José Luis Sastre: Y de pronto una mañana

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Había mucho trasiego y hasta jaleo en lo que llamamos pecera y aún dio tiempo de tomar una foto antes de que dieran las ocho en punto de la mañana. En ese instante, justo cuando Iñaki miró al frente y se acercó al micrófono, se hizo en el estudio un silencio fugaz que duró todos los años a los que retrocedimos. Unos volvimos al transistor con pletina que sonaba en la cocina o a la radio despertador, a la pelea familiar por ser el primero en entrar en el baño. A los exámenes. A las exparejas. Al Banco Hispanoamericano.

Otros regresaron al primer empleo o a la chaqueta de hombreras y hubo quien, creyendo que iba hacia el trabajo al volante de su propio coche, se dio cuenta de que, en verdad, volvía a ser el niño sentado en el asiento de atrás del coche de sus padres. Este martes se fueron a cruzar las Españas que cada uno guarda en su recuerdo en ese momento en que, al cabo de un silencio de vértigo que sin duda él sintió, Iñaki dijo que eran las ocho de la mañana. Las siete en Canarias. Hay pocas frases tan sencillas y con tanta solemnidad como esa de dar la hora en la radio.

La SER celebró el centenario de sus primeras emisiones y algunas voces aparecieron de nuevo en los transistores, que ahora son también los teléfonos móviles. Pudo parecer un ejercicio de nostalgia y, sin embargo, resultó ser lo contrario: la reivindicación de que, por muchas tecnologías que pasen, la radio mantiene intacta su capacidad de meterse en las entrañas y conectar con emociones que a menudo, por pudor o por rutina, descuidamos.

El centenario, entonces, no vino a traernos sonidos viejos o extraños, sino a ponernos ante nuestro reflejo para que nos pudiéramos preguntar cuántas cosas han cambiado desde entonces, empezando por nosotros mismos. Y fue así como, de pronto, en una mañana de octubre, nos vimos sorprendidos por aquello que fuimos gracias al vínculo por el que la radio es todavía capaz de hablarnos a muchos de uno en uno. “Con una radio cerca es más difícil sentirse solo”, dijo luego Gemma Nierga.

Otros medios tendrán otras virtudes, pero ninguno tiene esa que la radio luce a sus cien años junto con todas las demás, que ahí siguen: la de cantar los goles o narrar las noticias o escuchar, por ejemplo, la recomendación sincera de una oyente que, con una llamada, es capaz de agotar las ediciones de un libro publicado en los setenta. Eso es la radio y ahí estriba su secreto: en lo que somos nosotros mismos. Así se explica ese calambre que nos unió a miles de oyentes —cada uno en un lugar y con sus propios recuerdos— cuando, al final de las señales horarias, se oyó decir que eran las ocho. Las siete en Canarias.

 

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