Hace unos días, habló en la radio la profesora de un instituto para contar algo que ya sabemos. Quizá por eso despertó tanto interés. Describió los usos que los alumnos hacen de sus teléfonos y cómo se ha multiplicado la dependencia de los móviles o de las redes. Dijo algo más, también sabido: que muchos padres desconocen las horas que sus hijos pasan conectados de verdad. Existe una realidad que algunos padres puede que sospechen, pero que, en cualquier caso, se les escapa. Al cabo, siempre habrá huecos que nos queden ocultos: la cuestión es cuántos.
La vida hace tiempo que se ha organizado en burbujas, y es posible que la ciudad que millones de habitantes compartimos concite realidades simultáneas que no es que no vayan a coincidir nunca, sino que se sostendrán de espaldas, las unas contra las otras. Una persona de una edad y otra de edad distinta, o de la misma edad, pueden compartir asiento en el vagón de metro brazo con brazo y tener existencias antagónicas. No se trata de que cada uno viva su vida, que por supuesto, sino que habitarán dos países distintos aun viviendo en el mismo. Serán países hechos a partir de afinidades u odios. Patriotismos modernos.
Cada generación o cada grupo social ha tenido siempre intereses y mundos propios, pero había un espacio común que ahora se estrecha a la velocidad frenética que imponen los algoritmos y la inteligencia artificial. La información llega segmentada a través de redes sociales o de canales de WhatsApp y de Telegram, donde se construyen identidades paralelas que no se discuten en la conversación pública. Esa es, de hecho, la pregunta más acuciante: qué queda de la conversación y del debate público, tan distinto del partidista.
Resulta un ejercicio complejo y sofisticado conocer aquello que antes podías percibir o imaginar si te asomabas a la calle, leías un periódico o compartías una charla. Ahora siempre aparece una nueva señal que te hará saber que te estás perdiendo lo que sea. Las burbujas donde se organiza la vida son estancas y sus integrantes desconocen las otras burbujas, de manera que algunas realidades, dispares y hasta incompatibles, solo comparten espacio y tiempo. Eso nos concierne también a los medios, claro, porque contamos un mundo que a veces no es el mundo por completo.
El mundo se escapa en planos que no se cruzan y que las encuestas tardan tiempo en detectar o en predecir hasta que, de pronto, se presentan en unas elecciones mientras una multitud se pregunta cómo ha ocurrido y, más que eso, cómo va a continuar.