No tengo tiempo… Me das un tiempito hasta mañana… Se me fue el tiempo… Hace tiempo que no sé de ti… Dale tiempo al tiempo… El tiempo es oro… Va a haber mal tiempo… Son todas muletillas que usamos con la palabra tiempo sin saber realmente qué es el tiempo y cuántos significados tiene. No es un objeto corpóreo, es un concepto abstracto con muchos matices. Es medible, puesto que hablamos de segundos, minutos, horas, etc., para indicar su recorrido. Si hablamos de recorrido, hablamos de espacio, pero aquí no me meto, es mucho camisón pa´ Petra. Dejemos esto a Albert Einstein y su “Teoría de la relatividad”.
El tiempo lo referimos mucho al clima: es tiempo de lluvias… En tiempo de invierno… Y hasta a la moda: abrigo de entretiempo. Le damos mucho valor al tiempo cuando decimos que es oro. Ahí empezamos a sentir lo que puede significar este concepto en nuestras vidas y a pensar que no hay que perder el tiempo. San Josemaría Escrivá le daba aún más categoría y decía: El tiempo es gloria. Aquí ya buceaba en las regiones del espíritu. Entraba en la verdad de su origen y razón: el tiempo es de Dios.
En Dios no hay tiempo, sólo eternidad. Lo creó para nosotros. De la infinita nada, separó un espacio, un principio y un fin: hizo el universo. En esta inmensidad de galaxias y sistemas solares, el planeta Tierra apenas es un granito de arena y nosotros, los seres humanos, un polvito de este grano. Es decir, nada, ¡Y para esta nada Dios creó el tiempo!
Nacemos y morimos en un tiempo. Tenemos un espacio vital para desarrollar -o tal vez desperdiciar- una vida útil según los planes de Dios. En la vida temporal, dentro de los siglos, ganamos o perdemos la eternidad feliz.
Junto al tiempo, Dios nos dio la libertad. Sin ésta, no haríamos méritos para alcanzar la bienaventurada eternidad. La libertad es el más maravilloso don que Dios nos dio, que nos hace semejantes a él, pero también el más riesgoso. El libre albedrío nos da la posibilidad de escoger nuestra conducta, por voluntad propia y libre, no por instinto sometido. ¡Cuánto valdrá ese don como para que Dios nos expusiera al mal! Porque mal podemos elegir. Sin embargo, Dios nos quiere libres para ir a su encuentro.
El hombre emplea mal el tiempo y su libertad. Olvida qué corta es la vida para ganar la Vida. Da a la libertad carácter de libertinaje. Se aferra a sus “mis”: mi cuerpo, mi dinero, mi placer…, ¡mi egoísmo! Y termina por caer en la esclavitud de sus vicios. Ha perdido la libertad y el tiempo.
Acordémonos que el tiempo es gloria. En lo temporal tenemos la escala de lo eterno. Como decía la santa carmelita Isabel de la Trinidad: Dar al instante que huye valor de eternidad. ¿Difícil? No si pensamos en el fruto que podemos sacarle a cada minuto de nuestras vidas. Éstos pueden ser a veces alegres, felices, muchos tristes, dolorosos, de angustias e incertidumbres. Todos pasarán, ¿qué tal si lleva cada uno el peso positivo del ofrecimiento por un alma en peligro, un enfermo grave, una situación comprometida? Incluso sentiríamos el alivio de que nuestros pesares no son en vano, que, ofreciéndolos, nos ayudamos y ayudamos a otros. Es decir, buscamos el sentido positivo del sufrimiento y acaso el propio padecer nos haga comprender mejor y vivir en profundidad la Pasión de Cristo, el porqué de la cruz como triunfo del amor.
Como humanos, desperdiciamos mucho el tiempo. No es cuestión de amar y aferrarse al trabajo, de tal manera, que el descanso nos parezca una pérdida de tiempo. Hay personas así, pero es una anomalía que va en contra de la vida familiar, las relaciones sociales y la salud, tanto mental como física. Hay que usar el tiempo con equilibrio, con prudencia. Como dice el Eclesiastés, Capítulo 3, 1-8: (1) Todo tiene su tiempo y cuanto se hace bajo el sol tiene su hora. (2) Tiempo de nacer y tiempo de morir; tiempo de plantar y tiempo de arrancar lo plantado. (3) Tiempo de herir y tiempo de curar; tiempo de destruir y tiempo de construir. (4) Tiempo de llorar y tiempo de reír; tiempo de lamentarse y tiempo de danzar. (5) Tiempo de arrojar piedras y tiempo de recogerlas; tiempo de abrazarse y tiempo de separarse. (6) Tiempo de buscar y tiempo de perder; tiempo de guardar y tiempo de arrojat. (7) Tiempo de rasgar y tiempo de coser; tiempo de callar y tiempo de hablar.( 8) Tiempo de amar y tiempo de odiar; tiempo de guerra y tiempo de paz. En esto no estoy de acuerdo con el autor, Qohelet: nunca es tiempo de odiar, sino de perdonar y amar.
Y agregaría un versículo: Tiempo de trabajar y tiempo de descansar; tiempo de tarea y tiempo de recreación.
Solamente en el equilibrio de la acción se encuentra eficacia y bienestar. Se falta a la prudencia cuando se hace hincapié en un extremo. De ahí vienen los trastornos físicos, psíquicos y mentales. Dios lo dejó muy claro al completar la Creación: el séptimo día para el descanso. ¿Necesitaba el Señor descansar? No. El Omnipotente no se fatiga, pero el hombre, mortal y finito, sí, necesita reposo. Dios dejó ese Sabbat para el hombre.
Venezuela merece un receso de tempestades políticas, carencias, persecuciones y abusos de los derechos humanos. Durante casi un cuarto de mi muy próximo siglo de vida, he visto los desmanes y abusos de un régimen empeñado en disfrazarse de demócrata. Basta. Ya no engañan a nadie. El resultado de las recientes elecciones demuestran un país harto: con el 70% de los votos ganó la oposición, pero con sólo el 30% de éstos el régimen pretende perpetuarse. Es un ataque a la moral, la justicia y la democracia. No es tiempo de callar sino de clamar. No es tiempo de aceptar sino de protestar. No es tiempo de pasividad sino de acción. No es tiempo de paz sino de guerra. Lamentablemente, porque la guerra siempre es algo doloroso, negativo, pero a veces hay que pasar por ésta para llegar a la justicia y, sólo con esta, llegará la paz. No hay vuelta atrás: rescatamos a Venezuela del lóbrego pozo de la dictadura, o caeremos en el abismo de la nada como nación y como pueblo.