Jesús Puerta: Esto no es una propaganda electoral

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Seremos el mismo país, pero de alguna manera reiniciados. Aunque continuarán (¡qué terrible!) las mismas tendencias características de nuestra condición dependiente y subdesarrollada; de todos modos, habrá la sensación que se pasa a otra fase. El pueblo, esa masa informe, ese espíritu, esa complejidad incalculable, se expresará de alguna manera en los votos emitidos y contados, discutidos, defendidos y movilizados. Y esa voz quedará ahí como un mandato para dar el siguiente paso, para levantar la vista y descubrir un nuevo horizonte que, quizás, muchos no han siquiera vislumbrado por estar con los ojos clavados en el terreno peligroso y accidentado por el que hemos caminado hasta aquí.

No se trata de esperanza, porque las expectativas se han moderado hasta la mera sensatez. Todo el mundo sabe que el conflicto sigue, con nuevas formas, en nuevos escenarios. Además, arreglar todas esas cosas que hay que arreglar, no digamos “mejorar”, cualquiera con tres dedos de frente, sabe que tardará mucho tiempo, mucha habilidad y mucha capacidad. Tal vez aprendamos que cuando se habla de “largo plazo”, uno se refiere a un período de, por lo menos, 30 años. Las soluciones vendrán (quizás) a largo plazo. Para los que hoy nacen. Lo urgente, como siempre se comerá lo importante, es cierto. Pero, ojalá, alguien levante la mirada sin tener que tropezarse con un hueco. Tampoco se trata de fe. Parafraseando a Lennon: no hay infierno debajo de nosotros, tampoco un paraíso arriba. Solo habrá un cielo lleno de nubes grises, de lluvia torrencial, porque el cambio climático ha acelerado la formación de huracanes y tormentas en el Caribe, y siempre estaremos en el Caribe.

Las elecciones no son la solución definitiva. Puede que solo sean una catarsis. O simplemente una demostración de fuerzas, que nos devuelve al inicio de todo: el conflicto. Será la constatación de que somos los mismos, aunque, quizás, con diferentes enamoramientos. En todo caso, pudieran convertirse en un paso hacia la recuperación nacional, de la institucionalidad democrática, la Constitución tan bella que tenemos y que ha quedado relegada en el closet, de la economía, de tantas y tantas reivindicaciones postergadas, negadas, peleadas. Alguien dijo que la vida es un proceso cíclico de ilusiones y desilusiones. Unas y otras son necesarias para crecer y establecer, en verdad, a qué alturas están los frutos, a ver si vale la pena saltar con más fuerza o buscar otro árbol. Otro palo para ahorcarse.

Todavía arrastramos problemas que se han acumulado desde el siglo XIX, XX y lo que llevamos del XXI. La lista es muy larga. Por comodidad podemos clasificar las urgencias con el clásico esquema de lo económico, lo social, lo político, lo cultural. Pero incluso allí tenemos problemas de definición: ¿queremos volver a ser aquello que imaginamos que fuimos o queremos ser al menos diferentes? Aspirar a ser mejores depende de cada criterio. Por ejemplo, no se trata de producir mucho petróleo al mejor precio. Se trata de que la gente valga más en un mundo donde se valoran cosas como el conocimiento. Hemos tenido retrocesos importantes: seguimos siendo un país dependiente, subdesarrollado, exportador de materia prima, hidrocarburos y minerales, sin industrialización, sin tecnología propia, con ingentes problemas de salud, educación, de servicios públicos, infraestructuras, con una deuda externa ingente ¿Por dónde empezar? Me atrevería a insistir: es más importante la gente que el petróleo.

¡Es tan complicada la cosa! Recurramos un momento a esos sabios que una vez aprendimos a respetar por su obra y su palabra. A los viejos. Pero estos, si no desvarían hoy en día por su senilidad, varias veces despertaron escándalos. Tengo en el recuerdo una entrevista de mediados de la década de los 80 a Arturo Uslar Pietri, ese intelectual tan influyente, que nos selló la mente a todos con esa frase, ese lema publicitario, con tantos y tantos significados: “sembrar el petróleo”; bueno ese mismo, que puso en boca de uno de sus personajes una clasificación de los venezolanos tan universal: vivos y pendejos. Ese mismo señor, recuerdo, que dijo ante sus “amigos invisibles” que “Venezuela es un fracaso”. Y la frase, durísima, fue pronunciada ante las cámaras hace ya 40 años.

Los historiadores han traído a colación, hasta manosearla, limarla, deteriorarla, el término “crisis”. El historiador Manuel Caballero dijo, por ejemplo, que el chavismo (que para él signaba un período histórico, como lo hizo antes Gómez, Betancourt, Carlos Andrés Pérez) significaba una nueva “crisis histórica” que ocurre cada treinta o cuarenta años, cuando un elenco en el poder sustituye a otro, porque el anterior no supo qué hacer ni ya podía hacer nada. Y asociado a esa crisis de hegemonía, una crisis de gobernabilidad, de funcionalidad, de efectividad del Estado. El gran aparato no funcionaba y eso le quitaba el aura de su autoridad. O sea, Chávez fue la personificación de una crisis de hegemonía, de liderazgo, de gobernabilidad, de legitimación ¿Puede un muñeco con capa estilo Supermán o un Drácula de sketch cómico, superar esa crisis de liderazgo? ¿O una maquinaria que se confunde con el aparato burocrático del Estado sustituir nada menos que una hegemonía que, desde Gramsci, es un concepto que se refiere a un liderazgo intelectual, conceptual, moral? ¿O un nuevo líder carismático, esta vez mujer? ¿O un tipo que ensaya un cultico a la personalidad con una película y un libro sobre su vida, tan corriente como la de cualquiera? ¿Puede esa red clientelar superar la ingobernabilidad, darle eficacia a la acción estatal? ¿Recuperar lo público?

Pero también, en la década de los noventa, otro sabio advirtió que era inminente el colapso del rentismo petrolero, como tipo de capitalismo específico de nuestra dependencia. Y antes, por allá por los setenta, otros sabios, Domingo Alberto Rangel y Pérez Alfonzo, advertían del “efecto Venezuela” que dejaría en ruinas nuestro respeto propio, nuestra moral pública, nuestra confianza ¿Acaso ese retorno a las concesiones petroleras gomecistas que significa la contratación de Chevrón, no nos devuelven atrás, mucho muy atrás, de esos fracasos? ¿Acaso acabar con los derechos laborales no nos devolvió a la primera década del siglo XX? ¿Cuáles son las consecuencias de habernos desindustrializado tanto, hasta volver a ser el país exportador de materia prima de siempre?  El salto atrás ha sido terrible.

Simplificando, esta situación es una monumental crisis histórica que es resultado del fracaso de un proyecto de país. Tendré que usar un concepto refinado: se trata de un fractal, una figura geométrica que se reitera a cualquier nivel o escala. Porque ese “estilo de gerencia” autoritario y patrimonialista, que consiste en apropiarse para sí lo que es de todos y además patear hacia abajo y adular hacia arriba, se en todos los pisos y en todas las escalas, desde el gabinete ejecutivo, en las Fuerzas Armadas, en las altas cumbres del Poder, pero también en los vecindarios, en las calles, en los organismos municipales, tribunalicios, muchas veces en el CLAP, organismo que no se sabe si es del Estado o del Partido, que no es lo mismo, pero es igual. El abuso se ha generalizado. El maltrato es el espejo de nuestra degeneración.

Ojalá no se cumpla la maldita profecía del gran historiador Caballero, reiterado como amenaza por Rodríguez y el propio Maduro: la guerra civil. Ojalá se escuche la breve lección de Lula: el que pierde, se va. Que se lleguen a acuerdos para hacer funcionar la Constitución. Ella es hoy nuestro salvavidas para nuestro autorrespeto, después de los insultos de Trump que repiten, también como un fractal, en todas las escalas y niveles, desde los vecindarios de Perú, Chile y otros países “hermanos”, hasta los salones donde los jefes de las grandes Potencias, ahora a nombre de una supuesta “multipolaridad” geopolítica, se reparten el mundo.

 

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