Fernando Yurman: Historia detrás de la historia

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Tal vez la historia no sea más que la diversa entonación de unas pocas metáforas. La esfera de Pascal, J.L.Borges.

“No hay Historia solo hay historiadores”, un aforismo que siempre vuelve por sus fueros. Antes, circula por intersticios y emerge en el reverso de la crónica para burlarse de contemporáneos afianzados. Cada época descubre alguna vez su pasada escenografía, y se revelan mamparas, bambalinas y decorados a la luz variable del tiempo. Vetas opacas de microhistoria en la gran Historia, relatos afónicos, paneles ilustrados con memoria propia, espacios de doble fondo, indican otras lecturas veladas. En algunos casos, el susurro narrativo arrasa con los andamios de las explicaciones de turno.  Una revelación paradigmática es hoy aquel film reestrenado en el cine Metro de Viena, “La ciudad sin judíos”.

Realizado sobre una novela de Hugo Betauer, el film había sido proyectado por primera vez en 1924, cuando Hitler estaba preso en Múnich y el Nacional Socialismo todavía era incipiente y poco temible. Como una de las primeras narraciones críticas del antisemitismo moderno, el guion lo ilustraba en el balbuceante género de distopias y utopías, antes que Aldous Huxley o George Orwell publicasen sus ficciones futuristas. La trama describía una sociedad que expulsaba sus judíos por la expansión súbita del prejuicio cotidiano. Como parte de su desenlace, los judíos son invitados a retornar porque los ciudadanos originales advierten que la economía, la cultura, la vida social se había empobrecido sin ellos. Es uno de los primeros alegatos de violencia y tolerancia, y el primer documento visual sobre el drama racista. Nada presagiaba su funesto destino. Aquel “Huevo de la serpiente”, como lo llamo Ingmar Bergman en un film, solamente era indicado por algunos crípticos relatos de Kafka o el tortuoso expresionismo que analizó Sigfrield Kracauer en su temprana sociología fílmica. En nuestro tiempo, un film como “La cinta blanca” de Michael Haneke, intuye sin notas aquella pulsión remota del mal, pero cuando “La ciudad sin judíos” fue estrenada no contaba mas que el testimonio moderno del proceso Dreyfus, dos décadas anteriores, y la barbarie rural de los pogromos rusos. No obstante, el valiente film ilustraba la sociedad vienesa con los contenidos que ya habitaban su denso inconsciente social y esbozaban rudimentos ideológicos. No casualmente, la película se perdió en la década de 1930; encontraron en 1991 algunos rollos incompletos en Holanda. Una versión íntegra había sido olvidada en un mercadito de Paris, que distraídamente perduró y se restauró, casi cien años después del estreno original.

Pocos países como Austria deben tanto a sus judíos, y Viena siempre reconoce esa deuda en sus orgullos profesionalizados por Freud, Mahler, Wittgenstein, Schnitzler, Adler, Mauthner o Krauss, pero pocos pueblos han negado tan firmemente su devota complicidad con el nazismo. Mueve esa paradoja una pasión que este film nos muestra con enceguecedora inocencia, algo que obliga a repensar la historia en el imprevisto y siniestro presente. Sucede que, en el tiempo, como en el espacio, la distancia se relaciona también con la masa, la masa de pasiones oscuras que gravitan incesantes en el caudal social subjetivo. Esa vida sumergida, resentida y somnolienta, insiste, prevalece, pero solo alcanza su cenit en el tsunami  que elevará ocasionalmente la superficie. Esas placas se mueven tan silenciosas como implacables, se deslizan sobre narcisismo maligno.

Las historias nacionales equivalen a las biografías, tienen una dosis similar de imaginación y encubrimiento, y no casualmente nacieron casi con la novela. La novela imaginaria del neurótico, que más tarde reveló Freud, trascendía hacia las naciones y las moldeaba largamente al calor del orgullo. El encubrimiento de la propia barbarie y el gigantismo de la ajena son parte de todas las fantasías nacionales. Las figuraciones idealizadas no aceptan los turbios reflejos de su propia infamia. Hoy sorprende saber que el potente sentimiento poético de Neruda no le impidió abandonar una hija con macrocefalia, o al amplio Arthur Miller un hijo con Síndrome de Down, o que Thomas Jefferson, el gran demócrata, no concedió libertad a sus propios hijos de una esclava negra. Aunque no sean la clave mayor, esos hechos silenciados indican una historia más densa, con oscuros paneles desconocidos por el arresto biográfico. No son diferentes que el revisionismo histórico polaco, ese esfuerzo por silenciar la feroz complicidad popular con el antisemitismo nazi. El heroico ejemplo de polacos solidarios no excluye esa memoria ominosa. No hay estado, nuevo o viejo, que haya sido ajeno a la barbarie, porque la idea de estado ya es violenta. Ni los pueblos originarios, ni las viejas naciones pacíficas, pudieron evitar la violencia, pero a cambio practican una severa amnesia sobre el submundo de la gloria originaria.

Más allá de las poderosas imaginerías soterradas que revelan otras historias, suceden también las vidas reales. Vale la pena consignar la de los autores de la “Ciudad sin judíos”.  Hugo Betauer, el autor de la novela, fue asesinado poco después del estreno del film (1924) por una banda de nazis, el director, Karl Breslauer, no volvió a dirigir y murió aislado en 1965, la protagonista, Ida Jembach, murió en el Gueto de Minsk en 1941, Hans Moser que protagonizaba un furioso antisemita, resistió valerosamente divorciarse de su esposa judía bajo el nacionalsocialismo, Johans Riesman, el protagonista del judío maltratado, se afilió al partido nazi y actuó en teatros, incluso para las SS en Auschwitz. En cierto modo, el tenor de sus vidas continuó la tortuosidad que impregnaba el celuloide, y expandieron la cara sombría negada por la crónica. Ahora que el antisemitismo encendió todas sus luces en la cultura global, se hace evidente aquella genética de la malignidad, algo que nunca había dejado de irrumpir dentro de la Historia.

 

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