido del orden

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Desde el inicio de su aventura presidencial, Emmanuel Macron (él y sus asesores) han gustado de renombrar su movimiento político. Ha (han) huido siempre de los apelativos tradicionales. Lógico, en un líder que aspira a la originalidad, a los cambios de paradigma, a sacudir la conciencia nacional, sin alterar, claro está, la estructura social.

Macron es un retórico impenitente. Engarza con una tradición política francesa rica en grandilocuencia y vanidad. Los medios de comunicación occidentales, adictos a una visión liberal, lo ensalzaron como el líder que podía frenar y derrotar al populismo. Desde ópticas más conservadoras, predominaba la desconfianza, el recelo. Se le veía como un advenedizo con cierto pedigrée (ministro de Economía con Hollande) y perfiles ideológicos difusos.

De la marcha al renacimiento

Buena prueba de su eclecticismo son las denominaciones con la que pretendía hacer atractivas sus marcas políticas. La primera fue La República en Marcha: una invitación a la acción, al movimiento, al dinamismo. Una conjura contra ese demonio que a veces se invoca como causa de los males de la sociedad francesa: el inmovilismo, la incapacidad para afrontar reformas, para propulsar cambios.

La marca funcionó, a tenor de los resultados obtenidos en las presidenciales y legislativas de 2017. Macron gozó del margen de confianza razonable que se concede a cualquier recién llegado. Pero las cosas se empezaron a complicar pronto. Las protestas sociales comenzaron a brotar a medida que se evidenciaba el sentido de las reformas macronianas, escoradas a favor de los grandes intereses. La revuelta de los gillets jaunes acabó con la indulgencia social. Y la pandemia puso la puntilla a un primer quinquenato perdido entre las luces y las sombras.

Aprovechando el escaparate de las elecciones europeas de 2019, Macron ya había modificado su divisa. El nuevo nombre de su partido/movimiento sería Renaissance. Aunque dotado de un significado esperanzador, propio de ese optimismo del que siempre presume el presidente francés, la denominación se antojaba más etérea, más poética. Pretenciosa, en todo caso. ¿En qué Renacimiento pensaba Macron? En el de la nación, claro, pero ¿en qué parámetros se proponía impulsarlo? En todos, a tenor de sus discursos y monólogos a los que se entrega en las entrevistas. La Marcha (más bien corta y medio fallida) daba paso a una época de Renacimiento nacional basado en la mejora de la competitividad, una mayor cohesión social y una reafirmación de la capacidad y la voluntad de Francia de contribuir a un mundo mejor y más equilibrado. Una construcción retórica.

La mayoría presidencial en 2022 estaba compuesta por la agregación de partidos menores de inspiración liberal y centrista. A esta coalición se la denominó Ensemble (Juntos). Esa era la segunda inspiración del macronismo para el nuevo quinquenato: recomponer la cohesión nacional hecha trizas.

Con ese propósito, Macron insistió en una reinterpretación del gaullismo sobre bases liberales. Ensayó una vía de entendimiento con Moscú con pretensiones si no de exclusividad al menos de primacía. La guerra de Ucrania, iniciada meses antes de las elecciones, se lo había puesto difícil, Aun así, el presidente no renunció a hacer entrar en razón a Putin. Con el fracaso en la mochila, trató de erigirse en voz europea independiente por encima, o por debajo, del ruido creciente en el pulso chino-norteamericano. Con poco éxito y muchos reproches de los aliados. Pero de todos los afanes de Macron, éste es sin duda debería ser el más valorado dentro y fuera de Francia.

El ciclo del descontento

En el frente interno, las batallas adoptaron pronto un aire poco renacentista, o más bien bastante barroco, en el sentido de la exageración, del dramatismo. La reforma de las pensiones acabó con cualquier pretensión de consenso social en torno al programa presidencial. Hubo un exceso de confianza en la capacidad de convicción del Eliseo, lo que dio de nuevo alas a los ciudadanos refractarios a cualquier modificación del modelo social francés. La cohesión ansiada derivó en el mayor episodio de conflictividad social de su mandato.

Macron, que siempre quiso estar por encima del clivaje derecha-izquierda instaurado por los mecanismos políticos y constitucionales de la V República, no tuvo más remedio que escorarse de nuevo hacia su lado natural. Buscó el apoyo conservador, pero no lo encontró. El gaullismo, que ya no lo es le pasó factura por las humillaciones recibidas desde 2017. Y entonces, Macron instruyó a su primera ministra, la social-liberal Elisabeth Borne para que acudiera al recurso gaullista del decreto-ley, orillando a la Asamblea Nacional. No fue la primera ni la única vez que lo hizo, y que lo hará. El Renacimiento había derivado en una suerte de centralización descarada del poder, una especie de Contrarreforma amparada en el principio de autoridad.

El presidente intentó apaciguar, como hace siempre cuando la crisis remiten, salvar lo salvable de su discurso positivo y transformador. Pero el país caminaba sobre brasas siempre a punto de avivarse. La muerte de un joven de origen inmigrante en un control policial de tráfico en Nanterre (una muestra más del abuso policial en Francia) desató la cólera en las banlieus y su extensión posterior por todo el Hexágono.

La calle se inflamaba de nuevo contra Macron y su gobierno y contra las instituciones serviles al orden establecido y sus instintos racistas y clasistas. Estos disturbios se parecieron más a la revuelta de los gillets jaunes que a las movilizaciones contra la reforma de las pensiones, por su espontaneidad, su falta de dirección, su desestructuración política.

La violencia callejera instaló un ambiente muy barroco, en absoluto renacentista. La derecha y la ultraderecha aprovecharon para resaltar la debilidad del gobierno y, como hacen siempre, demandar mano dura. Macron tenía que demostrar que no era vulnerable a un desafío, por lo demás un tanto nihilista y con escaso recorrido. Cuando el incendio se extinguió, apenas quedaban unos días para que se cumpliera ese periodo de cien días, autoimpuesto por el Presidente después de aprobada la reforma de las pensiones, para hacer balance de las agitaciones sociales e intentar reunir fuerzas. El objetivo sería abordar la fase final de su presidencia, que tendría que ser, si o sí, el de las ambiciosas reformas sociales: inmigración, educación, relaciones laborales, etc. La recuperación del Renacimiento.

Para escenificar el cambio de página, Macron confirma en el cargo a la primera ministra, pero sin entusiasmo, después de que desde el Eliseo se dejara creer durante meses que podría ser el fusible que protegería al Presidente. Y se retoca ligeramente el gobierno, para afrontar los retos anunciados, con figuras menos técnicas, más políticas…. o mejor dicho más fieles al macronismo.

Pero casi sin respiro ha saltado la nueva chispa. La puesta en prisión provisional por orden judicial de un agente de la brigada anticriminal de Marsella por conducta supuestamente inadecuada en  la represión de los disturbios raciales provoca una irritada respuesta policial: protestas, desafíos y hasta complicidad política. El director general de la Policía se pone del lado de sus subordinados con una declaración que levanta ampollas: “un policía no debería ir a prisión antes de ser procesado”. O, dicho de otra forma, el policía merece gozar de unos privilegios de los que no disfruta el resto de los ciudadanos. Los sindicatos de jueces se escandalizan. La izquierda arremete contra el máximo responsable policial. La mecha se vuelve a encender.

A Macron le pilla esta última  crisis con un pie en el avión, rumbo a Nueva Caledonia, residuo de ese mundo colonial que se resiste a desaparecer. El presidente, que se había evadido de un discurso anunciado para hacer balance de esos cien días de apaciguamiento y reflexión, convertidos en cien días de agitación y pasiones callejeras, se ve obligado a pronunciarse. En una entrevista por televisión, repite su juego de equilibrista: se muestra comprensivo con los policías pero se ampara en el liberal principio de igualdad ante la ley. Y corona, como en sobresaltos anteriores, con una consigna conservadora: “Orden, orden, orden”.

Macron parece haber encontrado un nueva divisa para su proyecto político, aunque no la escoja como denominación de marca: el partido del Orden. Orden republicano, orden liberal, por descontado, pero Orden, por encima de cualquier desafío, de cualquier amenaza. Ya en mitad de la crisis de las banlieus, Macron había sonado muy tradicional, al apelar a los cabeza de familia para que hicieran entrar en razón a sus vástagos levantiscos. El Orden de Macron se quiere arraigado en cada hogar francés, fruto de una educación primaria en los valores republicanos. El mensaje suena un tanto al De Gaulle postcrisis del 68. Ya se sabe cómo acabó aquello.

 

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