Simón García: Vegetal y señorial

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En el principio, en Valencia imperó la naturaleza. Hasta que un vecino, Vicente Díaz en 1553, con su esposa, hijas y yernos, estableció un hato para resguardar su ganado de las incursiones corsarias que asolaban a Borburata.

A comienzo de 1600 el poblado era aún una inmensa alfombra verde que engullía a 20 casas apabulladas por la agreste vegetación, entre un río y un lago.

Cien años después, en solo una calle, la real o Colombia, había el doble de casas. En las 26 calles se levantaban, simétricas, 550 viviendas.

Si hay un indicador del lento y progresivo avance de lo urbano sobre lo rural, es el de las casas cuyos habitantes tenían tiempo libre para dedicarse a un jardín. Una emancipación del trabajo del campo que sustituía la naturaleza ruda de esas faenas por horas de encanto para los ojos. Un placer que costaba dinero y constituía un avance de civilización. Pero, no todo el que lo queria podia tenerlo.

No se conoce un censo que indique en cuantas de ese medio millar de primeras casas de Valencia había un jardín. Pero es seguro que tenerlo implicaba una condición de señorío. Paradójicamente el jardín, como cultivo con fines estéticos de un terreno junta dos significados, el impulso de dominio sobre la naturaleza y una finalidad noble. Es la base de un señorío, que nace de un privilegio de propietario y de dos actitudes cívicas: amor por la naturaleza y responsabilidad por la ciudad donde se nace o vive.

Pueden tomarse cuatro casas como manifestaciones icónicas de la ciudad señorial: la de los Hernández Monagas; la del coronel ibarrolaburu o de los Celis; la primera residencia presidencial de Venezuela o Casa Páez y ya en 1887, la del Teniente Regidor del Cantón de El Pao, Juan Manuel Iturriza, La Isabela, con sus 12 hectáreas de monte, hierbas, árboles y flores.

Todas casas con jardines, más valiosas por más hermosas. Desde ellas se esparcía el perfume de las rosas. En abril y mayo caían de sus ramas flores de distintos colores. Sus jardines abrían un espectáculo tan maravilloso que resultaba sorprendente que hubiera personas que no descubrieran que los jardines son esenciales para el cultivo del espíritu. Una intuición por la que a los niños les fascinan los árboles, su sombra, tocarlos en sus juegos y comer sus frutos.

Militares, prósperos comerciantes, artesanos, profesionales, emprendedores que sudaron las primeras fábricas se muestran a través de la belleza de sus jardines. Un espacio ornamental que genera sosiego y permite rehacer el vínculo, a veces perdido, entre el verdor de la naturaleza y el esplendor que contiene todo ser humano.

La existencia de un jardín supone la de un jardinero. Aquella persona que con paciencia prepara la tierra, siembra, abona, riega, poda y cuida el surgimiento de una planta que le devolverá goces o momentos de reflexión.

En la Valencia de antes destacan dos emblemas de la jardinería: Margarita Stelling, jardinera por pasión y Chris Baachs, paisajista por vocación y profesión, cuya notable mano se podía apreciar en muchas de sus intervenciones en jardines públicos y privados o en el magnífico jardín de su residencia en La entrada. Muy cerca de otro jardinero, entusiasta y clandestino, Julio Castillo.

Hay en Valencia muchos otros jardineros, por oficio o afición, cuyos nombres escapan a la memoria. El señor que llegaba al Liceo Pedro Gual en su motocicleta negra a regar sus jardines. El jardinero que vivía en el callejón Miranda de la Urbanización Cabriales, el mejor de los jardineros del Cementerio Municipal. El del Country club apilando los sabrosos mangos. El del Restaurant El jardín, que estuvo detrás de la Facultad de Ingeniería, cuyo propietario, Luis Hernández, tenía un cuidador de su exuberante jardín que hablaba con Guacamayas y loros. En el otro Country Club, el de Guataparo, desde 1966, siempre ha habido jardineros que nadie conoce.

A medida que la ciudad se fue expandiendo se encareció el precio de los terrenos y el afán de lucro impulsó a sustituir la casa colonial por la quinta. El cemento comenzó a tapar el menor centímetro de tierra: desapareció el jardín. En algunos casos se conservaron unas franjas de grama y unos espacios para mantener la ilusión de un jardín. Pocos advirtieron la labor de los arquitectos paisajistas que en Valencia comenzaron a salvar y crear a la ciudad vegetal.

Valencia tuvo jardines espectaculares. En La Pastora, parte vital del centro histórico, había casas que después del zaguán, al trasponer el ante-portón, podía divisarse el jardín, a cielo abierto y en piso de tierra. Tenían jardines contiguos a los corredores las casas de Ana Teresa Sanda; los Padilla antes de Horacio Guedez; la de Salvador Barreto en la Cruz verde; la de Conchita y Trina Feo; la de María Teresa y Graciela Gómez, la de Enriqueta Henríquez y la de Margarita Iturriza. Allí abundaban rosas, cayenas, lirios y hasta cariaquito morado.

También había casas, como la de los Alvarado Henríquez donde sobre un piso liso y pulido, se distribuían porrones con matas de palma. Era atrás, en el solar, donde plantaban árboles y matas de flores. Allí también existió una inolvidable colección de más de 200 orquídeas, atendidas con celo especial por Doña Paquita Henríquez, la señora de la casa.

Otras viviendas con jardines memorables fueron la de los Minguett, donde residían los González Barreto, con su Mamey en el centro. Al lado, en la calle Independencia, el jardín de los Guada y en la calle Colombia, el de Fabián De Jesús Díaz y su esposa Misia Chuchuíta, en la que al abrir el portón de la calle se desplegaba un enorme terreno con frutales y flores.

A mediados de 1940, en la Bolívar, frente al Liceo Pedro Gual había dos casas, una el Hotel La Casona de Francisco Vitale y otra, de dos pisos, cuyo terreno llegaba a la Miranda, donde residió por unos años la familia del señor Alberts, gerente de una importante ferretería. En ese terreno había un frondoso Cotoperí, un taparo y una plantación de rosas que se ofrecían a la venta.

A lo largo de Camoruco había jardines delanteros en las casas de Julian Karam, Jesús Mendoza, Carlos Stelling, Miguel Bello Rodríguez o Jorge Sosa Michelena. En sus frentes sobresalían las copas de Chaguaramos, bucares, acacias, araguaneyes y cercados de setos vivos. Entre los frutales había mangos, guanábanas, mamones, guayabas y naranjos.

En la Urbanización Las Acacias destacaban los jardines de Fernando Branger, Angel Baricelli, Antonio Cortez, Oscar Degwitz y los Arcay Tortolero, “todas ellos con setos de corosillo y árboles de mango y mamón, rememora el arquitecto Peter Albert.

En la Urbanización La Alegría la casa de Don Ricardo Dewitz, detrás de donde hoy queda el Banco de Venezuela en la Av. Bolívar, ocupaba toda una manzana con piso cubierto de grama y un jardín bellísimo con Pinos y rosales. Y el jardín en el llamado Castillo de la familia Delgado Filardo.

Jardines que atraían miradas de admiración los de la casa de Pablo Enrique Osío; la de los Maldonado en la entrada a la Urbanización Carabobo, con sus altivos Chaguaramos.

En Guaparo destacaba el jardín de Gunter Buchardt, en el que se distribuían con armonía rosales, árboles y enredaderas. El jardín de Herman Degwits, el de los Yánez cerca de Cine Parque y el de los Del Prete.

En nuestra Valencia señorial permanece la Valencia vegetal. Ambas silenciosamente complementarias y unidas por los rastros del verde brillante de sus jardines.

 

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