En dos días, se dará lustre a las lápidas y los cementerios se llenarán de historias y de flores como cada primero de noviembre. Es curioso que sea el calendario el que venga a sacarnos de la rutina para marcar la fecha de los recuerdos si, a la memoria, no es preciso señalarle los días festivos: los difuntos aparecen por azar y de improviso en un aroma, en un gesto o en una frase que era suya y que dejaron en herencia a los demás. Pero la muerte guarda sus propias liturgias, y algunas van cambiando.
A un amigo mío le subleva que, para dolerse de que alguien se haya muerto, se suban a las redes sociales fotos con el difunto. No le enfada que sean fotos del difunto, sino que aparezca el difunto junto a la persona que le llora. Así sucede, por ejemplo, al morir una persona conocida, cuando muchos corren a publicar imágenes del día en que le pidieron una foto y posaron juntos. Entonces, dice mi amigo, no se sabe bien qué se pretende: si lamentar la pérdida del otro o presumir de uno mismo. Es una confusión propia de la época, por la que se distingue antes el afán de protagonismo que al auténtico protagonista.
Existe otra costumbre que extraña a mi amigo: que la gente le hable a los difuntos como si todavía vivieran. Que les hablen al aire o a las fotos enmarcadas por si pudieran oírles. Él cree que eso es una pérdida de tiempo y que lleva a la melancolía; pero a mí me parece lo más corriente porque, en general, cuando hablamos a los demás, vivos o muertos, nos estamos hablando a nosotros mismos. Es más, casi siempre nos hablamos a nosotros mismos, sólo que a veces lo hacemos en voz alta y mirando a otras personas.
Hace unos días, una librera tuvo el detalle de regalarme el libro Julio Cortázar y Cris, que Cristina Peri Rossi le dedicó al escritor argentino. Me acordé de mi amigo porque Peri Rossi le habla a Cortázar después de muerto y, de hecho, el libro comienza con el día del entierro en París. Ella le cuenta lo que hace sin él y lo que habría querido que hicieran juntos, de manera que Peri Rossi se dirige en voz alta y por escrito a un amigo que no está. No tiene ningún sentido y, a la vez, resulta la única opción razonable. Porque algunas cosas hay que seguirlas diciendo hasta el final y, por supuesto, más allá de la muerte.