Suzanne Maloney: El orden del caos de Irán

Compartir

 

La guerra entre Israel y Hamás –y la posibilidad de que estalle en un enfrentamiento más amplia– ha trastocado los esfuerzos decididos de tres presidentes estadounidenses por desviar los recursos y la atención de Estados Unidos de Oriente Próximo. Inmediatamente después del ataque de Hamás del 7 de octubre, el presidente Joe Biden actuó con rapidez para apoyar a Israel, un aliado fundamental de Estados Unidos, e impedir la expansión de las hostilidades. Pero en el momento de escribir estas líneas, el conflicto se ha convertido en un infernal callejón sin salida.

Los imperativos de seguridad que impulsan la guerra tienen un amplio apoyo entre la opinión pública israelí, pero meses de intensas operaciones israelíes no han conseguido eliminar a Hamás, han matado a decenas de miles de civiles palestinos y han precipitado una catástrofe humanitaria en la Franja de Gaza. Y a medida que la crisis se extiende, también lo hacen los compromisos de Estados Unidos en Oriente Próximo.

En los meses posteriores al 7 de octubre, Washington envió ayuda a los gazatíes asediados, lanzó operaciones militares para proteger el tránsito marítimo, trabajó para contener a la milicia chií libanesa Hezbolá, se esforzó por rebajar las capacidades de otras milicias con capacidad disruptiva desde Irak hasta Yemen, y siguió ambiciosas iniciativas diplomáticas para fomentar la normalización de las relaciones entre Israel y Arabia Saudí.

Volver a involucrarse en Oriente Próximo presenta riesgos para Biden, especialmente en su campaña de reelección contra su predecesor, Donald Trump, cuyas críticas a los costes humanos y económicos de las guerras de Estados Unidos en Irak y Afganistán resonaron entre los votantes e impulsaron su campaña presidencial de 2016.

En una encuesta de Quinnipiac que se hizo tres semanas después del ataque de Hamás, un abrumador 84% de los estadounidenses expresó su preocupación por la posibilidad de que Estados Unidos se viera arrastrado a una implicación militar directa en el conflicto de Oriente Próximo, y sólo uno de cada cinco encuestados en un sondeo de Pew de febrero de 2024 estaba de acuerdo en que Estados Unidos debe hacer un “gran” esfuerzo diplomático para poner fin a la guerra entre Israel y Hamás. Pero los riesgos que plantea la pusilanimidad son aún mayores.

Aprovechar la oportunidad

Un actor regional se beneficia especialmente de las vacilaciones o la falta de involucramiento de Washington: la República Islámica de Irán. De hecho, el embrollo en Oriente Próximo presenta la oportunidad de un gran avance de la estrategia de cuatro décadas de Teherán para debilitar a uno de sus principales adversarios regionales, Israel, y para humillar a Estados Unidos y disminuir drásticamente su influencia en la región.

El régimen islámico de Irán pretendía inspirar levantamientos religiosos similares a su propia revolución de 1979 y, para muchos observadores, puede parecer que ha fracasado. De hecho, la opinión generalizada en Washington y en otros lugares ha sido a menudo que Irán se ha vuelto contenido, incluso aislado. Pero esto nunca fue cierto. Por el contrario, Teherán desarrolló una estrategia calculada para fortalecer a grupos proxy e influir en las operaciones en su zona mientras mantiene una negación plausible, un esquema cuya astucia vindicó el alcance devastador del asalto de Hamás y los ataques posteriores de las milicias asociadas a Irán en Irak, Líbano y Yemen.

El panorama estratégico posterior al 7 de octubre en Oriente Próximo ha sido creado en gran medida por Irán y juega a su favor. Teherán ve oportunidades en el caos. Los dirigentes iraníes están explotando e intensificando la guerra en Gaza para elevar la estatura de su régimen, debilitar y deslegitimar a Israel, minar los intereses de Estados Unidos y seguir configurando el orden regional a su favor. La verdad es que la República Islámica está ahora en mejor posición que nunca para dominar Oriente Próximo, entre otras cosas gracias a su capacidad para interrumpir el transporte marítimo en múltiples puntos de paso críticos.

Si no se controla, la dramática expansión de la influencia iraní tendrá un impacto catastrófico en Israel, en toda la región y en la economía mundial. Para detener esta amplificación del poder iraní, Biden necesita urgentemente articular y luego poner en práctica una estrategia clara para proteger a los civiles palestinos de llevarse la peor parte de las operaciones militares de Israel, contrarrestar la corrosiva estrategia iraní de guerra proxy y reducir las capacidades de los cómplices de Teherán. La consecución de estos objetivos requerirá un complicado conjunto de movimientos por parte de Washington, y los estadounidenses están cansados del coste militar, económico y humano del involucramiento de su país en Oriente Próximo. Pero ninguna otra potencia mundial aparte de Estados Unidos tiene la capacidad militar y diplomática para frustrar las ambiciones más destructivas de Irán, al gestionar la espiral de conflicto entre Israel y Hamás y contener sus consecuencias más devastadoras a largo plazo.

Teoría del caos

Desde que Hamás tomó Gaza en 2007, Irán ha sido el principal patrocinador del grupo. Teherán ofreció dinero, material y otras ayudas que hicieron posible el ataque del 7 de octubre, como tecnologías militares, inteligencia y hasta 300 millones de dólares anuales en ayuda financiera. Proporcionó aviones no tripulados y cohetes, así como infraestructura y formación para ayudar a Hamás a fabricar sus propias armas, armas que Hamás utilizó para seguir atacando a Israel durante varios meses después del ataque inicial.

Después del 7 de octubre, las milicias respaldadas por Irán también intensificaron rápidamente sus actividades hostiles contra las fuerzas israelíes y estadounidenses en la región. Estos ataques han causado más de un centenar de bajas entre los militares estadounidenses. Los hutíes, el grupo armado respaldado por Irán que gobierna a gran parte de la población de Yemen, han atacado barcos que navegaban por el mar Rojo y provocado así que el tránsito por el canal de Suez se redujera en un 50% en los dos primeros meses de 2024. Según declaró en marzo ante el Congreso el general Michael Kurilla, jefe del Mando Central de Estados Unidos, la escalada de los ataques de los aliados de Irán y las posteriores respuestas militares estadounidenses han envalentonado a las organizaciones terroristas no alineadas con Teherán, lo que ha provocado un repunte de los ataques de grupos como el Estado Islámico, también conocido como ISIS.

Irán también hizo movimientos explícitos para elevar su perfil diplomático tras el 7 de octubre. Días después del ataque de Hamás, el presidente iraní, Ebrahim Raisi, habló directamente por teléfono por primera vez con el príncipe heredero saudí, Mohammed bin Salman, y en noviembre participó en una cumbre regional en Riad. Otros funcionarios iraníes, como el ministro de Asuntos Exteriores, Hossein Amir-Abdollahian, han rebotado por la región y más allá, tratando de posicionar a su país como un mediador de confianza, incluso mientras el régimen mantiene su apoyo a Hamás.

Ninguno de estos acontecimientos es simplemente el resultado de que Irán vislumbre nuevas oportunidades en medio de la agitación y realice movimientos oportunistas e impulsivos. Son el producto de un manual de estrategia probado a lo largo del tiempo. Desde la creación de la República Islámica, los dirigentes iraníes han albergado ambiciones expansionistas. Desde 1979, el país ha considerado el caos y la volatilidad, ya sea en el interior o en el exterior, como una oportunidad para promover sus intereses e influencia. Incluso la invasión de Irán por parte de Irak en 1980 favoreció a la incipiente teocracia al conseguir apoyo interno para el nuevo orden en Teherán, lo que favoreció la oportunidad de construir una fuerte industria de defensa nacional y permitió que el régimen sobreviviera a sus primeros años.

Teherán ha aprovechado los sucesivos enfrentamientos en su zona para reforzar su posición. Históricamente, algunas de las oportunidades más valiosas han sido el resultado de errores de Washington y sus socios en la región, como la invasión estadounidense de Irak en 2003. Aquel conflicto, que llevó 150.000 soldados estadounidenses a las puertas de Irán, favoreció rápidamente a Teherán. El presidente iraquí Sadam Husein, la amenaza más existencial para los dirigentes iraníes, fue depuesto, y su régimen sustituido por un Estado débil dirigido por chiíes descontentos con los vínculos con Teherán. Irán aprovechó al máximo otros momentos de caos regional en los años siguientes. A partir de 2013, el Cuerpo de la Guardia Revolucionaria Islámica (IRGC) del país trabajó con su principal aliado, Hezbolá, para movilizar brigadas de chiíes afganos y pakistaníes en una milicia chií transnacional más amplia para defender al régimen asediado de Bashar al-Asad en Siria. Con el tiempo, Teherán estableció una alianza eficaz con Rusia durante la guerra civil siria, que se amplió a una cooperación estratégica más amplia después de que el presidente ruso, Vladímir Putin, invadiera Ucrania.

Eje de proxies

Un componente clave de la estrategia iraní en su zona ha sido el cultivo de un “eje de resistencia”, una red difusa de milicias regionales con estructuras organizativas discretas, intereses coincidentes y vínculos con la dirigencia religiosa y de seguridad de Irán. El fundador de la República Islámica, el ayatolá Ruhollah Jomeini, sostenía que la exportación de la revolución era necesaria para su supervivencia, al argumentar que si la teocracia permanecía “en un entorno cerrado” se enfrentaría “definitivamente a la derrota”. Decididos a desencadenar una oleada más amplia de levantamientos islamistas contra las monarquías y repúblicas laicas de Oriente Próximo, Jomeini y sus acólitos desarrollaron una infraestructura dedicada a derrocar el statu quo en todo el mundo musulmán. Durante las dos primeras décadas de la República Islámica en el poder, sus líderes colaboraron con grupos proxy en el golfo Pérsico y otros lugares para instigar un intento de golpe de Estado en 1981 en Baréin, los atentados de 1983 contra la embajada de Estados Unidos y otros intereses estadounidenses en Kuwait, un intento de asesinato del emir de Kuwait en 1985, incendiarias concentraciones antisaudíes y antiestadounidenses durante la peregrinación musulmana anual a La Meca, el bombardeo de un cuartel militar estadounidense en Arabia Saudí en 1996 y otras acciones subversivas contra sus vecinos.

La oleada revolucionaria que esperaba Jomeini nunca se materializó. Aunque las expectativas de los líderes iraníes de una revuelta a gran escala contra el orden regional existente se vieron defraudadas, sus aspiraciones se verían validadas por la aparición de grupos militantes simpatizantes que buscaban el patrocinio del Estado revolucionario. Y las primeras inversiones de la República Islámica dieron lugar a un valioso activo que ha servido de modelo para sus esfuerzos posteriores: Hezbolá. Tras la invasión israelí del Líbano en 1982, el joven IRGC iraní comenzó a entrenar y coordinar a Hezbolá, un incipiente grupo armado chií. La ayuda de Irán aumentó inmediatamente la potencia de Hezbolá: el grupo organizó una serie de devastadores atentados suicidas contra instalaciones gubernamentales francesas y estadounidenses en 1983 y 1984 en el Líbano, así como secuestros y actos de violencia en otros países, como el atentado contra un centro comunitario judío en Argentina en 1994 y el atentado suicida contra un autobús en Bulgaria que mató a cinco turistas israelíes en 2012.

A través de su ala política, Hezbolá se introdujo profundamente en el Gobierno libanés, con la entrada de miembros suyos en el Parlamento y el gabinete. Este papel político no atenuó la violencia del grupo: varios miembros de Hezbolá fueron condenados por el asesinato en 2005 del ex primer ministro libanés Rafiq Hariri. A pesar de los esfuerzos israelíes y estadounidenses por eliminar a la milicia, ésta mantiene decenas de miles de combatientes activos y, con la ayuda de Teherán, ha acumulado un arsenal de unos 150.000 cohetes y misiles, en su mayoría de corto y medio alcance, así como aviones no tripulados y artillería antitanque, antiaérea y antibuque. Teherán sigue proporcionando a Hezbolá entre 700 y 1.000 millones de dólares anuales en ayudas, y el grupo sigue siendo el principal actor social, político y militar en el Líbano.

Hezbolá ha demostrado ser extraordinariamente útil para Irán. Su líder, el jeque Hassan Nasrallah, es uno de los pocos poderosos de la región que rinde tributo abiertamente al líder supremo de Irán como guía espiritual de su organización, aunque Hezbolá ya no defienda su objetivo inicial de establecer un Estado islámico en el Líbano. El papel de Hezbolá en la retirada de Israel del sur del Líbano, completada en 2000, le valió una breve aclamación regional y una legitimidad interna duradera, y su alcance mundial sigue ampliando la influencia de Teherán. Desde principios de la década de 1990 ha desempeñado un papel fundamental en la canalización de fondos, entrenamiento y armas desde Irán a otros grupos diversos, entre ellos, pero sin limitarse a ellos, Hamás.

El juego largo

Con Hezbolá como modelo, Irán invirtió después una enorme cantidad de esfuerzos y recursos en cultivar grupos militantes en todo Oriente Próximo. El apoyo que ha prestado a los grupos militantes palestinos, especialmente a la Yihad Islámica Palestina y a Hamás, le reportó enormes frutos en las décadas posteriores, al igual que su ayuda a los opositores chiíes de Sadam en Irak. Estas relaciones sirvieron de trampolín para la influencia iraní en momentos clave para la estabilidad regional. En la década de 1990, los atentados terroristas de la PIJ perturbaron el proceso de paz palestino-israelí y empujaron la política israelí hacia la derecha. Tras la invasión de Irak liderada por Estados Unidos en 2003, el patrocinio de Teherán al Consejo Supremo Islámico Iraquí y al Partido Dawa, ambas importantes facciones chiíes, situó a Irán como el actor más influyente en la conflictiva política iraquí de posguerra.

La guerra civil siria convirtió a Hezbolá en la joya de la corona de la red proxy iraní. En estrecha colaboración con el IRGC, Hezbolá entrenó y coordinó la amplia red de milicias chiíes respaldadas por Irán que inundaron Siria desde Afganistán, Irak, Pakistán y Yemen. Irán ha demostrado ser extraordinariamente flexible y pragmático en el desarrollo de esta red, lo que le ha permitido alinearse con socios y subsidiarios en múltiples continentes. En ocasiones, Teherán utiliza grupos paraguas y salas de operaciones conjuntas para coordinar diversas facciones, y en otras fragmenta intencionadamente los grupos existentes para mantener su influencia sobre ellos. El dinero y el material de Irán han sido durante mucho tiempo un elemento central de sus relaciones con cada milicia. Sin embargo, cada vez más, Teherán no sólo transfiere armamento acabado, sino también los medios para que sus grupos proxy fabriquen y modifiquen armas de forma independiente.

La seguridad nacional iraní considera que invertir en la guerra asimétrica es un medio económico de ganar influencia frente a adversarios más poderosos, especialmente Estados Unidos. La influencia de Irán sobre las milicias se ha visto impulsada por la eliminación de la mayoría de sus competidores radicales en Oriente Próximo. Tras la destitución de dictadores con grandes recursos como Sadam y Muamar al Gadafi, la República Islámica se convirtió en uno de los pocos actores regionales con interés y recursos para respaldar a las milicias armadas.

En muchos aspectos, la relación entre Irán y sus proxy refleja preferencias compartidas por la autonomía y el interés propio. La naturaleza evolutiva de las inversiones iraníes en sus clientes ha jugado a su favor, al permitir a la dirigencia de seguridad mantener alianzas de valor duradero que pueden resistir perturbaciones. Por ejemplo, incluso cuando Hamás se distanció de Irán durante varios años tras el estallido de la guerra civil siria, Irán siguió proporcionando al grupo financiación residual, y con el tiempo la relación se recuperó.

Nuevo Oriente Próximo

Tras la invasión estadounidense de Irak, Teherán trató de afianzarse como agente de poder en una región convulsa. Israel emprendió una decidida campaña para reducir la influencia iraní “cortando el césped”, es decir, atacando sistemáticamente posiciones iraníes en Siria para desbaratar el intento de la República Islámica de desarrollar un puente terrestre para abastecer a Hezbolá y a su amplia red proxy. Esta campaña cosechó una serie de éxitos tácticos, pero no parece haber tenido un impacto disuasorio significativo sobre Irán y sus apoderados.

Mientras tanto, Estados Unidos intentaba profundizar su relación con centros de poder alternativos y fomentar nuevos alineamientos para contrarrestar a Teherán. Desde la “doble contención” del presidente Bill Clinton (que pretendía aislar tanto a Irán como a Irak al tiempo que impulsaba la pacificación árabe-israelí) hasta la “estrategia de avance hacia la libertad” del presidente George W. Bush (que se centraba en promover la democratización en Oriente Próximo y más allá), Washington ha invertido repetidamente en planes destinados a extirpar de Oriente Próximo el extremismo violento respaldado por Irán, con escasos resultados. En un discurso pronunciado en noviembre de 2023, el líder supremo de Irán, Ali Jamenei, reflexionó sobre estos esfuerzos, burlándose de que Washington había “fracasado completamente en su intento de crear un ‘nuevo Oriente Próximo’”. Y prosiguió: “Sí, el mapa geopolítico de la región está experimentando una transformación fundamental, pero no en beneficio de Estados Unidos. Es en beneficio del frente de resistencia. Sí, el mapa geopolítico de Asia Occidental ha cambiado, pero lo ha hecho a favor de la resistencia”.

Desde el 7 de octubre, los dirigentes iraníes se han regocijado por el terror y el dolor de los israelíes y han explotado el inmenso sufrimiento de los civiles palestinos en Gaza para elevar aún más su estatus como agentes de poder. La guerra ha brindado a la República Islámica la oportunidad de volver a desempeñar un papel oficial en las consultas panmusulmanas y transregionales. Como hacen a menudo, los dirigentes iraníes han combinado la diplomacia activa con una demostración de fuerza destinada a poner a prueba la determinación de Estados Unidos.

Los ataques de las milicias proxy de Irán plantean un reto endiabladamente complejo para Washington y el mundo. Desde octubre de 2023 hasta mediados de febrero de 2024, los ataques de los proxy respaldados por Irán causaron al menos 186 bajas entre las tropas estadounidenses que prestan servicio en Oriente Próximo. Entre ellas, 130 lesiones cerebrales traumáticas, la pérdida de tres reservistas del ejército en Jordania y la muerte de dos SEAL de la marina en una misión para interceptar armas ilícitas iraníes frente a las costas de Somalia.

Los malogrados esfuerzos de EEUU

Antes del 7 de octubre, la Administración Biden había invertido mucho tiempo, energía y capital político en un plan para ayudar a normalizar las relaciones entre Israel y Arabia Saudí. Un acuerdo de este tipo habría representado un enorme avance para ambos gobiernos y para la región en general, al abrir nuevas oportunidades económicas y, con el tiempo, ayudar a marginar la influencia de los actores maliciosos, incluidos Teherán y sus proxy. El esfuerzo de Biden por lograr un acuerdo de normalización entre Israel y Arabia Saudí fue el componente más reciente de una larga campaña estadounidense para reforzar la cooperación entre los actores regionales autodenominados moderados. Las conversaciones de normalización se basaron en el éxito de los Acuerdos de Abraham de 2020, que allanaron el camino para el establecimiento de relaciones diplomáticas entre Israel y Baréin, Marruecos, Sudán y los Emiratos Árabes Unidos y abrieron oportunidades sin precedentes para el comercio bilateral, la cooperación militar y el compromiso interpersonal. La apertura con Riad habría impulsado esta tendencia y habría puesto a Irán en una situación de desventaja incluso considerando sus propios esfuerzos por asegurar su acercamiento con Riad.

Los argumentos a favor de establecer relaciones diplomáticas plenas entre Israel y Arabia Saudí siguen siendo convincentes. Pero la guerra entre Israel y Hamás añadió complejidades abrumadoras a lo que ya iba a ser una empresa históricamente ambiciosa. Para muchos israelíes dentro y fuera del Gobierno, el horrible ataque de Hamás no hizo sino reforzar la convicción de que la soberanía palestina representa una amenaza inaceptable para la seguridad. Sin embargo, las operaciones posteriores de Israel en Gaza desencadenaron nuevas demandas saudíes de un esfuerzo significativo para reparar el sufrimiento palestino. Y la contribución de Estados Unidos a la propuesta de acercamiento –compromisos de seguridad con Arabia Saudí e inversiones en la infraestructura nuclear civil del reino– requiere la aceptación de los legisladores estadounidenses, que se ha vuelto más difícil de conseguir ante la preocupación de que una escalada de la guerra entre Israel y Hamás pueda arrastrar a las fuerzas de EEUU directamente a otro conflicto en Oriente Próximo.

La combinación de retórica, diplomacia y terrorismo que Irán ha empleado hábilmente desde el 7 de octubre promueve algunas de sus prioridades ideológicas y estratégicas más antiguas. Al igual que Hamás, los dirigentes iraníes claman por la destrucción de Israel y por el triunfo del mundo islámico sobre lo que consideran un Occidente en decadencia. Sus opiniones no son oportunistas ni pasajeras; el antiamericanismo y la antipatía hacia Israel están arraigados en los cimientos de la República Islámica. Pero la monumental escala de destrucción en Gaza ha insuflado nueva vida a las invectivas antioccidentales y antiisraelíes de Teherán. Esta retórica resulta ahora más atractiva para los ciudadanos de la región, que de otro modo no simpatizaría con una teocracia chií, y brinda a Irán la oportunidad de avergonzar a sus rivales árabes suníes. Teherán ve en la firmeza regional una oportunidad de alinearse aún más estrechamente con Rusia y China. Los intereses de estos países responden, en su mayor parte, al deseo de mantener a Washington sumido en una crisis en Oriente Próximo que daña su reputación y desangra su capacidad militar. En particular, China, Irán y Rusia iniciaron a principios de marzo un pequeño ejercicio naval conjunto, el cuarto de este tipo en los últimos cinco años, en el golfo de Omán.

Riesgo de escalada

Desde la perspectiva de Teherán, la guerra entre Israel y Hamás no hace sino acelerar un cambio en el equilibrio de poder que se aleja de la hegemonía estadounidense y se dirige hacia un nuevo orden regional que beneficia a la República Islámica. Diez días después del ataque de Hamás contra Israel, Mohammad Baqer Qalibaf, presidente del Parlamento iraní, advirtió de que una invasión terrestre de Gaza podría “abrir las puertas del infierno”, es decir, desencadenar una respuesta arrolladora dirigida no sólo contra Israel, sino también contra los intereses y activos estadounidenses en la región.

Sin embargo, para los aguerridos revolucionarios iraníes, la supervivencia del régimen está por encima de cualquier otra prioridad, por lo que su enfoque de octubre a marzo se guió por una cuidadosa selección de objetivos. Después de que la Administración Biden enviara dos grupos de ataque de portaaviones al Mediterráneo oriental en octubre, Irán y sus aliados se esforzaron por evitar una escalada precipitada. Hezbolá calibró hábilmente sus ataques contra el norte de Israel, en lo que parece un intento de evitar arrastrar a Israel a una lucha más acalorada que podría erosionar la capacidad de Hezbolá para disuadir un ataque israelí contra el programa nuclear iraní.

El rápido despliegue por parte de Biden de medios militares estadounidenses en la región, junto con sus gestiones diplomáticas en el Líbano y con otros actores regionales clave, contribuyeron a evitar la guerra más amplia que Hamás quizás esperaba precipitar. Una serie de ataques estadounidenses contra las milicias respaldadas por Irán en Irak, Siria y Yemen degradaron las capacidades de esos grupos y mostraron a los socios de Teherán que pagarían un precio por seguir agrediendo a los estadounidenses. Sin embargo, el riesgo de que Estados Unidos cometa errores de cálculo y se confíe demasiado aumentará con el tiempo. Las milicias iraníes tienen un largo historial de tenacidad y adaptabilidad, y las armas de que disponen son relativamente abundantes y baratas, especialmente si se comparan con los costes de los ataques estadounidenses para eliminarlas.

A lo largo de las décadas, Irán y sus aliados han desarrollado un agudo instinto para calibrar el riesgo. Ahora, tras haber estimado el menguante interés estadounidense en Oriente Próximo, los dirigentes iraníes ven una ventaja en el juego. Con sus ataques, buscan provocar que Estados Unidos cometa errores que den ventaja a Teherán y sus aliados, errores similares a los que cometió Washington hace dos décadas, cuando invadió Irak, o en 2018, cuando Trump se retiró del acuerdo nuclear con Irán del presidente Barack Obama. Un error de cálculo por parte de cualquiera de los actores implicados, incluido el propio Irán, podría desencadenar un conflicto mucho más amplio e intenso en todo Oriente Próximo, lo que causaría un profundo daño a la estabilidad regional y a la economía mundial.

Posición de ventaja

Irán está ahora en mejor posición que nunca para dominar Oriente Próximo. Si quiere contrarrestar las ambiciones de Irán, la Administración Biden debe trabajar con Israel y los aliados regionales para erosionar aún más la capacidad de Hamás de lanzar otro ataque sorpresa contra civiles israelíes, al garantizar al mismo tiempo que la ayuda humanitaria llegue a los desesperados civiles palestinos y esbozar un camino hacia un futuro de posguerra que garantice la paz y la estabilidad tanto para israelíes como para palestinos.

A finales de marzo de 2024, Washington presionaba para lograr un acuerdo que exigiera a Hezbolá retirar sus fuerzas de élite de la frontera libanesa con Israel, lo que facilitaría el regreso de miles de civiles israelíes cuyos hogares han sido bombardeados por cohetes de Hezbolá desde el 7 de octubre. Lograr un acuerdo de este tipo es fundamental para evitar un conflicto más amplio, y Washington debe presionar con fuerza para conseguirlo, dados los intereses evidentes de todas las partes implicadas para evitar una escalada. En 2022, Estados Unidos tuvo éxito en la negociación de un acuerdo sobre la frontera marítima entre Israel y Líbano para permitir la exploración de gas, lo que sugiere que existen otras oportunidades para un compromiso pragmático.

La Administración Biden ya ha empezado a adoptar un papel más enérgico para abordar la crisis humanitaria de Gaza. Trágicamente, estos esfuerzos pueden resultar demasiado escasos y demasiado tardíos para evitar la hambruna. Una hambruna en Gaza constituiría un fracaso estratégico y moral tanto para Estados Unidos como para Israel, y Biden no debe repetir los errores que han permitido que el fantasma de tal cataclismo se apodere de la región. Cualquier esfuerzo realmente exitoso para poner fin a la amenaza de Hamás –lo que, a su vez, frenaría la capacidad de Irán para infligir violencia a Israel– requerirá mitigar las devastadoras consecuencias para los civiles palestinos.

En colaboración con organizaciones no gubernamentales y gobiernos aliados, el Departamento de Estado y la Agencia de Estados Unidos para el Desarrollo Internacional deben acelerar la asistencia a las autoridades civiles palestinas independientes de Hamás y otras milicias respaldadas por Irán, incluida una ayuda que garantice que dispongan de los recursos necesarios para emprender un esfuerzo de reconstrucción en Gaza cuando cese el conflicto armado. Tras la guerra de 2006 entre Israel y Líbano, la rápida entrega de ayuda por parte de Irán permitió a Hezbolá convertir el fracaso en un triunfo y burlar al gobierno libanés al proporcionar compensaciones instantáneas y programas de reconstrucción. Estados Unidos no debe permitir que Teherán o sus aliados tengan una oportunidad similar cuando termine la guerra de Gaza.

Una realidad que agrava el desafío al que se enfrenta Washington es que Irán ha acelerado el desarrollo de su programa nuclear desde la retirada de Trump en 2018 del acuerdo nuclear con Teherán. Es vital que los funcionarios estadounidenses cultiven un sentido de realismo. La gran jugada estratégica para alinear a Arabia Saudí e Israel aún puede hacerse realidad. Normalizar las relaciones entre Israel y Arabia Saudí es una forma atractiva de apuntalar la paz y la estabilidad en la región y de contrarrestar la influencia maliciosa de Irán a largo plazo, pero lograrlo requiere un complicado andamiaje político que aún no se ha diseñado del todo, y mucho menos erigido. Lograr esa normalización requiere planes de juego más eficaces a corto y medio plazo para proporcionar gobernabilidad y seguridad en Gaza, abrir el camino a transiciones de liderazgo tanto en los territorios palestinos como en Israel, y contener las presiones que diversos actores, especialmente Irán, están ejerciendo para expandir el conflicto en Oriente Próximo. Estas deben ser las prioridades de Washington durante el próximo año.

En cierto sentido, Irán tiene ahora la ventaja por defecto sobre Estados Unidos porque no tiene que conseguir nada material a corto plazo. El caos en sí mismo constituirá una victoria. Por el contrario, el listón para el éxito de Estados Unidos está alto.

Sin embargo, le guste o no, Estados Unidos sigue siendo un actor indispensable en la región a pesar de su dudoso historial en las últimas décadas. Respaldar a sus aliados -y salvaguardar el acceso a un petróleo que sigue siendo vital para la economía mundial- con un delicado equilibrio de apoyo y moderación requiere compromiso. Varios presidentes estadounidenses esperaban reducir el papel de Estados Unidos en Oriente Próximo –en el caso de Biden, para centrarse en el desafío de China y la creciente amenaza de Rusia–. Pero Hamás e Irán han vuelto a involucrar a Estados Unidos.

Vicepresidenta de la Brookings Institution y directora de su programa de Política Exterior. Artículo publicado originalmente en el número mayo/junio 2024 de la revista Foreign Affairs.

 

Traducción »