Xavier Vidal-Folch: Las derrotas del euroescepticismo

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La Unión Europea se fue a cenar el 9-J bajo el temporal, el augurio de un fuerte ascenso de la ultraderecha. Y amaneció al modo terremoto en dos santos lugares: la victoria del lepenismo en Francia y la consiguiente disolución de la Asamblea Nacional, y el meteórico segundo puesto alcanzado por Alternativa por Alemania.

Pero el resultado global de las elecciones al Parlamento de Estrasburgo certificaban globalmente una meritoria supervivencia mayoritaria del europeísmo en la Cámara. Patrocinaban el mantenimiento del cordón sanitario contra el extremismo, tejido por el cuatripartito centrado: democristianos, socialdemócratas, liberales, verdes. Y con él la prosecución del ritmo integrador de Europa.

Paradójicamente, ese impacto inmediato para la institución concernida se convertía en efecto diabólico para otras: el Consejo Europeo y el Consejo de Ministros, ya infectados de extremismo por culpa de las últimas elecciones nacionales en Italia, Hungría, Suecia o Finlandia, o a punto de cocción (Holanda). A causa de daños colaterales potencialmente trágicos. Lo serían una reversión de la mayoría parlamentaria en Francia, la consiguiente parálisis de la locomotora franco-alemana y el potencial bloqueo de esas dos instituciones comunitarias, colegisladoras de derecho y de hecho con la Eurocámara.

Conviene reposar el miedo a lo peor, tan propio del europeísmo: o se llega y nunca eso es suficiente, o si lo suficiente peligra, se anticipa un desastre. Es una extendida actitud virginal, poco sabia, o un inexplicable complejo de inferioridad, paralelo al del liberal/progresismo insatisfecho, siempre sobrecogido por los defectos éticos e institucionales de algunos dirigentes propios. Que tanto contrasta con la acendrada defensa de los intereses en el universo conservador.

Del corazón caliente y recalentado del 9-J pasemos a las cifras, frías. Pues bien, no está para nada descontada la victoria del lepenismo en la convocatoria legislativa para este 30 de junio (primera ronda) y el 7 de julio (segunda). Para nada existe una mayoría natural ultra: el Reagrupamiento y la Reconquista contabilizaron casi el 37% de votos el día 9. Mientras que el macronismo y las tres izquierdas oficiales (PSF, Francia Insumisa y los Ecolos), rondaron el 44%. Entrambasaguas, la derecha de raíz gaullista, los Republicanos, abarcaban el 7,25%, el centro de la disputa.

Habrá infinitos matices, mucha frontera porosa y disputa, y bastante desistimiento para el segundo turno. Pero hoy la clave es recordar que una cosa es la apariencia que otorga el primer puesto individual y otra la esencia de las alianzas posibles, como bien se sabe en España. Además de que, intelectuales tradicionales aparte, ante anuncios de futuros demasiado ásperos nuevos actores saltan a la palestra: el futbolista Kylian Mbappé compite en dignidad cívica con el novelista Émile Zola. Si John Kennedy proclamó contra el muro de la vergüenza en 1963 que él era un berlinés más, “Ich bin ein Berliner”, todos debiéramos identificarnos hoy como otros tantos citoyens de la République.

Tres características subrayan la gravedad del momento: 1) la simultaneidad del empuje ultra, hasta ahora cadenciado a pequeñas dosis según los calendarios nacionales; 2) la afectación común de izquierdas y derechas moderadas, con perjuicios potenciales similares para ambas; y 3) el fin del mito de que la construcción europea ha respondido en sus casi 70 años a una dinámica progresiva, incremental, ininterrumpida: ahora menos aún, pero nunca fue así.

Corresponde a los dirigentes demócratas contrarrestar el avance extremista en manada, y revitaminar el consenso entre conservadores y progresistas. Pero el material es resistente: el proceso europeo ha cristalizado salvando dramáticas crisis existenciales.

Su necesaria rapidez ha sido desafiada por continuos reveses. Desde antes de nacer, cuando el abrupto fin de la Europa de la Defensa, en 1952, con causa en Francia. Y enseguida después: de la parálisis de las “sillas vacías” decretada por De Gaulle en 1965, al entierro de una moneda común en estado nasciturus, como la programada en 1970 por el Informe del luxemburgués Pierre Werner; seguida de los fracasos de la serpiente y del Sistema Monetario Europeo. Nada ha sido fácil. Todo, enrevesado. Y hasta agónico.

Esos reveses desembocaron en media docena de crisis más profundas, ya con distintos actores recelosos ante el europeísmo, que según los derrotistas debían hacer naufragar a la Unión. Y que, al contrario, se saldaron con estrepitosas derrotas de euroescépticos, quietistas y eurohostiles.

La más soterrada, pero nada blanda, se fundamentó, en los ochenta y noventa, en la presunción académica y política de que nunca se crearía la moneda única: unos criticaban fallos de diseño al no tratarse de una “área monetaria óptima”; otros, la ausencia de un respaldo fiscal-presupuestario; algunos, la débil autoridad política que la acompañaría; y los más duros exhibían el recelo norteamericano —ciertos Nobel liberals incluidos— a una divisa competidora. Ha cumplido veinte años largos.

También se anticipaba que sin profundizar antes en la integración de los socios existentes (reformando los Tratados), cualquier ampliación arrumbaría la Unión. Ha habido cinco ampliaciones, todas han funcionado. La más ardua, la última, supuso absorber la Europa de la esfera soviética, y en consonancia con el tamaño del envite cosechó resultados más desiguales, como evidencia hoy Polonia, frente a Hungría. La reforma de los Tratados también ha sido asignatura difícil, incluso agónica: del “petit oui” francés al de Maastricht, o los rechazos al Tratado Constitucional o al de Lisboa.

La Gran Recesión de 2008 a 2012 debió arrasar el área monetaria única. Augures y austeritarios como Wolfgang Schäuble buscaron fragmentarla expulsando a Grecia. Se resolvió mediante la voluntad de la canciller alemana, Angela Merkel, y los fondos de rescate multimillonarios creados en favor del Sur (y de la banca del Norte). Otros creyeron y apostaron a un BCE como mera dúplica del astringente Bundesbank, lo que conduciría al castigo de los financieramente vulnerables: eso acabó con Mario Draghi, que giró la política monetaria restrictiva a una expansiva de signo contrario, convirtiéndose en una de las instituciones más federales, junto al Tribunal de Justicia.

Una fase decisiva fue la escapada británica de la Unión, el Brexit, culminada en 2020. Desde que se gestó, profetas y agoreros preanunciaron el fin de la Unión, supuestamente porque Londres arrastraría a otros gobiernos antifederales. No hubo tal. Bastó enervar el (inacabado) Mercado Interior como logro excepcional para los 27 miembros restantes. Ninguno siguió la pauta de los tories británicos, que se someterán, el 4 de julio, al examen del pésimo balance generado por su euroescepticismo.

Todo ello fue salpicado por dramas falsos, hábilmente inventados o sazonados por partidos y Gobiernos ultras, como el flujo de un millón de inmigrantes sirios y afganos a través de Turquía en 2015, una nadería si se recuerda que la absorción de cinco millones de refugiados ucranios desde 2020 marcha como una seda. O sus resistencias a todo avance integrador: el plan inversor Next Generation de la pandemia o la solidaridad con el país invadido por el Kremlin.

La UE no será seguramente tan sólida e invulnerable como Estados Unidos, exhibe una menor integración, y una trayectoria más breve. Pero ese registro de derrotas del euroescepticismo certifica una muy notable capacidad de supervivencia. A condición de que continúe gozando del favor mayoritario de la ciudadanía. Para eso es imprescindible seguir combatiendo las brechas de desigualdad social abiertas desde la Gran Recesión y en parte cronificadas; las nostalgias de obsoletas soberanías nacionales, la indiferencia de tantos jóvenes seducidos por desvaríos en las redes sociales infectadas a veces desde fuera. A condición, en suma, de que el europeísmo insufle más dinamismo, más ambición y más pasión a la tarea federal común.

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